Izquierda y políticas de identidad

Izquierda y políticas de identidad

Nos hemos acostumbrado tanto a términos como «identidad colectiva», «grupos de identidad», «política de identidad», o incluso «etnicidad», que resulta difícil recordar cuan recientemente han emergido formando parte del vocabulario de la jerga política. Por ejemplo, si se busca en la internacional Encyclopedia of the Social Sciences, que se publicó en 1968, no se hallará entrada alguna en identidad, excepto una sobre la identidad psicosocial, de Erik Erikson –a quien le interesaban principalmente cosas tales como la llamada «crisis de identidad» de los adolescentes que intentan descubrir qué son–, y una referencia general sobre la identificación de los votantes. En cuanto a etnicidad, en el Oxford English Dictionary de principios de los 70 se encuentra sólo como una palabra poco común que significa «paganismo y superstición pagana» y que se documenta con citas del siglo XVIII. En resumen, estamos ante términos y conceptos que realmente no entraron en uso hasta los años sesenta.

Su aparición se comprende más fácilmente en los Estados Unidos, en parte porque la suya ha sido siempre una sociedad extraordinariamente interesada en observar su propia temperatura social y psicológica, su presión sanguínea y demás síntomas, y principalmente porque la forma más obvia, que no la única, de la política de identidad –es decir, la etnicidad– ha sido siempre un punto fundamental para la política americana desde que se convirtió en un país de inmigración masiva provinente de todas partes de Europa. Aproximadamente, la nueva idea de etnicidad hace su primera aparición pública con Beyond the Melting Pet de Glazer y Moynihan en 1963, y se convierte en programa de

militancia con The Rise of the Unmeltable Ethnics de Michael Novak en 1972. La primera, no es necesario decirlo, es la obra de un profesor judío e irlandés, hoy en día veterano senador demócrata por Nueva York; y la segunda proviene de un católico de origen eslovaco. De momento no es necesario que nos preocupemos demasiado por el hecho de que todo esto ocurriera en los años sesenta, pero permítanme recordar que, en los Estados Unidos por lo menos, esa década también vio la aparición de otras dos variantes de la política de identidad: el movimiento de mujeres moderno (es decir, post-sufragista) y el movimiento gay.

No estoy diciendo que antes de 1960 nadie se planteara preguntas acera de su identidad pública. En situaciones

de incertidumbre, algunas veces se hizo: por ejemplo, en el cinturón industrial de Lorena, en Francia, cuyo idioma oficial y nacionalidad cambiaron cinco veces en un siglo, y cuya vida rural se convirtió en vida industrial semi urbana, mientras sus fronteras se redibujaron siete veces en el pasado siglo y medio. «No me extraña», decía la gente: «Los berlineses saben que son berlineses, los parisinos saben que son parisinos, pero ¿quiénes somos nosotros?» O, citando otra entrevista, «Yo soy de Lorena, mi cultura es alemana, mi nacionalidad francesa, y pienso en nuestro dialecto provincial». En realidad, estas cuestiones sólo dieron lugar a auténticos problemas de identidad cuando a las personas se les impedía tener identidades múltiples, combinadas, que son naturales para la mayor parte de nosotros. O, aún más, cuando se les separaba de «el pasado y de todas las prácticas culturales comunes».

En cualquier caso, hasta los años sesenta estos problemas de identidad incierta quedaban limitados a determinadas zonas fronterizas de la política. Aún no eran fundamentales. Parecen haber cobrado mayor importancia desde 1960. ¿Por qué?

Hay, sin duda, razones particulares en la política e instituciones de cada país. Por ejemplo, los procedimientos que se siguen en Estados Unidos gracias a su Constitución: los juicios sobre los derechos civiles, que se aplicaron en primer lugar a los negros y que después se extendieron a las mujeres, proporcionando un modelo para otros grupos identitarios. Puede resultar, especialmente en países donde los partidos se pelean por los votos, que constituirse dentro de un grupo dado de identidad proporcione ventajas políticas concretas: por ejemplo, el beneficio de la discriminación positiva que favorece a los miembros de dichos grupos en empleos, etc. Este es también el caso de Estados Unidos, pero no sólo: en la India, por ejemplo, donde el gobierno tiene el compromiso de alcanzar la igualdad social, se puede llegar a pagar a alguien para que te clasifique como perteneciente a una casta baja o como miembro de un grupo tribal aborigen, para así disfrutar del acceso a puestos de trabajo que están garantizados para tales grupos.

La negación de la identidad múltiple

En mi opinión, la aparición de la política de identidad es una consecuencia de las extraordinariamente rápidas y profundas convulsiones y transformaciones de la sociedad humana durante el tercer cuarto de este siglo, transformaciones que he intentado describir y comprender en mi libro, Historia del siglo XX. Esta opinión no sólo es mía. El sociólogo americano Daniel Bell, por ejemplo, sostuvo en 1975 que «La desintegración de las estructuras de autoridad tradicionales y las unidades sociales afectivas previas –históricamente, nación y clase–… hacen que

los lazos étnicos cobren prominencia».

De hecho, sabemos que tanto la nación-estado como los partidos y movimientos políticos basados en el viejo sistema de clases se han visto debilitados como resultado de estas transformaciones. Es más, hemos vivido –estamos viviendo– en medio de una una gigantesca «revolución cultural», una «extraordinaria disolución de las normas, tejidos y valores sociales tradicionales, que hizo que muchos habitantes del mundo desarrollado se sintieran huérfanos y desposeídos». Si se me permite seguir citándome, «el término comunidad na ha sido empleado nunca de manera más indiscriminada y vacía que durante las décadas en que las comunidades, en el sentido sociológico del término, resultaban difíciles de encontrar en la vida real». Hombres y mujeres buscan un grupo al que puedan pertenecer, con certeza y para siempre, en un mundo en el que todo lo demás está en movimiento y cambio, en el que ninguna otra cosa es segura. Y lo encuentran en un grupo de identidad. De ahí la extraña paradoja que el brillante sociólogo caribeño de Harvard, Orlando Pattersori, ha identificado: las personas optan por pertenecer a un grupo de identidad, pero «se trata de una elección basada en la creencia, firmemente mantenida aunque difícilmente admisible desde el punto de vista de la razón, de que el individuo no tiene otra alternativa que la de pertenecer a ese grupo específico».

Que es una elección, puede probarse en algunos casos: el número de americanos que se presentan a sí mismos como indios americanos o americanos nativos se ha casi cuadriplicado entre 1960 y 1990, pasando de alrededor de medio millón a cerca de dos millones, un número mucho más elevado del que podría explicar la demografía. Y dicho sea de paso, puesto que el 70% de los americanos nativos se casan con personas que no son de su raza, está muy lejos de que quede claro quién es americano nativo.

Así pues, ¿qué entendemos por esta identidad colectiva, por este sentimiento de pertenecer a un grupo primario, que es la base de esta identidad? Quiero señalar cuatro aspectos.

En primer lugar, las identidades colectivas se definen negativamente, es decir, en contraste con otros. Nosotros nos reconocemos a nosotros mismos como Nosotros porque somos diferentes de Ellos. Si no hubiera algún Ellos del cual diferenciarnos no tendríamos que preguntarnos quiénes somos Nosotros. Sin extraños al grupo no hay pertenecientes al grupo. Dicha de otra forma, las identidades colectivas no se basan en lo que sus miembros tienen en común –es posible que tengan muy poco en común aparte de no ser otros, los unionistas y nacionalistas en Belfast, o los bosnios serbios, croatas y musulmanes, quienes por lo demás son indistinguibles: hablan el mismo idioma, tienen los mismos estilos de vida, la misma apariencia y comportamiento– sino en que insisten en la única cosa que los divide. A la inversa, ¿qué es lo que unifica como palestinos a una población que es una mezcla de musulmanes de varios tipos, católicos apostólicos romanos, católicos griegos, ortodoxos griegos y otros que podrían perfectamente –como sus vecinos en el Líbano– luchar entre ellos en otras circunstancias? Simplemente que no son israelíes, tal como la política israelí se encarga de recordarles constantemente. Naturalmente, hay colectividades que se basan en características objetivas que sus miembros tienen en común, incluyendo el sexo biológico o características físicas que

resultan sensibles políticamente, como el color de la piel. Pero la mayor parte de las identidades colectivas son más bien camisas que piel: son, en teoría por lo menos, opcionales, no ineludibles. A pesar de la moda actual de manipular nuestros cuerpos, sigue siendo más fácil ponerse otra camisa que otro brazo.

Muchos grupos de identidad no se basan en similitudes o diferencias físicas objetivas, aunque todos ellos pretenden que son grupos naturales y no construidos socialmente. Por supuesto, todos los grupos étnicos lo afirman así. En segundo lugar, resulta que las identidades en la vida real, como las prendas de vestir, son intercambiables y se suelen llevar frecuentemente combinadas, sin que estén cosidas al cuerpo. Porque, naturalmente, y como todo encuestador de opinión sabe, nadie tiene una única identidad. A los seres humanos no se les puede describir, ni siquiera para fines burocráticos, excepto por medio de una combinación de muchas características.

Pero la política de identidad presupone que sólo una, de entre las muchas características que todos poseemos, es la que determina, o al menos domina, nuestra posición política: ser mujer, si eres feminista, ser protestante si eres unionista, ser catalán si eres nacionalista en Cataluña, ser homosexual si formas parte del movimiento gay. Y, por supuesto, presupone que tienes que librarte de los otros, porque son incompatibles con tu identidad real. Así David Selbourne, un ideólogo multisusos y censor habitual, exige al judío que vive en Inglaterra que «deje de pretender ser inglés» y que reconozca que su identidad «real» es la de judío. Esto es peligroso y a la vez absurdo. No existe ninguna

clase de incompatibilidad, a menos que una autoridad exterior establezca que no puedes ser varias cosas, o que sea físicamente imposible ser varias cosas. Si yo deseara ser simultáneamente y ecuménicamente un católico practicante, un judío practicante y un budista practicante, ¿por qué no podría serlo? La única razón que me lo impide es que las respectivas autoridades religiosas me digan que no puedo combinarlas, o que resultara imposible cumplir todos sus ritos porque unos impidieran celebrar otros.

Habitualmente, la gente no tiene problemas para combinar identidades, y esto, por supuesto, es lo que caracteriza la política general, a diferencia de la política de identidad que afecta sólo a sectores. Con frecuencia la gente no se toma la molestia de elegir entre identidades porque nadie les pide que lo hagan, o porque es demasiado complicado. Cuando a los habitantes de Estados Unidos se les pide que declaren su origen étnico, el 54% se niega o es incapaz de dar una respuesta. En resumen, la gente no adopta una política de identidad exclusiva espontáneamente. Es más probable que se les fuerce desde fuera, de la misma manera en que los habitantes serbios, croatas y musulmanes de Bosnia, que vivían juntos, se relacionaban socialmente y se casaban entre ellos, han sido forzados a separarse, o de maneras menos brutales.

La tercera cosa que hay que decir es que las identidades, o su expresión, no son fijas, aún suponiendo que se haya optado por uno de los yoes potenciales, tal como Michael Portillo ha optado por ser británico en vez de español. Cambian de sitio y se transforman, si es necesario más de una vez. Por ejemplo, en grupos que no obedecieran a planteamientos étnicos, si casualmente todos o la mayor parte de ellos resultaran ser negros o judíos, es posible que acabaran convirtiéndose conscientemente en grupos étnicos. Esto sucedió en la Iglesia Cristiana Bautista del Sur con Martin Luther King. Lo contrario también es posible, como cuando el IRA oficial pasó de nacionalista feniano a ser una organización de clase, siendo ahora ya el partido de los trabajadores y formando parte de la coalición de gobierno de la República de Irlanda. El cuarto y último punto a comentar sobre la identidad es que depende del contexto, el cual es susceptible de cambio. Todos podemos recordar a los miembros comprometidos y con carnet de la comunidad gay en el Oxbridge de 1920; tras la depresión de 1929 y el auge de Hítler, se desplazaron del Homintern al Kominrern. Burgess y Blunt, como fuera, transfirieron su homosexualidad de la esfera pública a la privada. O consideremos el caso del protestante alemán y especialista clásico, Pater, profesor de clásicas en Londres, quien descubrió inesperadamente, después de Hitler, que tenía que emigrar porque, con los criterios nazis, era judío: algo que hasta ese momento ignoraba.

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El universalismo de la izquierda

¿Qué tiene todo esto que ver con la izquierda? Los grupos de identidad, seguramente, no han sido fundamentales para la izquierda. En el fondo, los movimientos sociales y políticos de izquierda, es decir, los inspirados por las revoluciones americana y francesa y el socialismo, eran coaliciones o alianzas de grupos, pero no se mantenían unidos por objetivos que fueran específicos del grupo, sino por importantes causas universales a través de las cuales cada grupo creía que se llevarían a cabo sus objetivos particulares: democracia, república, socialismo, comunismo o lo que fuera. El mismo Partido Laborista inglés, en sus días de esplendor, era tanto un partido de clases como, entre otras cosas, un partido de las naciones minoritarias y de las comunidades de inmigrantes de la isla. Era todo esto porque era un partido que abogaba por la igualdad y la justicia social.

No malinterpretemos la afirmación de que se basan esencialmente en las clases. Los movimientos políticos de corte obrero o socialista no fueron, nunca, en ninguna parte, movimientos limitados al proletariado en el sentido marxista estricto. Quizás con la salvedad de Gran Bretaña, no se podrían haber convertido en movimientos tan vastos como fueron, porque entre 1880 y 1890, cuando los partidos de masas laborista y socialista aparecieron repentinamente en escena (como campos de flores en primavera), la clase obrera industrial en la mayor parte de países se reducía a una minoría, y en cualquier caso gran parte de ella permaneció fuera de las organizaciones socialistas de trabajadores. Durante la época de la Primera Guerra Mundial los socialdemócratas obtuvieron entre un 30 y un 47% de los votos en países como Dinamarca, Suecia y Finlandia, los cuales estaban apenas industrializados, al igual que en Alemania (el porcentaje más alto de votos que consiguió el Partido Laborista en Inglaterra, en 1951, fue del 48%). Además, las razones socialistas que justificaban la importancia de los trabajadores en su movimiento no eran sectoriales. Los sindicatos defendían los intereses sectoriales de los asalariados, pero una de las razones por las cuales nunca faltaban problemas en las relaciones entre los partidos laborista y socialista y los sindicatos asociados con ellos, era precisamente que los objetivos de los movimientos eran más amplios que los de los sindicatos. El argumento socialista consistía no sólo en que la mayoría de las personas eran «trabajadores que usaban las manos o la cabeza», sino en que los trabajadores eran el agente histórico necesario para cambiar la sociedad. Así que, quienquiera que fueras, si querías el futuro tendrías que alinearte con el movimiento de los trabajadores.

A la inversa, cuando el movimiento obrero se redujo a un grupo de presión o un movimiento sectorial de trabajadores industriales, como en los años setenta en Gran Bretaña, perdió tanto la capacidad de ser el centro potencial de una movilización general como la esperanza común de futuro. El sindicalismo economicista militante se enemistó tanto con las personas que no estaban involucradas en él, que le dio al conservadurismo de Thatcher su argumento más convincente –y una justificación– para transformar aquel tradicional partido conservador de «nación única» en una fuerza consagrada a la lucha de clases. Más aún, esta política de identidad proletaria no sólo aisló a la clase obrera, sino que también la dividió al poner a los grupos de trabajadores unos contra otros.

¿Así, qué tiene que ver la política de identidad con la izquierda?

Me permito afirmar lo que no debería necesitar ser reafirmado. El proyecto político de la izquierda es universalista: es para todos los seres humanos. Como quiera que interpretemos las palabras, no se reclama la libertad para los accionistas o los negros, sino para todos. No se pretende la igualdad para los miembros de un club o para los minusválidos, sino para todos. No se pide fraternidad para los antiguos alumnos de Eton o para los gays, sino para todos. Y la política de identidad no se dirige a todos, sino únicamente a los miembros de un grupo específico.

Esto es perfectamente evidente en el caso de movimientos étnicos o nacionalistas. El nacionalismo sionista judío, tanto si simpatizamos con él como si no, abarca exclusivamente a los judíos, y cuelga –o más bien bombardea– al resto. Todos los nacionalismos lo hacen. La reivindicación nacionalista de que están a favor del derecho de todos y la autodeterminación es falsa.

Este es el motivo por el cual la izquierda no puede basarse en la política de identidad. Su agenda es mucho más amplia. Para la izquierda Irlanda era, históricamente, una, pero solamente una, aparte de las muchas personas explotadas, oprimidas, simples víctimas por las que luchó. Para el tipo de nacionalismo del IRA, la izquierda fue, y es, sólo un posible aliado en la lucha por sus objetivos en ciertas situaciones. En otras estaba dispuesto a ofrecer apoyo a Hitler, como algunos de sus líderes hicieron durante la Segunda Guerra Mundial. Y esto es aplicable a todo grupo que haga de la política de identidad su base, ya sea étnica o de cualquier otro tipo.

Ahora, en la agenda de la izquierda está, por supuesto, apoyar a muchos grupos de identidad, y ellos, a cambio, miran hacia la izquierda. En efecto, algunas de estas alianzas son tan antiguas y tan estrechas que la izquierda se sorprende cuando llegan a su fin, igual que la gente se sorprende cuando los matrimonios rompen después de pasar una vida unidos. En Estados Unidos casi parece contra natura que las etnias –es decir, los grupos de inmigrantes

pobres y sus descendientes– ya no voten casi automáticamente al Partido Demócrata. Parece casi increíble que un americano negro pueda considerar presentarse como candidato a la presidencia de los Estados Unidos como miembro del Partido Republicano (tengo en mente a Colin Powell). Y, sin embargo, el interés de los americanos irlandeses, italianos, judíos y negros en apoyar al Partido Demócrata no se derivó de sus etnicidades particulares, aunque los políticos realistas les presentaron sus respetos. Lo que les unió fue el hambre de igualdad y justicia social, y un programa que se creía capaz de promoverlas.

 

El interés común

Esto es lo que muchos en la izquierda han olvidado al zambullirse en las aguas profundas de la política de identidad. Desde 1970 ha habido una tendencia –cada vez mayor– a ver esencialmente a la izquierda como una coalición de grupos e intereses minoritarios: de raza, género, sexuales o con otras preferencias culturales y estilos de vida. Esto es bastante comprensible, pero también peligroso, porque no es lo mismo una mayoría ganadora que una suma de minorías.

En primer lugar: los grupos de identidad se preocupan por sí mismos, son para sí mismos y para nadie más. Una coalición de tales grupos que no se mantenga unida por una serie de objetivos o valores tiene solamente una unidad ad hoc, como estados que se alían temporalmente en una guerra contra un enemigo común. Se separan cuando aquello ya no les une. En cualquier caso, como grupos de identidad no se comprometen con la izquierda como tal, salvo únicamente para conseguir apoyo para alcanzar sus objetivos dondequiera que puedan. Consideramos la emancipación de las mujeres como una causa estrechamente asociada a la izquierda, y sin duda ha sido así desde los comienzos del socialismo, incluso antes de Marx y Engels. Y, sin embargo, históricamente, el movimiento sufragista antes de 1914 era un movimiento de los tres partidos, y su primera diputada militaba en el Partido Conservador.

En segundo lugar, cualquiera que sea su retórica, los movimientos y organizaciones que se inscriben en la política de identidad movilizan sólo a minorías, por lo menos antes de que adquieran poder de coerción y poder legal. El sentimiento nacional es posible que sea universal, pero hasta donde llega mi conocimiento, ningún partido nacionalista separatista ha conseguido hasta ahora, en ningún estado democrático, el voto de la mayoría: aunque en Quebec se acercaron mucho en otoño de 1995, pero incluso entonces sus nacionalistas fueron lo suficientemente cuidadosos como para no pedir en realidad la secesión completa. No digo que no pueda o no vaya a suceder, sólo que la manera más segura de conseguir la independencia nacional por secesión hasta ahora no ha sido pedir a las poblaciones que voten por ella, sino que se ha obtenido por otros medios. Eso, de paso, da dos razones pragmáticas para estar en contra de la política de identidad. Sin fuerza o presión exterior, bajo condiciones normales, sólo es capaz de movilizar a una minoría, incluso dentro de su propio grupo. De aquí que los intentos de formar partidos políticos de mujeres no hayan sido formas muy efectivas de movilizar el voto de las mujeres. La otra razón es que forzar a las personas a que tomen una y sólo una identidad separa a unas de otras. Aísla, por tanto, a estas minorías.

Por consiguiente, incluir en un movimiento general las peticiones específicas de grupos de presión minoritarios, equivale a buscar problemas. Esto es mucho más obvio en los Estados Unidos, donde la reacción en contra de la discriminación positiva en favor de minorías particulares, y contra los excesos del multiculturalismo, es ahora muy poderosa.

Hoy en día tanto la derecha como la izquierda tienen que cargar con la política de identidad. Desgraciadamente, el peligro de desintegrarse en una pura alianza de minorías es extraordinariamente grande para la izquierda, porque el declive de los principales lemas de la Ilustración, que eran esencialmente lemas de la izquierda, le impiden formular propuestas de interés común a través de segmentos sectoriales. El único de los llamados «nuevos movimientos sociales» que cruza todos los segmentos es el de los ecologistas. Pero, desafortunadamente, su interés político es limitado, y es probable que siga siendo así.

No obstante, hay una forma de la política de identidad que es de vasto alcance, puesto que se basa en el interés común, al menos dentro de los confines de un estado único: el nacionalismo ciudadano. Visto desde de una perspectiva global, éste puede considerarse lo contrario a un interés universal, pero visto desde la perspectiva del estado nacional, que es donde muchos de nosotros vivimos todavía, y donde es probable que sigamos viviendo, proporciona una identidad común. En palabras de Benedict Anderson, una comunidad imaginada que no es menos real por ser imaginada. La derecha, y especialmente la derecha en el gobierno, siempre ha reclamado monopolizarla, y trata habitualmente de manipularla. El mismo thatcherismo, excavando en el conservadurismo de la «nación única», la manipuló. E incluso el gobierno de su fantasmal y moribundo sucesor Major tiene la esperanza de eludir la derrota electoral tachando a sus oponentes de antipatrióticos.

¿Por qué entonces ha sido tan difícil para la izquierda, y desde luego lo ha sido para la izquierda en los países de habla inglesa, considerarse a sí misma como representante de toda la nación? (Estoy hablando, por supuesto, de nación como la comunidad de personas de un país, no como una entidad étnica) ¿Por qué le ha resultado tan difícil intentarlo? Después de todo, la izquierda europea comenzó cuando una clase, o una alianza de clases, el Tercer Estado en los Estados Generales franceses de 1789, decidió declararse a sí misma como la nación frente a la minoría de la clase gobernante, creando así el concepto mismo de la nación política. Después de todo, incluso Marx previó tal

transformación en el Manifiesto Comunista, y se puede ir más lejos. Todd Gitlin, uno de los mejores observadores de la izquierda americana, lo ha expuesto de forma impresionante en su nuevo libro, The Twilight of Common Dream: «¿Qué es la izquierda si no es de forma plausible la voz de todo el pueblo?… Sin pueblo, y sólo con personas, no hay izquierda».

 

La voz apagada del Nuevo Laborismo

Ha habido ocasiones en que la izquierda no sólo ha querido ser la nación, sino que ha sido aceptada como representante del interés nacional incluso por aquellos que no profesaban un interés especial por sus aspiraciones: en Estados Unidos, cuando el Partido Demócrata de Roosevelt disponía de la hegemonía política, en Escandinavia desde principios de 1930. De manera más general, al final de la Segunda Guerra Mundial la izquierda, casi en toda Europa, representaba a la nación en el sentido más literal, porque representaba la resistencia a Hitler, y la victoria sobre él y sus aliados. De ahí surge el remarcable matrimonio entre patriotismo y transformación social que dominó la política europea inmediatamente después de 1945. No fue menos en Gran Bretaña, donde 1945 se convirtió en un plebiscito a favor del Partido Laborista como el partido que mejor representaba a la nación frente al conservadurismo de «nación única» liderado por el dirigente de guerra más carismático y victorioso que estaba entonces en escena. Esto marcó el curso de los 35 años siguientes de la historia del país.

Mucho más recientemente, François Mitterrand, un político no comprometido de forma natural con la izquierda, escogió el liderazgo del partido socialista como la mejor plataforma para ejercer el liderazgo de todo el pueblo francés.

Cabe pensar que este podría ser otro de esos momentos en que la izquierda británica es capaz de reclamar la representación de la Gran Bretaña –es decir, de todo el pueblo– frente a un régimen desacreditado, decrépito y desmoralizado. Y sin embargo, ¡qué extrañamente se escuchan las palabras país, Gran Bretaña, nación, patriotismo, e incluso pueblo, en la retórica preelectoral de quienes esperan convertirse en el próximo gobierno del Reino Unido!

Se ha sugerido que esto es así porque, a diferencia de lo que sucedía en 1945 y 1964, «ni el político ni su público tienen más que una modesta confianza en la capacidad del gobierno para hacer algo». Si ese es el motivo por el cual el laborismo habla de la nación con una voz tan apagada, es terriblemente absurdo.

En primer lugar, porque si los ciudadanos piensan realmente que el gobierno no puede hacer gran cosa, ¿por qué se iban a molestar en votar a unos u otros? En segundo lugar, porque el gobierno, es decir, la administración del estado guiada por el interés público, es indispensable y seguirá siéndolo. Incluso los ideólogos de la derecha recalcitrante, que sueñan con reemplazarlo por la soberanía del mercado universal, necesitan del gobierno para establecer su utopía, más bien su distopía. Y en tanto que lo consigan, como en gran parte del mundo ex-socialista, la reacción contra el mercado hace que regresen a la política aquellos que desean que el estado retome su responsabilidad social.

En 1995, cinco años después de abandonar su viejo estado con alegría y entusiasmo, dos tercios de los alemanes del este creen que la vida y condiciones en la antigua RDA eran mejores de lo que los «informes y descripciones negativas» presentan aún hoy en los medios de comunicación alemanes, y el 70 % piensa que «la idea del socialismo era buena, pero teníamos políticos incompetentes». Y, de forma irrefutable, porque en los últimos diecisiete años hemos vivido bajo gobiernos que creían que el gobierno tenía un poder enorme, y han utilizado ese poder para cambiar a peor el país de un modo decisivo, quienes en sus últimos días han seguido intentándolo quieren hacernos

pensar que lo que un gobierno ha hecho es irreversible para el que le suceda. El estado no desaparecerá. Utilizarlo es tarea del gobierno.

El gobierno no consiste sólo en ser elegido y luego ser reelegido. Este es un proceso que, en la política democrática, implica enormes cantidades de mentiras. Las elecciones se convierten en concursos de perjuros. Desafortunadamente, a los políticos, que tienen un horizonte temporal tan corto como los periodistas, les resulta difícil ver la política como algo distinto a una permanente campaña electoral. Sin embargo, hay algo más allá. Existe lo que un gobierno hace y lo que debe hacer. Existe el futuro del país. Existen las esperanzas y miedos de las personas entendidas como un todo ­–no sólo la comunidad, que es una escapatoria ideológica, o la suma de los que ingresan y gastan

(los contribuyentes, en jerga política), sino el pueblo británico, ese colectivo que estaría dispuesto a corear la victoria de cualquier equipo británico en la Copa del Mundo si no hubiera perdido la esperanza de que aún siga existiendo tal cosa. Porque no es un síntoma menor de la decadencia de Gran Bretaña, además del de la decadencia de la ciencia, la decadencia de los equipos deportivos británicos.

Esa fue la fuerza de la señora Thatcher, reconocer esa dimensión de la política. Se vio liderando un pueblo «que pensaba que ya no éramos capaces de hacer las grandes cosas que antes hacíamos» –cito sus palabras– «…aquellos que creían que nuestra decadencia era irreversible, que no podríamos volver a ser nunca lo que fuimos». Ella no era como otros políticos, en cuanto que reconoció la necesidad de ofrecer esperanza y acción a un pueblo perplejo y desmoralizado. Una falsa esperanza, quizás, y desde luego una clase de acción equivocada, pero la suficiente para permitirle barrer a la oposición tanto dentro de su partido como fuera de él, cambiar el país y destrozar gran parte de él. El fracaso de su proyecto es ahora manifiesto. Nuestra decadencia como nación no se ha detenido. Como pueblo estamos más preocupados, más desmoralizados que en 1979, y lo sabemos.

Los que pueden formar el gobierno postconservador están demasiado asustados y desmoralizados por el fracaso y la

derrota, como para ofrecer cualquier otra cosa excepto la promesa de no subir los impuestos. Es posible que ganemos las próximas elecciones generales, y yo espero que lo hagamos, aunque los conservadores no basen la campaña electoral principalmente en los impuestos, sino en el unionismo británico, el nacionalismo inglés, la xenofobia y en la bandera del Reino Unido, y al hacerlo nos tomen por sorpresa. ¿Creerán realmente aquellos que nos han elegido que supondremos alguna diferencia? ¿Y qué haremos si simplemente nos eligen, encogiéndose de hombros cuando lo hagan? Habremos creado el Nuevo Partido Laborista.

¿Haremos el mismo esfuerzo por restablecer y transformar Gran Bretaña? Aún hay tiempo para contestar estas preguntas.

 

Traducción de Ana Algarra

Publicado en El Viejo Topo 107, mayo de 1997.

 

 

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