Investiduras

Investiduras
Desde el 26 de junio estoy que no duermo. Las razones son varias: cae un sol de injusticia (nunca he entendido por qué lo llaman al revés); los turistas siguen llegando en oleadas como si de tormentas de arena se tratase (se ve que las agencias turísticas son más poderosas que los organizadores de atentados, aunque para mí resultan casi igual de terroristas); y en la finca a la que pertenece el Jardín de las Hespérides (que ahora, en una lamentable concesión a esos materialistas que son – o eran – los púnicos, llaman España) no se aclaran sobre cómo formar gobierno.

La verdad es que no hay mucho motivo para dramatizar: parece que se puede vivir perfectamente con un gobierno “en funciones”: este último no puede tomar grandes decisiones (que en los últimos tiempos, por lo general, solían equivaler a grandes agresiones); la prensa tiene algo más de que hablar además de fútbol y de explicar lo mal que van las cosas en Venezuela y en Rusia; los compradores de políticos no se deciden a pujar demasiado a la espera de que se sepa quién va a gobernar finalmente; etc.

Pero, aun así, las conversaciones de algunos turistas españoles me han contagiado de la “fiebre de las investiduras”. No es la primera vez que se habla acaloradamente del tema: en la Edad Media era algo que solía provocar bofetadas y excomuniones, respectivamente, entre emperadores y papas, a propósito de quién tenía más autoridad para “investir” obispos y conceder o denegar ciertas prebendas. Ahora, venturosamente superadas ¾o casi¾ las concepciones políticas teocráticas y olvidados los rifirrafes entre güelfos y gibelinos, los hispanos se debaten sobre quién debe ser investido como presidente del gobierno.

Dado que, contra pronóstico (pero a favor de un conservadurismo cazurro tremendamente arraigado), ha vuelto a ganar, aunque no por mayoría absoluta, el partido que más miembros tiene incursos en procesos judiciales por corrupción ¾enfermedad muy “púnica”, por cierto¾, resulta que, siendo dicho partido el que más credenciales posee para formar gobierno pero, a la vez, aquel con quien nadie quiere llegar a un acuerdo al respecto, supuestamente para no contaminarse con la podredumbre política que de él se desprende, los pobres celtíberos se ven atrapados en un círculo vicioso del que no saben cómo salir.

Dejando al margen los ostensibles déficit de cultura política en un país que a duras penas ha gozado de períodos de democracia medianamente digna de tal nombre, parece que una gran parte de culpa del atolladero actual la tiene un sistema electoral que reparte de manera extremadamente desigual el poder que da a los ciudadanos el ejercicio del voto, favoreciendo claramente a algunos de los territorios con población socialmente más conservadora.

No es que una servidora, a estas alturas del año y con este sol implacable, capaz de derretir las meninges a cualquiera, tenga las ideas muy claras. Pero se me ocurre que hay una solución que se impone con toda evidencia a partir de los propios datos del problema: puesto que en lo que todo el mundo parece estar de acuerdo es en que no se puede apoyar a un partido tan tóxico como el que ha obtenido la mayoría relativa, ¿no sería lógico llegar entre todos los demás partidos a un acuerdo de investidura sobre un programa mínimo de regeneración democrática que permitiera constituir un gobierno de legislatura corta dedicado primordialmente a hacer las reformas mínimas que el país necesita para invertir o, al menos, frenar las tendencias socialmente regresivas imperantes hasta la fecha? Dentro de ese mínimo debería figurar, de entrada, una reforma de la ley electoral que haga más representativo el parlamento aumentando la proporcionalidad, a la vez que facilite la formación de gobiernos primando las mayorías, aunque no sean absolutas. Debería impulsar con energía la renegociación con Bruselas de los plazos de reducción del déficit ¾mientras se buscan aliados europeos para cambiar esa nefasta política deflacionaria¾ a fin de permitir una recuperación de la inversión pública en servicios fundamentales. Debería igualmente invertir la tendencia a la degradación de las rentas salariales, tanto por razones de justicia como de racionalidad económica, a fin de favorecer el consumo y la actividad económica general. Cumplidos esos objetivos, podrían convocarse unas elecciones anticipadas que, con el nuevo sistema electoral, reflejaran mejor eso que Rousseau llamaba la “voluntad general”.

Pero quizá todo esto no es más que el febril ”sueño de una noche de verano”, propiciado por los cambios de temperatura a que se ve sometida mi pétrea tiesta por el clima del desierto…

Ilustración: coronación de Carlomagno como emperador por el Papa León III en el año 800 d. C.

 

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