1
La primera cosa que salta a la vista en el transcurso del encuentro con los representantes del Partido Comunista de China y con los dirigentes de las fabricas, de las escuelas y de los barrios visitados, es el acento autocrítico, digamos la pasión autocrítica de que dan pruebas nuestros interlocutores. En este punto es evidente la ruptura con la tradición del socialismo real. Los comunistas chinos no dejan de señalar que el camino a recorrer es largo, y numerosos y gigantescos son los problemas a resolver y los desafíos a enfrentar, y que, a pesar de todo, su país continua siendo parte integrante del Tercer Mundo.
En verdad, en el transcurso de nuestro viaje, no encontramos ese Tercer Mundo. Por lo menos en Pekín, que fascina con su aeropuerto ultramoderno y reluciente, y aún menos en Qingdao, donde se realizaron las regatas de los Juegos Olímpicos de 2008 y que recuerda una ciudad occidental de una belleza y elegancia especiales y con un nivel de vida elevado.
Tampoco encontramos el Tercer Mundo cuando nos apartamos 1.500 kilómetros de las regiones orientales y costeras, las más desarrolladas, y aterrizamos en Chongqing, la enorme megalópolis que tiene un total de 32 millones de habitantes y que, hasta hace algunos años, parecía tener dificultades para acompañar el milagro económico. No tenemos dudas de que el Tercer Mundo aún existe en el inmenso país asiático, pero el encuentro frustrado con él fue consecuencia no de la voluntad de esconder los puntos débiles de la China moderna, sino del hecho de que el impetuoso crecimiento en curso desde hace ya más de treinta años está reduciendo, disminuyendo y fraccionando a un ritmo acelerado el área de subdesarrollo, que se convierte en una lejanía cada vez más remota.
En Occidente no faltarán, a este respecto, los que van a hacer muecas: desarrollo, crecimiento, industrialización, urbanización, milagro económico de una amplitud y duración sin precedentes en la historia, ¡qué vulgaridad! Este esnobismo de gran señor parece considerar insignificante el hecho de que millones de personas hayan escapado a un destino que los con denaba a la desnutrición, al hambre y a la muerte por inanición. Y los que encuentran que el desarrollo de las fuerzas productivas es apenas una cuestión de bienestar económico y de consumismo deberían releer (o leer) las páginas del Manifiesto comunista que ponen en evidencia el idiotismo de una vida rural circunscrita a la miseria, incluyendo la cultural, de las fronteras limitadas e impenetrables.
Cuando visitamos hoy las maravillas de la Ciudad imperial en Pekín y, a algunos kilómetros de distancia, la Gran Muralla, topamos con un fenómeno que no existía en el lejano 1973, ni siquiera en el año 2000, o sea, en mis dos viajes anteriores a China. Hoy en día salta a la vista la presencia masiva de visitantes chinos: son turistas con características especiales: llegan frecuentemente de un cantón remoto del enorme país; probablemente es la primera vez que visitan la capital; en el plano cultural comienzan a apropiarse, de cierta forma, de la noción de la civilización muy antigua de la que hacen parte; dejan de ser simples campesinos ligados como en una prisión a la parcela de tierra que cultivan y se convierten en verdaderos ciudadanos de un país cada vez más abierto al mundo.
Mucho después del horario previsto para la visita de los monumentos y museos, en la Plaza de Tiananmen continúa el hormigueo de personas: son muchos los que esperan y observan con orgullo el izar la bandera de la República Popular China. No, no se trata de chauvinismo: los chinos gustan de ser fotografiados con visitantes extranjeros (yo también fui objeto y acepté con placer peticiones de este género); y como si invitasen al resto del mundo a festejar con ellos el regreso de una civilización muy antigua, oprimida y humillada durante mucho tiempo por el imperialismo. No hay la menor duda, el prodigioso desarrollo de las fuerzas productivas no se limitó a arrancar de la miseria y de las privaciones a centenares de millones de hombres y mujeres; les aseguró una dignidad in dividual y nacional, les permitió ampliar considerablemente su horizonte abriéndolo frente al enorme país del que forman parte y, más aún, frente al mundo entero.
2
¿Pero el desarrollo de las fuerzas productivas no es sinónimo de degradación y destrucción de la naturaleza? Estamos aquí en presencia de una preocupación, e inclusive de una certeza evidenciada a modo de grito por la izquierda occidental. Vemos en esto aflorar una extraña visión de la naturaleza, que es considerada enferma si las plantas se marchitan y se secan pero que, según parece, es considerada como perfectamente sana si los que enflaquecen y mueren en masa son hombres y mujeres. Hay un cierto ecologismo que acaba por excavar más profundamente el abismo que, en tanto, pretende querer criticar, entre el mundo humano y el mundo natural.
Pero, en cualquier caso, concentrémonos en la naturaleza en su sentido estricto. Hace algún tiempo un historiador bastante conocido (Niall Ferguson) escribió un artículo, publicado en Corriere della Sera, que en el título denunciaba “la guerra de China a la naturaleza”. En realidad, ya en el largo trayecto que, siguiendo el recorrido que va del aeropuerto de Pekín a la Gran Muralla, y del largo tramo que, siguiendo otro camino, conduce al aeropuerto desde el centro de la ciudad, advertimos una cantidad impresionante de árboles obviamente recién plantados, en el marco de un proyecto muy ambicioso de reforestación y de ampliación de la superficie forestal en que todo el país participa. Unos días antes del fin de nuestro viaje tuvimos la posibilidad de visitar un área ecológica de 10 kilómetros cuadrados, situada en los alrededores de Weifang, una ciudad del nordeste en rápida expansión, dedicada al desarrollo de alta tecnología pero que simultáneamente quiere distinguirse por su calidad de vida. El área ecológica, cuyo acceso es libre y gratuito para toda la gente, y que solo puede ser visitada a pie, o en un autobús descubierto movido por electricidad, fue liberada recuperando un territorio hasta entonces muy degradado y que actualmente resplandece con una belleza encantadora y llena de serenidad.
El desarrollo industrial y económico no está en contradicción con la tutela del medio ambiente. Claro que el equilibrio entre estas dos exigencias es extremadamente difícil en un país como China, que tiene que alimentar a un quinto de la población mundial teniendo a su disposición apenas un séptimo de la superficie cultivable; y en este marco es donde deben ser situados los errores llevados a cabo y los grandes perjuicios ocasionados al ambiente en los años en que la prioridad absoluta era el arranque económico necesario para poner fin a la desnutrición y miseria de las masas. Pero esta fase fue felizmente rebasada; actualmente es posible promover un ecologismo que, además de garantizar la vida de los árboles y las flores, también sepa garantizar la vida y la salud de los hombres y de las mujeres.
3
Ya hable de la pasión autocritica que parece caracterizar a los comunistas chinos. Son ellos quienes insisten en el carácter intolerable, en especial, del abismo creciente entre ciudades y el campo, entre zonas litorales por un lado y el centro y el oeste del país por otro. ¿Esos fenómenos no son la demostración de la desviación capitalista de China? Es una tesis que está ampliamente difundida en la izquierda occidental y que parece encontrar eco entre algunos miembros de nuestra delegación multipartidaria. En el debate franco y vivo que se desarrolla, intervengo con una puntualización, por así decir “filosófica”. Podemos proceder a dos comparaciones bastante diferentes una de la otra. Podemos establecer un parangón entre el “socialismo de mercado” y el socialismo que llamamos de nuestros “deseos”, un socialismo en cierta forma maduro, y por tanto poner en evidencia los límites, las contradicciones, las desarmonías, las desigualdades que caracterizan al primero; son los propios comunistas chinos los que insisten en el hecho de que el país que dirigen está apenas en la “fase primaria del socialismo”, fase destinada a durar hasta la mitad del siglo, confirmando la gran duración y complejidad del proceso de transición necesario para llegar a la edificación de una sociedad nueva. Pero eso no hace lícito confundir el “socialismo de mercado” con el capitalismo. Como ilustración de la diferencia radical que subsiste entre los dos podemos intentar recurrir a una metáfora. En China estamos en presencia de dos trenes que se separan de la estación llamada “subdesarrollo” para avanzar en dirección a la estación “desarrollo”. Si uno de esos trenes es muy rápido, el otro es de velocidad más reducida; por causa de eso, la distancia entre los dos aumenta progresivamente, pero no podemos olvidar que los dos avanzan en la misma dirección; es también necesario recordar que no faltan los esfuerzos para acelerar la velocidad del tren relativamente menos rápido y que, de cualquier modo, dado el proceso de urbanización, los pasajeros del tren más rápido son cada vez más numerosos. En el ámbito del capitalismo, por el contrario, los dos trenes en cuestión avanzan en direcciones opuestas. La última crisis ha puesto a la vista de todos un proceso en acción desde hace varias décadas: el aumento de la miseria de las masas populares y el desmantelamiento del Estado social van a la par de la concentración de la riqueza en manos de una restringida oligarquía parasitaria.
4
Y, en tanto, entre los comunistas chinos crece la intolerancia en lo que se refiere a la separación entre las zonas litorales y las áreas del centro-oeste, entre las ciudades y el campo y en el seno de la propia ciudad. Es una actitud observada con sorpresa y agrado por toda nuestra delegación de Europa occidental.
Esta intolerancia se exhibe de forma aguda en Chongqing, la metrópoli situada a 1.500 kilómetros de distancia de la costa. La consigna (¡Vamos para el Oeste!), que llama a extender al centro y al oeste del enorme país los prodigiosos desarrollos del Este, fue lanzada hace ya diez años. Los primeros resultados son visibles: por ejemplo, el Tíbet y Mongolia interior exhiben en los últimos años una tasa de crecimiento superior a la media nacional. No es el caso de Xinjiang donde, en 2009 (el año de la crisis), en relación a la media nacional del 8,7%, el PIB “sólo” aumentó el 8,1%. Y fue en Xinjiang precisamente, que se derramó, durante las últimas semanas y meses, una nueva ola de financiamientos y de incentivos. Pero ahora, además de las regiones habitadas por minorías nacionales, a las que el gobierno central dedica evidentemente una atención especial, se trata de aplicar a nivel general una aceleración decisiva y un significado nuevo y más radical a la política de ¡Vamos para el oeste!
Transformada en un municipio autónomo bajo la dependencia directa del gobierno central (en esta misma situación están Pekín, Shanghái y Tianjin) y pudiendo así beneficiarse de incentivos y de apoyos de todo tipo, Chongqing aspira a volverse la nueva Shanghái, es decir, aspira no sólo a rebasar el atraso sino a alcanzar el nivel de la China más avanzada, y constituirse en un punto de referencia también en el plano mundial. La megalópolis situada en el interior del gran país asiático aparece frente a nuestros ojos como un enorme astillero: la actividad para potenciar las infraestructuras se desarrolla plenamente, tal como la construcción de fábricas, de oficinas, de alojamientos civiles; las filas de árboles recién plantadas y cuidadosamente tratadas salta a la vista, tal como los campos verdes que franquean y a veces también separan calles y avenidas. Sí, porque más allá del milagro económico, Chongqing persigue un objetivo aún más ambicioso: pretende presentarse ante toda la nación como un “nuevo modelo” de desarrollo, regulando mejor y de modo más “armonioso” las relaciones en el interior de la ciudad, entre la ciudad y el campo y entre el hombre y la naturaleza. En aquello que vendrá a ser la nueva Shanghái, la referencia a Mao Tsetung es permanente, y no solo se trata de un homenaje necesario al gran protagonista de la lucha de liberación nacional del pueblo chino, al padre de la patria que, y no es por casualidad está en la Plaza de Tiananmen y en los billetes de banco; se trata de que en serio han retomado el “pensamiento de Mao Tsetung”, inscrito en el Estatuto del Partido Comunista de China. En Chongqing tenemos la nítida impresión de que comienzan los debates y, presumiblemente, la lucha política para la preparación del Congreso previsto a efectuarse en dos años.
Conviene en este momento, librarnos de un equívoco posible: no está en discusión la política de reforma y de apertura definida hace más de treinta años en la Tercera Sesión Plenaria del XI Comité Central (18-22 de Diciembre de 1978); en el estatuto del PCCh está inscrita también la “teoría de Deng Xiaoping” y la “importante idea de las tres representaciones”, a pesar de que la categoría de “pensamiento” tiene una importancia mayor que la categoría de “teoría” (que hace referencia a una coyuntura, a pesar de ser una coyuntura de largo plazo) y a que la categoría de “idea” (la cual, por más importante que sea, designa una contribución sobre un aspecto determinado).
Pero, por encima de todo, nadie quiere volver a la situación en que en China no había “igualdad” sino en el sentido en que los dos trenes de la metáfora que utilicé varias veces estaban ambos parados en la estación “Subdesarrollo” o se separaban de ella lentamente. No, de ahora en adelante se puede considerar como definitiva mente adquirida la conciencia de que el socialismo no es la distribución por igual de la miseria. Tanto más que una “igualdad” de esas es totalmente ilusoria y puede igualmente funcionar al contrario.
Cuando la miseria alcanza un cierto nivel, puede contener el riesgo de muerte por inanición. En ese caso, por más modesto y reducido que sea el pedazo de pan que garantice la supervivencia a los más afortunados, se consagra para siempre una desigualdad absoluta, la desigualdad absoluta que se mantiene entre la vida y la muerte. Fue, antes de la introducción de la política de reforma y de apertura, lo que se constató en los años más trágicos de la República Popular China; consecuencia además ya sea de la herencia catastrófica derivada del
pillaje y de la opresión imperialista, ya sea del cruel embargo impuesto por Occidente, o ya sea de los graves errores practicados por la nueva dirección política. Se mantiene firme la centralidad de las competencias para el desarrollo de las fuerzas productivas, pero esa centralidad puede ser interpretada de modos sensiblemente diferentes…
5
La persona que fue llamada para dirigir Chongqing es Bo Xilai, el brillante ex-ministro de comercio exterior. Es una circunstancia que nos permite reflexionar sobre el proceso de formación del grupo dirigente en China. Un representante del gobierno central que, en el desarrollo de su función, se distinguió y adquirió un prestigio, también a nivel internacional, es enviado a la provincia para afrontar una tarea de naturaleza diferente y de proporciones gigantescas. Combatiendo la corrupción de modo capilar y radical y proponiendo en la teoría y en la práctica real del gobierno un “modelo nuevo”, destinado a quemar etapas en la liquidación de las desigualdades, que se volvieron intolerables, y en la realización de una “sociedad armoniosa”, Bo Xilai suscitó un debate nacional; es fácil prever su presencia en una posición eminente en el grupo dirigente que saldrá del XVIII Congreso del PCCh, a pesar de que sería un error dar por descontado el resultado del debate (y de la lucha política) en curso. Por tanto: al concluir un periodo de incertidumbres, de conflictos y de violencias, a la
primera generación de revolucionarios que tenía como centro a Mao Tsetung la sucedió la segunda generación de revolucionarios con Deng Xiaoping en el centro. Seguirán después las tercera y cuarta generaciones de revolucionarios teniendo en su centro, respectivamente, a Jiag Zemin y Hu Jintao. Del próximo Congreso del Partido y del Estado saldrá la quinta generación de revolucionarios. Es una perspectiva abierta en su tiempo por Deng Xiaoping que confirmo así su clarividencia y su lucidez en la construcción del Partido y del Estado; la personalización del poder y el culto a la personalidad fueron rebasados; se puso fin a la ocupación vitalicia de los cargos políticos; se afirmó un proceso de formación y de selección del grupo dirigente que, hasta ahora, ha dado excelentes resultados.
6
¿Pero hasta donde podemos considerar como socialista el “socialismo de mercado” teorizado y practicado por el Partido Comunista de China? En la heterogénea delegación que viene de Occidente no faltan las dudas, las perplejidades, las críticas abiertas. Se desarrolla un debate, abierto y encendido, más de una vez inducido por nuestros interlocutores y anfitriones. No hay duda de que, con la consolidación de la política de reforma y apertura, el área de la economía estatal se redujo y el área de la economía privada creció. ¿Estaremos en presencia de un proceso de restauración del capitalismo? Los comunistas chinos hacen notar que el papel central y dirigente del Estado (y del Partido Comunista) se mantiene firme. ¿Cuál es?
El panorama económico y social de la China de hoy se caracteriza por la presencia simultánea de las formas más diversas de propiedad: propiedad del Estado; propiedad pública (en este caso el propietario no es el Estado central sino, por ejemplo, un municipio); sociedades por acciones en el marco de las cuales la propiedad del Estado o la propiedad pública tienen la mayoría absoluta, o en su caso una mayoría relativa, o un porcentaje significativo del paquete de acciones; propiedad cooperativa; propiedad privada. En estas condiciones se hace muy difícil calcular con rigor el porcentaje de las economías estatal y pública. Cuando regresé a casa, encontré un número especialmente interesante del International Herald Tribune; leo en él un cálculo efectuado por un profesor de la prestigiosa Universidad de Yale, precisamente Chen Zhiwu (un norteamericano, por tanto de origen chino, que está tal vez en una posición privilegiada para orientarse en la lectura de la economía del gran país asiático) indicando que “el estado controla tres cuartas partes de la riqueza de China” (7 de Julio del 2010, pág. 18). Es preciso sumar a esto un dato generalmente olvidado: en China la propiedad del suelo está enteramente en manos del Estado; los campesinos gozan de un usufructo sobre él, que también pueden vender, pero no su propiedad. En lo que se refiere a la industria, otros cálculos atribuyen un peso más reducido al Estado. En todo caso, los que imaginan un proceso gradual e irreversible de retirada del Estado de la economía están completamente engañados. En el Newsweek del 12 de Julio, un artículo de Isaac Stone Fish llama la atención sobre las “empresas propiedad del Estado que dominan de modo creciente la economía china”. En todo caso –reafirma el semanario norteamericano– en el desarrollo del oeste (que a partir de ahora se diseña con toda amplitud y profundidad), el papel de la empresa privada será más reducido del que desempeñó en su tiempo en el desarrollo del este.
Los camaradas chinos nos hacen notar que, al introducir fuertes elementos de competencia, el área económica privada contribuyó en último análisis al refuerzo del área del Estado y pública, que fue así obligada a desembarazarse del burocratismo, de la falta de empuje, de la ineficiencia, del clientelismo. En efecto, gracias a las reformas de Deng Xiaoping, las empresas estatales o controladas por el Estado gozan actualmente de una solidez y de una competitividad sin precedentes en la historia del socialismo. Es un punto que puede ser aclarado a partir de un número de The Economist (10-16 de Julio 2010) que compro y hojeo en el confortable aeropuerto de Pekín, en tanto espero el vuelo de regreso; el artículo de fondo señala que cuatro de los diez bancos mundiales más importantes son actualmente chinos. Esos bancos, contrariamente a los bancos
occidentales, gozan de excelente salud, “ganan dinero”, pero “el Estado mantiene la mayoría de las acciones y el Partido Comunista nombra a sus más altos dirigentes, cuya retribución es una fracción de la de sus homólogos occidentales”.
Además de ello, esos dirigentes ”tienen que responder a una autoridad superior a la de la bolsa”, o sea, a las autoridades de un Estado dirigido por el Partido Comunista. El prestigioso semanario financiero inglés no alcanza a comprender estas inauditas novedades; tiene esperanza y apuesta a que las cosas van a cambiar. Hoy hay un hecho que aparece a la vista de todo el mundo: economía estatal y pública no es sinónimo de ineficacia, como pretenden los paladines del neoliberalismo, y los bancos no tienen que pagar a sus dirigentes como a nababs para que sean competitivos en el mercado interno e internacional.
7
Es probable que el área económica privada satisfaga ulteriores exigencias. Primero que todo, hace más fácil la introducción de la tecnología más avanzada de los países capitalistas: no olvidemos que en ese punto los EEUU procuran aún imponer un embargo contra China. Pero hay otro punto, del que me doy cuenta cuando visitamos el muy avanzado parque industrial de Weifang. En ciertos casos son los chinos de ultramar quienes fundaron las empresas privadas: estudiaron en el extranjero (sobre todo en los EEUU), obteniendo excelentes resultados y acumulando en ocasiones algún capital. Regresan ahora a la patria con una decisión que suscita consternación en los países en los que se habían establecido. ¿Cómo es posible que intelectuales de primer nivel abandonen la “democracia” para regresar a la “dictadura”? Pero además del llamamiento patriótico que los invita a participar en el esfuerzo colectivo de todo un pueblo para que China alcance los niveles más avanzados de desarrollo, de tecnología y de civilización, estos chinos de ultramar son también atraídos por la perspectiva de hacer valer sus talentos y su experiencia tanto en las Universidades como en las empresas privadas de alta tecnología que fundan. En otros términos, estamos frente a la continuación política del frente unido teorizado y practicado por Mao no sólo en el transcurso de la lucha revolucionaria sino también durante varios años después de la fundación de la República Popular de China.
Pero entremos finalmente en esas fábricas de propiedad privada. Con o sin chinos de ultramar, nos reservan grandes sorpresas. Los que salen a nuestro encuentro son en primer lugar miembros del Comité del Partido, cuyas fotografías están destacadas en los diversos servicios. En las conversaciones aparecen casi casualmente los condicionamientos que pesan sobre la propiedad. Esta se ve obligada o presionada a reinvertir una parte considerable de las ganancias (a veces hasta el 40%) en el desarrollo tecnológico de la empresa; otra parte de las ganancias, cuyo porcentaje es difícil de calcular, es utilizada para inversiones de carácter social (por ejemplo, la construcción de escuelas profesionales que son entregadas al Estado o al municipio, o en su caso al auxilio de las víctimas de una catástrofe natural). Si recordamos que estas empresas dependen fuertemente del crédito concedido por un sistema bancario controlado por el Estado y si pensamos también en la presencia en el interior de esas empresas del Partido y del sindicato, se impone una conclusión: en esas empresas privadas el poder de la propiedad privada está equilibrado y limitado por una especie de contrapoder.
¿Pero cuál es el papel desempeñado por el Partido y por el sindicato? Las respuestas que recibimos no satisfacen a todos los miembros de la delegación. Ciertamente, haciendo eco nuevamente a una tendencia bastante divulgada en la izquierda occidental, concentran su atención exclusivamente en el nivel de los salarios. Nuestros interlocutores chinos, por el contrario, nos explican que, además de la mejoría de las condiciones de vida y de trabajo de los obreros, se preocupan por la contribución que las empresas puedan dar para el desarrollo de la economía y de la tecnología de toda la nación. De este intercambio de ideas vemos nuevamente surgir la oposición entre dos figuras en las que Lenin insiste en el ¿Qué hacer? El exponente de la izquierda occidental, que llama a los obreros chinos a rechazar todos los compromisos con el poder del Estado en su lucha por salarios más elevados, cree ser radical, incluso revolucionario. En realidad se coloca en la estela del reformista o, peor aún, del “secretario” corporativista “de un sindicato cualquiera” que Lenin censura por perder de vista la lucha de emancipación en sus diversos aspectos nacionales e internacionales, volviéndose así, en ocasiones, punto de apoyo de “una nación que explota a todo el mundo” (en aquella época Inglaterra). El revolucionario “tribuno popular” se conduce de una forma muy diferente. Claro que, en relación con 1902 (año de la publicación del ¿Qué hacer?), la situación ha cambiado radicalmente. En China el “tribuno popular” puede contar con el apoyo del poder político; lo que no quiere decir que para ser revolucionarios, él, aprovechando las enseñanzas de Lenin, no deba saber encarar el conjunto de las relaciones políticas y sociales a nivel nacional y a nivel internacional. Se impone un aumento consistente de los salarios que está ya previsto, favorecido o promovido por el propio poder central (como es reconocido por la propia gran prensa internacional) y este aumento además de mejorar las condiciones de vida y de trabajo de los obreros, intenta
acrecentar el contenido tecnológico de los productos industriales y consolidar así la economía china en su conjunto, haciéndola menos dependiente de las exportaciones.
Las (justas) reivindicaciones salariales inmediatas no pueden comprometer la realización del objetivo estratégico de refuerzo de un país que, con su crecimiento económico, frena cada vez más los planes del imperialismo o de su “hegemonía”, como nuestros interlocutores chinos prefieren decir de modo más diplomático.
8
Finalmente, última pieza de escándalo: en homenaje a “la importante idea de las tres representaciones”, hasta los empresarios son aceptados en las filas del Partido Comunista de China. Y de nuevo surgen las preocupaciones y las angustias de algunos miembros de la delegación europea: ¿estaremos asistiendo al aburguesamiento del Partido que debe garantizar el sentido de la marcha socialista de la economía de mercado? Para comenzar los interlocutores chinos hacen notar que el número de empresarios aceptados en las filas del
Partido (después de un riguroso proceso de verificación y selección) es insignificante en comparación con una masa de militantes que casi alcanza los 80 millones; en otras palabras, se trata de una presencia simbólica. Pero esta explicación no es suficiente. Vemos que algunos de esos empresarios desempeñan un papel nacional: en ciertos sectores de la economía han suprimido o reducido la dependencia tecnológica de China del extranjero; en ocasiones, no solo en el plano objetivo sino más de modo consciente algunos de ellos se colocaron en la primera fila en la lucha librada por el Partido Comunista desde 1949: la lucha para derrotar el imperialismo pasando de la conquista de la independencia en el plano político a la conquista de la independencia también en el terreno económico y tecnológico. En un mundo que se caracteriza cada vez más por la knowledge economy, o sea por una economía basada en el conocimiento, puede acontecer que el héroe del trabajo stajanovista de la URSS de Stalin asuma el aspecto totalmente nuevo de un técnico súper-especializado que, lanzando una empresa de alto valor tecnológico, aporte una contribución importante para la defensa y para el refuerzo de la patria socialista.
Podemos hacer una última consideración. En la onda del “socialismo de mercado” se constituyó un nuevo estrato burgués en rápida expansión. La cooptación de algunos de sus miembros en el marco del Partido Comunista significa una decapitación política de este nuevo estrato, del mismo modo que en la sociedad burguesa la cooptación por parte de la clase dominante de algunas personalidades de extracción obrera o popular estimula la decapitación política de las clases subalternas.
9
Llego al momento de sacar conclusiones. En mi inglés claudicante, las expongo en ocasión de algunos banquetes y, sobre todo, de la cena que precede al viaje de regreso y que se desarrolla en presencia entre otros de Huang Huaguang, director general del gabinete para Europa occidental del Departamento Internacional del Comité Central del PCCh. Todos los participantes en el viaje son invitados a expresarse con gran franqueza. En mis intervenciones intento dialogar también con los otros miembros de la delegación de Europa occidental, pero sobre todo con ellos.
Cuando declaran encontrarse apenas en el estadio primario del socialismo y prevén que esa fase va a durar hasta la mitad del siglo XXI, los comunistas chinos reconocen indirectamente el peso que las relaciones capitalistas continúan ejerciendo en su país, inmenso y tan variado. Por otro lado, el monopolio del poder político en las manos del Partido Comunista (y los otros ocho partidos menores que reconocen su dirección) está a la vista de todo el mundo. A un observador atento tampoco debe escapársele el hecho de que, situadas como están en una posición de subalternidad en el plano económico, político y social, las propias empresas privadas, más que llevadas por la lógica de la máxima ganancia, son estimuladas, empujadas y presionadas a respetar una lógica diferente y superior: la del desarrollo cada vez más generalizado y cada vez capilarmente difundido tanto de la economía como de la tecnología nacional. En último análisis, a través de una serie de mediaciones, igualmente esas empresas privadas están sujetas y subordinadas al “socialismo de mercado”. Y por tanto esos sermones moralistas que una cierta izquierda occidental no se cansa de soltarle al Partido Comunista de China son, por un lado, redundantes y superfluos y, por otro, infundados e inconsistentes.
Evidentemente, es siempre legítimo formular dudas y críticas sobre el “socialismo de mercado”. Pero por lo menos en un punto considero que debería serle posible a la izquierda llegar a un consenso. La política de reforma y de apertura introducida por Deng Xiaoping no significó de forma alguna la homologación de China al Occidente capitalista como si el mundo entero pasase a ser caracterizado por un mapa en calma. En realidad, a partir precisamente de 1979 se desarrolló una lucha que escapó a los observadores más superficiales pero cuya importancia se manifiesta con una evidencia cada vez mayor. Los EEUU y sus aliados esperaban reafirmar una división internacional del trabajo sobre esta base: China se tenía que limitar a la producción, a bajo precio, de mercancías desprovistas de contenido tecnológico real. En otras palabras, estaban a la espera de conservar y acentuar el monopolio occidental de la tecnología; en ese plano, China, como todo el Tercer Mundo, debería continuar sufriendo una relación de dependencia respecto a la metrópoli capitalista. Se comprende bien que los comunistas chinos hayan interpretado y asumido la lucha para hacer fracasar ese proyecto neo-colonialista como la continuación de la lucha de liberación nacional; no hay una verdadera independencia política sin una verdadera independencia económica; ¡por lo menos los que se reclaman marxistas deberían estar de acuerdo con esta verdad! Gracias al mantenimiento encubierto del monopolio de la tecnología, los EEUU y sus aliados pretendían continuar dictando las leyes de las relaciones internacionales. Con su extraordinario desarrollo económico y tecnológico, China ha abierto las puertas a una democratización de las relaciones internacionales. Los comunistas y también todos los verdaderos demócratas deberían congratularse con ese resultado. Actualmente hay mejores condiciones para la emancipación política y económica del Tercer Mundo.
En este punto conviene desembarazarnos de un equívoco que hace difícil la comunicación entre el PCCh y la izquierda occidental en conjunto. Igualmente en medio de las oscilaciones y contradicciones de todo tipo, desde su fundación la República Popular de China se empeñó en luchar no contra una, sino contra dos desigualdades, una de carácter interno y la otra de carácter internacional. En su argumentación de la necesidad de la política de reforma y apertura que planteaba Deng Xiaoping, en una conversación el 10 de Octubre de 1978, llamaba la atención hacia el hecho de que el “foso” tecnológico estaba en vías de ampliarse en comparación con los países más avanzados. Estos se desenvolvían “a una velocidad tremenda”, en tanto que China corría el riesgo de quedar cada vez más rezagada (Selected Works, vol. 3, pág. 143). Pero si fallara en llegar a la cita con la nueva revolución tecnológica, se encontraría en una situación de debilidad semejante a la que estaba entregada, indefensa, en las guerras del opio y la agresión del imperialismo. Si fallase en esa cita, además del daño a sí misma, China provocaría un importante perjuicio a la causa de la emancipación del Tercer Mundo. Es preciso añadir que, precisamente porque supo reducir de forma drástica la desigualdad (económica y tecnológica) en el plano internacional, China está hoy en mejores condiciones, gracias a los recursos económicos y tecnológicos que acumuló entonces, para enfrentar el problema de la lucha contra la desigualdad en el plano interno.
El “siglo de las humillaciones” de China (el periodo que va de 1840 a 1949, es decir, desde la primera guerra del opio a la conquista del poder por el PCCh) coincidió históricamente con el siglo de la más profunda epravación moral de Occidente: guerras de opio con la devastación infligida a Pekín en el Palacio de Verano y con la destrucción y el pillaje de las obras de arte que le siguió; expansionismo colonial y el recurso a prácticas esclavistas y genocidas en detrimento de las “razas inferiores”; guerras imperialistas; fascismo, nazismo, con la barbarie capitalista, colonialista y racista que alcanzó su auge. De la forma en cómo Occidente sepa encarar el renacimiento y el regreso de China, podremos evaluar si está decidido a tener realmente un ajuste de cuentas con el siglo de más profunda depravación moral. ¡Que por lo menos la izquierda sepa ser interprete de la cultura más avanzada y más progresista de Occidente!