Conversé con Enzo Traverso en el Café de l’industrie, un histórico café de París, la ciudad en la que vive desde hace más de veinte años. Traverso es un historiador nacido en Italia en 1957, conocido a nivel internacional por una serie de obras que destacan por los temas que abordan y la perspectiva crítica que las caracteriza. Siguiendo y articulando dos dimensiones fundamentales del oficio del historiador, es decir rescatar aspectos olvidados o negados y revisitar y reinterpretar a procesos históricos decisivos para la comprensión de las sociedades actuales, Traverso ha investigado y reflexionado en torno al totalitarismo, la violencia nazi, el holocausto y los intelectuales y, recientemente, sobre el conjunto de la historia europea entre las dos guerras mundiales.
En los últimos años, Traverso elaboró dos textos que aparecen como síntesis, balance y –al mismo tiempo– enriquecimiento de su recorrido intelectual. En 2006, publicó un breve pero intenso libro sobre la historia, la memoria y la política –El pasado: instrucciones de uso– que resume algunas de las reflexiones historiográficas que acompañaron su trayectoria de investigación. En 2007 apareció su último trabajo, A fuego y a sangre. De la guerra civil europea, que ofrece una sugerente interpretación de la historia europea entre 1914 y 1945. Una obra destinada a ser lectura indispensable para la comprensión de este periodo fundamental de la historia europea que es objeto no sólo de permanente investigación histórica, sino de una áspera polémica historiográfica, política e intelectual.
Sobre estos y otros temas relacionados con la historiografía del siglo XX europeo y la teoría de la historia versó la entrevista que aparece a continuación, en la cual Traverso ofrece balances, traza líneas problemáticas, polemiza en torno a debates en curso, sugiere caminos teóricos y esboza interpretaciones históricas.
—Iniciamos con un tema que me interesa particularmente, la frase de Antonio Gramsci con la cual abres tu libro sobre historia y memoria: “La historia es siempre contemporánea, es decir política”. La idea de contemporaneidad suele utilizarse refiriéndose a una periodización, como fórmula de libro de texto, designando un periodo que inicia en un momento y acaba en otro. Me parece que la palabra contiene un aspecto teórico que apunta hacia desafíos para pensar los procesos históricos,más aún si se relaciona con la política: la contemporaneidad como articulación entre pasado y presente y la política como vector que puede vincular éstas temporalidades. ¿Por qué escogiste esta frase para iniciar tu libro?
—Es una frase que Gramsci tomó de Benedetto Croce y que remite a concepciones distintas de la historia, como lo son la liberal y la marxista. Decidí usar esta cita porque mi libro es una reflexión sobre la relación entre historia, memoria y política. Me pareció un buen comienzo. Sin embargo, pienso que la historiografía había fructuosamente puesto en discusión un determinado paradigma político de la contemporaneidad. No obstante, este paradigma político ha sido recuperado en los últimos años en una dirección discutible: ha sido resucitada una concepción liberal de la historia que había estado profundamente cuestionada en las décadas pasadas. La política es una dimensión de la historia pero no su dimensión exclusiva. A partir de los años 60 se desarrolló la historia social, inclusive una historia social de la política y de la cultura. Ahora regresamos a una historia política del mundo contemporáneo que es a menudo una historia ideológica. Escogí esta frase para abordar la historia política pero desmitificando su fachada y explorando sus contradicciones. Hablando del problema de la periodización, si adoptamos este paradigma político podemos recorrer la historia del mundo contemporáneo a través de cierto esquema interpretativo que incluye determinadas etapas, pero si adoptamos otros enfoques la historia cambia.
Pongo un ejemplo banal. Entre 1930 y 1950, en Europa occidental se viven dos momentos históricos distintos. A nivel político, entre las dos guerras surgen los fascismos, mientras que en el segundo, en la posguerra, empieza la construcción de la Comunidad Europea. Sin embargo, desde el punto de vista de los consumos, entre 1930 y 1950 no hay mucha diferencia, el nivel de vida de los europeos es análogo, mientras que entre europeos y norteamericanos la diferencia es enorme. El obrero norteamericano de Detroit –pienso en un libro de Victoria De Grazia– tiene automóvil en su cochera y tiene servicios cuando eso en Europa es un privilegio. Veinte años después, ya no serán privilegio, gracias a un profundo cambio socioeconómico. Al mismo tiempo el sistema político sigue siendo el que corresponde a la guerra fría. Desde una perspectiva política, la historia se mantiene firme en sus rieles cuando para la historia social, la historia de los consumos, los cambios son enormes.
Otro problema aparece cuando se intenta periodizar. Me refiero a un debate suscitado, para poner un ejemplo, en torno a la obra de Hobsbawm –quien habla de largo siglo XIX y corto siglo XX– en la cual se periodiza en forma pertinente pero asumiendo explícitamente un observatorio occidental. Si nos detenemos en América Latina, la primera y segunda guerra mundial son acontecimientos que tienen repercusiones en términos geopolíticos, pero no son virajes traumáticos en la historia del continente. Hay otros momentos de fractura, por ejemplo la revolución mexicana o la revolución cubana, la cual tiene un fuerte impacto en Europa pero no provoca una larga ola de movimientos y de guerrillas, una espiral de rebeliones y dictaduras militares como ocurre en Latinoamérica.
Si nos ubicamos en otro observatorio, en África, el congreso de Berlín en la década de 1880 define fronteras que existen todavía hoy. La gran fractura es la descolonización de los años 50 y 60. La periodización implica siempre un observatorio que a menudo la historiografía, en forma acrítica, universaliza a partir de una singularidad, la del mundo occidental. Los estudios poscoloniales nos ayudan a repensar cierta metodología o toda una serie de categorías que son, a veces, ni siquiera elaboradas, pero asumidas como epistémicas, espontáneamente adoptadas por una historiografía de corte occidental que se pretende universal, que universaliza y proyecta al exterior sus paradigmas.
—Existe la fórmula del tiempo presente que rima con la idea de contemporaneidad y plantea un problema: la contemporaneidad como periodo que envuelve una construcción de época y una forma del mundo, una idea de mundo. La idea de tiempo presente nació en Francia para actualizar a los estudios históricos respecto a tiempos más recientes. Sin embargo, me parece que esta propuesta se mantuvo anclada a una temporalidad –los años 50 y 60– que se proponía estudiar sin seguir el transcurrir de la historia, sin mantener la promesa de acercar los estudios históricos al proceso histórico. ¿Qué opinas de la idea de tiempo presente? ¿Te parece útil o confusa en la medida en que se escapa permanentemente?
—Esta es la definición que ha sido forjada en Francia, me parece que en América Latina se habla más bien de historia reciente. Este intento de periodización no existe en las mismas formas en los países anglosajones y alemanes, en los cuales el tiempo presente está incluido en los conceptos de contemporary history y Zeitgeschichte. No rechazo la noción de tiempo presente pero no la asumo como un nuevo esquema de periodización porque nació para delimitar una esfera –la historia contemporánea–demasiado amplia, que surge de la revolución francesa y llega al siglo XXI. Se vuelve omnicomprensiva y demasiado amplia. Yo la uso en sentido distinto, la historia del tiempo presente es una historia que implica una relación distinta entre el historiador y el objeto de su investigación, en cuanto el sujeto investiga una época que vivió. Aunque Hobsbawm no use este concepto, fue acusado por Charles Maier de concebir la historia del siglo XX como autobiografía, en términos muy subjetivos, adoptando como criterio y como parteaguas la historia del comunismo. La historia del tiempo presente es la historia que se puede hacer de un tiempo que se vivió, lo cual pone en discusión la subjetividad del historiador, implica un uso más complejo de las fuentes y, obviamente, abre el enredado problema de la relación entre historia y memoria. Se trata de hacer historia de un proceso que está grabado en nuestra memoria individual y colectiva.
—Justamente en torno a historia y memoria se construye el eje fundamental que articula tu libro sobre el pasado. ¿Por qué te parece fundamental esta clave de lectura y de tensión antinómica?
—Porque, desde hace un cuarto de siglo, se puede fijar como punto de viraje la publicación de Lieux de mémoire de Pierre Nora en Francia. Esta obra ha cambiado el léxico de la historiografía no sólo en Francia, sino también a nivel internacional. Sin querer hacer provincianismo, no se puede negar que tuvo un impacto muy fuerte por la mutación semántica que se proponía. Se puede discutir el concepto de memoria que propone Nora, que establece una dicotomía rigurosa entre historia ymemoria como dos categorías distintas e inconciliables, pero construye un libro que es un monumento, un libro de historia más que sobre la memoria.
A partir de este libro, entró en el arsenal del historiador un concepto que existía pero había sido abandonado y olvidado, el concepto de memoria, el cual abrió una serie de problemas: la subjetividad de la memoria y la “cientificidad” de la historia, el papel de los testimonios como fuente histórica, la posibilidad de reconstruir rigurosamente y objetivamente un pasado intensamente vivido como actor, protagonista u observador.
Son una serie de problemas nuevos que antes no eran abordados o eran evacuados en términos muy positivistas. Este debate metodológico se trenzó con una serie de temas emergentes como la memoria del holocausto o del comunismo. Es decir temáticas vehiculadas por los medios de la industria cultural que tensaron una serie de paradigmas con los que trabajaban los historiadores. Por ejemplo, no es posible reconstruir la historia de los campos de exterminio nazis sólo a través de las fuentes de archivo sin tomar en consideración también el testimonio de los sobrevivientes, testimonio que por otra parte invade el espacio público por medio del cine, el teatro, etc. Es un problema que no se podía eludir, que planteó un debate historiográfico sobre la relación entre historia y memoria. La posibilidad de revisar la visión del gulag –una visión ideológica, reconstruida por los libros de Robert Conquest que lanzaban cifras que fueron redimensionadas después de la caída de la Unión Soviética– surgió del estímulo fundamental de una serie de testimonios que dieron los sobrevivientes. La posibilidad de consultar los archivos soviéticos abiertos después de 1989 permitió establecer una dialéctica nueva y fructífera entre las múltiples fuentes históricas. La crisis del comunismo no es sólo un problema político sino también historiográfico.
—Hablando de política, el segundo capítulo de tu libro sobre el pasado menciona a la fuerza como pasaje fundamental de la historia y la memoria. ¿Cómo atraviesa la política entendida como conflicto –la política de la memoria y la memoria de la política como campos de disputa– a la historia, a la sombra de las profecías paralelas de fin de la historia y fin de la política?
—La fuerza es una dimensión fundamental. Parecería una banalidad si no fuera porque se olvida. ¿Cómo es posible que la memoria judía esté incomparablemente más presente respecto a la memoria de los gitanos en el espacio público e influye de manera mucho más profunda en la investigación histórica? Se trata de dos grupos que sufrieron genocidios similares, sobre la base de supuestos ideológicos similares por parte del nazismo. Los judíos son una minoría profundamente integrada en el plano cultural, económico y social, los gitanos son una minoría que sigue siendo marginal, marginada y excluida. Nos encontramos frente a dos historiografías completamente asimétricas. Los estudios sobre el holocausto se volvieron una disciplina, los Holocaust Studies, que se desarrollan en institutos de investigación, bibliotecas, cátedras, etc. Los estudios del genocidio de los gitanos son un subproducto de los Holocaust Studies. Estamos frente a fenómenos similares que requieren una metodología similar, pero esta desproporción se produce en la medida en que estamos frente a dos memorias que son la una fuerte y la otra débil, sin que haya una voluntad de prevaricación, sino porque objetivamente los vectores que llevan estas memorias son muy distintos. Este ejemplo podría multiplicarse. La memoria, tal y como se construye en el espacio público y la sociedad civil, suscita una demanda social de conocimiento a la cual la historia es llamada a responder. En 1948, ningún joven podía pensar construir su carrera universitaria estudiando el holocausto, hoy es más fácil obtener una beca para estudiar el holocausto que, por ejemplo, la revolución boliviana de 1952. Existen entonces memorias fuertes y memorias débiles que tienen consecuencia sobre cómo se estudia la historia.
—De la historia del comunismo se podría decir que se apoya enuna memoria fuerte porque penetró la cultura de enteras generaciones pero que es políticamente débil en relación con cierto desarrollo y punto de llegada. ¿Cómo podemos pensar la historia y la memoria del comunismo entre fuerza cultural y debilidad política?
—La historiografía tiene una dimensión institucional. Hay investigaciones sobre ciertos temas porque existen instituciones que, desde décadas, trabajan en direcciones determinadas y tienen recursos para sostenerse. El comunismo ha marcado profundamente la historia del siglo XX en todos los continentes. Sería impensable que hoy conociera un eclipse historiográfico y que se estudiara la historia del siglo haciendo abstracción del comunismo. Entonces es evidente que el fin del comunismo como sistema de poder, como régimen y como estado, no marca el final de la historiografía del comunismo. El problema es que el fin del comunismo realmente existente entre el 1989 y el 1991, la caída de la Unión Soviética pero también el declive de los partidos comunistas, ofrecieron un legitimación a posteriori de una vieja historiografía anticomunista que parecía obsoleta y debilitada. En los años 90 hubo una oleada de estudios sobre la historia del comunismo que reproducían todos los estereotipos ideológicos de la guerra fría. Empezó François Furet con El pasado de una ilusión, siguió Stéphane Courtois con el Libro negro del comunismo, en los Estados Unidos Richard Pipes con su historia de la revolución rusa, Martín Maria con su historia del socialismo. Fueron libros que marcaron y orientaron el debate en los años del postcomunismo y que no eran novedosos historiográficamente sino simples revanchas que los viejos cold war warriors se tomaban. Y una historiografía que, por el contrario, intentaba mantener una mirada lúcida sobre el comunismo me parece que sufre el condicionamiento de este contexto y a menudo se concibe como respuesta. Esto es inevitable. Es una respuesta en términos historiográficos que reivindica la necesidad de mantener un acercamiento no ideológico, no hacer del anticomunismo la categoría inevitable de la literatura de la historia del comunismo, salir de los viejos esquemas, de una historiografía de partido y otra anticomunista. Salir de estos esquemas para pensar una historia social. En este contexto hay una memoria comunista que no desapareció porque es un pasado reciente, es una historia del tiempo presente: quien ha sido comunista en la posguerra está vivo y lleva su memoria. Sin embargo, esta memoria despareció del espacio público, es una memoria que ya no tiene visibilidad, lo cual es un grave problema.
—¿En este sentido es débil?
—Sí, te pongo un ejemplo. Un amigo cineasta propuso a varios canales de televisión y a varias productoras financiar una película sobre los comunistas en Buchenwald y en Auschwitz. Nadie aceptó la propuesta. No estaba proponiendo una película sobre la deportación de los judíos de la provincia de Alessandria en el norte de Italia –tema interesante pero limitado–, los comunistas en Buchenwald habían creado y controlaban una estructura en el campo, mantenían una negociación directa con las SS sobre una serie de cuestiones. Para entender cómo funcionaba el campo de concentración hay que tomar en cuenta la presencia de una fuerza política organizada entre los detenidos. Los comunistas en los campos organizaron las pocas rebeliones que hubo. Este rechazo es una consecuencia de un ocultamiento, en este caso voluntario, una operación política consciente. Hay una expansión de los estudios sobre el comunismo que es paralela a la eclipse de la memoria del comunismo en el espacio público. Esta dialéctica entre memoria y historia, que podría ser profundamente fructífera, es una dialéctica que se debilitó, se fragilizó en los años.
—Me pareció muy interesante tu intervención polémica sobre el revisionismo. Tomando una postura crítica frente a la historiografía revisionista, niega valor a la palabra, señalando que la historia como disciplina “revisiona” y revisita a los procesos históricos. En el caso italiano, el revisionismo tiene un claro eco de revancha política. ¿Cómo ser antirevisionistas sin ser conservadores, es decir sin aferrarnos a una historia escrita en otra época, a veces petrificada en monumentos ideológicos?
—La palabra revisionismo no me gusta porque tiene una connotación ideológica muy fuerte. Es la importación en la historiografía de un concepto que en su origen es político y remite a una controversia teórico-ideológica en el interior del marxismo y del movimiento obrero. Entre los comunistas, el término revisionista se convirtió en un insulto, una forma de estigmatizar al adversario no sólo en el plano político, sino también en el plano moral. La introducción de un concepto con esta connotación en la historiografía me parece peligrosa. Por otra parte, hay un argumento usado sistemáticamente por quien es acusado de revisionismo que es contundente: el historiador por definición “revisiona”, porque su objetivo es revisitar el pasado con una nueva luz, iluminar zonas de sombra, descubrir lo que fue ignorado. Existe una corriente historiográfica que piensa la historia como una invención literaria. Si fuera cierto, el concepto de revisionismo no tendría ningún sentido. Este concepto implica una visión normativa de la historia –respecto la cual los revisionismos se alejarían– que es indefendible. Por lo tanto el concepto me parece nefasto y prefiero no usarlo. Al mismo tiempo, a menudo es usado y sirve para sostener una crítica más que legítima hacia posturas e interpretaciones del pasado muy discutibles. Yo no uso el término para criticar a Renzo De Felice o Ernst Nolte, pero no quiere decir que no opine que la interpretación del nazismo de Nolte sea apologética cuando sostiene que las cámaras de gas son un subproducto de la guerra civil rusa y del bolchevismo, que sostener como De Felice que Mussolini aceptó dirigir la República Social Italiana porque, como patriota, quería evitar a su país un destino “polaco”, no sea una interpretación apologética del fascismo. Me parece que esa concepción puede ser criticada aun sin recurrir al concepto de revisionismo.
—Una última pregunta sobre tu último libro –A fuego y a sangre–. Leyendo el subtitulo que menciona a la guerra civil europea, no puedo evitar pensar en el libro de Claudio Pavone sobre la resistencia italiana. Se trata de un concepto polémico, el propio Pavone interpretaba a la resistencia en tres niveles: como guerra de liberación, guerra de clases y guerra civil. ¿Te parece esta última la acepción más amplia para tratar de entender la historia europea entre el 1914 y el 1945?
—Reconozco que he elaborado la noción de guerra civil bajo la influencia del debate italiano sobre la resistencia como guerra civil, del libro de Pavone, y las polémicas que suscitó. Al mismo tiempo, no he proyectado una problemática italiana a escala europea. Me di cuenta de que este concepto está muy difundido, aunque fue sistematizado, fuera de Italia, sólo por Nolte y en términos muy discutibles. Sin embargo, apareció ya entre las dos guerras y fue tan usado que creo que es pertinente para captar algunos aspectos fundamentales de la relación entre violencia, política y cultura en los años entre 1914 y 1945. El concepto de guerra civil, en términos de teoría política y de derecho público, es de un enfrentamiento interno a una comunidad nacional que rompe el monopolio estatal de la violencia y que desemboca en un conflicto sin normas y reglas compartidas entre los contendientes. Un enfrentamiento que lleva inevitablemente a una violencia paroxística e implica siempre una anomia jurídica, un vacío jurídico que es llenado por una participación emocional llevada al extremo. La guerra civil es un enfrentamiento y un conflicto en el que quien participa no se limita a hacer su deber –el soldado que debe servir a la patria– sino que quien toma las armas lo hace a partir de una elección política, una motivación y, por lo tanto, está dispuesto a sacrificar su vida para defender un ideal. En una guerra civil se mata no por necesidad sino por la voluntad de eliminar al enemigo, que no es desconocido sino que se había convivido con él hasta poco tiempo antes. Pienso que la época entre las dos guerra ha conocido una progresión en esta dirección: nació como guerra interestatal clásica –respetando en forma casi obsesiva los protocolos de la guerra entre Estados– y desembocó en un conjunto de guerras civiles, y se profundiza en una crisis hasta la segunda guerra mundial. Se convierte en una guerra ideológica, entre visiones del mundo, en el seno de regímenes colaboracionistas o de ocupación, como conjunto de conflictos distintos. Como en todas las guerras civiles no conoce leyes sino que se vuelve genocida. Como en las guerras civiles, las guerras totales –en particular la segunda guerra mundial– son guerras en las cuales no se distingue ya entre combatientes y civiles y que se vuelven progresivamente en una guerra contra los civiles. Las fuerzas aliadas, que serían los buenos en el conflicto contra los fascismos, llevan a cabo crímenes de guerra de una evidencia incuestionable. El concepto de guerra civil, a mi parecer, puede captar este proceso general. Obviamente tomando una serie de precauciones. Es una guerra que nace en 1914 y no en 1917, es decir que no es el resultado del comunismo, como diría la visión liberal antitotalitaria, asumiéndolo como un mal que sólo en 1989 se podrá curar, definiendo el siglo XX como época del totalitarismo que el liberalismo finalmente derrota para volver a llevar a la historia a la recta vía. Es una lectura que no es la mía.
—Se puede entonces hablar de guerra civil sin confundir los fines y las motivaciones de los distintos campos como tendencialmente ocurre cuando se afirma que, en el fondo, todos combatían guiados por pasiones distintas como si fueran equiparables socialismo, liberalismo y fascismo. En particular, el primero y el último son presentados como dos demonios equivalentes, el rojo y el negro. ¿Cómo evitar este malentendido simplificador, justificador y legitimador de las derechas europeas viejas y nuevas?
—En efecto, es una lectura muy difundida en Italia: fascistas y antifascistas eran todos patriotas a su manera. Es una interpretación contra la cual tomo una postura muy clara. Las guerras civiles son siempre trágicas, pero hay algunas en las que vale la pena combatir, hay guerras civiles de las cuales llevamos la herencia, que no podemos mirar en forma distante como algo concluido o sobre la base de una condena moral. Esta es la postura que domina en Francia y en el mundo occidental, la cual consiste en usar el humanitarismo como categoría historiográfica. El humanitarismo, hacia el cual tengo admiración cuando se practica seriamente y no instrumentalmente o en forma propagandística, es una práctica de socorro a las víctimas, una categoría política y moral pero no historiográfica. Ahora bien, resulta que es usada paralelamente al totalitarismo para condenar globalmente una época en su conjunto, como época de los tiranos, del mal totalitario, frente a la cual el liberalismo se erige en salvador. No es posible interpretar una guerra civil de esta manera. Una época de guerra civil, de guerra total, en la que no se distingue entre combatientes y civiles, una época de revolución y contrarrevolución, con los conceptos de la acción comunicativa de Habermas o de democracia como norma de Bobbio y Kelsen. Porque es una época que no produce a Habermas, sino a Gramsci, Benjamin o Schmitt. Produce una cultura política derivada de intelectuales que piensan el conflicto, la guerra, la militarización de la política. No se puede proyectar retrospectivamente un ideal normativo de democracia liberal sobre una época completamente distinta. En este sentido, pienso que el concepto de guerra civil es pertinente.