El otro día reflexionaba sobre cómo ha podido ocurrir que la capacidad operativa de la oposición política al sistema se haya extinguido y hoy necesite reconstruirse esencialmente desde cero.
Dado que este es el problema de los problemas de hoy, y dado que, como todo proceso histórico, sus causas son plurales, quiero detenerme brevemente en una sola causa, de carácter específicamente cultural.
La era de la democracia y la oposición política desde abajo fue una época circunscrita que se inició hacia mediados del siglo XIX, en la que el marxismo jugó un papel fundamental.
Específicamente, el marxismo fue fundamental para entender, y hacer entender, cómo en el mundo moderno todo cambio de hábito y de opinión (que se torna hegemónico) tiene siempre una raíz primaria en la «estructura», es decir, en la esfera de la producción económica y la gestión correlativa del poder.
Si en una descripción de lo que ocurre no se tiene conciencia de su raíz estructural, si no se comprende cómo debe situarse el problema respecto a los mecanismos de distribución de la economía y del poder (muchas veces coincidentes), se termina por perder de vista la única esfera donde se pueden mover las palancas causalmente decisivas.
Una vez recordado este hecho, no se puede dejar de pensar en la distribución generacional de la conciencia política actual. Las experiencias repetidas, desde la recolección de firmas hasta los debates públicos y los mítines, señalan una visión común: la distribución generacional de la conciencia política sigue casi perfectamente una curva decreciente. Quienes muestran mayor urgencia por actuar frente a las palancas del poder son los mayores, y a medida que se es más joven se reducen las filas de los políticamente conscientes, hasta el punto de casi desaparecer en el ámbito de los jóvenes y muy jóvenes (digamos el grupo de 18 a 24 años).
Ahora, es importante señalar que este es un hecho históricamente sin precedentes. Hasta hace poco tiempo, los jóvenes formaban parte de las filas de los «pirómanos», las universidades siempre fueron fraguas de protesta, la pasión política nació en el umbral biográfico entre el estudio y el ingreso al mundo del trabajo. Y esto es natural, porque el compromiso y la energía necesarios para la participación política crítica se encuentran más fácilmente en un veinteañero que en uno de sesenta; y en otros factores porque las limitaciones, las cargas y las responsabilidades normalmente aumentan con la edad.
Entonces la pregunta es: ¿qué nos pasó?
Para tener una pista, basta mirar el activismo político juvenil, que de hecho todavía existe, pero cuya forma es instructiva. Es interesante notar en qué temas se enfoca el activismo hoy. Un breve registro nos revela:
1) un ambientalismo centrado en el cambio climático;
2) cuestiones de identidad de género, violencia de género, igualdad de género, autodeterminación de género, lenguaje de género;
3) animalismo del tipo Disney y prácticas alimentarias autoflagelatorias (veganismo, elogios a la carne sintética y harina de insectos, etc.);
4) para los más atrevidos, apelaciones a los «derechos humanos» en una versión muy selectiva (donde por cierto las violaciones ocurren sólo entre los enemigos de Estados Unidos).
Lo que es esencial subrayar es que en cambio puede existir y existe:
1) un auténtico ambientalismo “estructural”;
2) una conciencia histórico-estructural de la división sexual del trabajo (y sus consecuencias consuetudinarias);
3) un análisis de las formas de «reificación» de la naturaleza sensible (animales) en la industrialización moderna;
4) una conciencia política de la explotación y violación de la naturaleza humana.
Y en cada uno de estos casos es posible reconocer problemas reales al ubicarlos en el marco general de los procesos de producción económica y distribución del poder en el mundo contemporáneo.
Pero nada de esto es mayormente parte del activismo político juvenil, que en cambio acoge su agenda de «protesta» que viene desde arriba, en un formato rigurosamente saneado de sus implicaciones estructurales.
En otras palabras, los recintos en los que ejercer la contestación y las formas en que identificar los problemas han caído desde alturas inescrutables, a través del aparato mediático, el adoctrinamiento escolar y universitario. De esta forma se crean cómodas burbujas de disputa, con el certificado de bondad progresista, proporcionado por fuentes acreditadas.
El viejo sistema de control social alternaba la represión violenta de las pasiones juveniles con guerras periódicas para dejarlas desahogar; el nuevo sistema de control, en cambio, proporciona lugares donde es posible hacer revoluciones fingidas con espadas de cartón, en islas sin comunicación con ese continente donde el poder real juega sus juegos.
Sin embargo, este proceso de construcción de cercos artificiales, sin anclaje estructural, no es nuevo y es erróneo enfocarse solo en los jóvenes de hoy. Es un proceso que comenzó al menos en la década de 1980 y simplemente se ha expandido y perfeccionado con el tiempo. Todo el esfuerzo conceptual realizado por la reflexión marxista (en parte ya en la época hegeliana) y luego desarrollado durante más de un siglo, ha sido anulado con la lejía del nuevo poder mediático.
Hoy estas agendas «políticas» cuidadosamente castradas se difunden y hacen oír su característica voz estridente, que luego se hace eco, tal vez con benevolencia reprochada, pero finalmente bendecida, por los voceros del poder.
Hemos recaído así en un análisis de la historia, la política y la geopolítica que, olvidando cuáles son las verdaderas palancas del poder, se dedica en cuerpo y alma a lecturas moralizantes del mundo, a la actualidad policiaca, al alboroto de la “rectitud” y a la corrección política, a los chismes entre las élites.
Las interpretaciones geopolíticas proliferan y prosperan donde Putin es el malvado y los rusos son los ogros; lecturas sociales donde la crítica a la “ideologías de género” son abominaciones homofóbicas; donde quien no abraza a un chino es «fascista», y quien lo abraza después de una contraorden es «estalinista»; lecturas ecológicas donde los cuadros de museos se ensucian porque “ya no hay un minuto que perder”, antes de volver a casa a jugar en la Smart TV de 88 pulgadas; etc. etc.
Esta infantilización del análisis histórico-político vuelve fatalmente impotente cualquier «activismo», que examina el mundo como si la distribución de adjetivos morales estuviera en su centro. Y cuando alguien señala que todo ese extenuante graznido histérico no produce ni un desasosiego al poder, que hasta aplaude, tienen preparado otro atributo moral: eres un cínico.
La compartimentación de la protesta según los cercos ideológicos elaborados aguas arriba produce, además de un efecto de impotencia sustancial, una pérdida total del equilibrio y de la capacidad de evaluar las proporciones de los problemas.
Cada uno de estos juegos ideológicos aparecen a quienes los frecuentan como un cosmos, el único punto de vista desde el cual se ve mejor el mundo entero. Y esto genera una sensibilidad desequilibrada a los visitantes de estos recintos, porque invierten toda su energía y pasión en un campo cuidadosamente delimitado: hay gente que pasa dos veces al día frente a la anciana muriéndose de hambre en el departamento de al lado, pero saltan con los ojos inyectados en sangre si usas un pronombre de género mal visto …
En general, el panorama es el siguiente, mientras que el poder real nos aconseja ser resilientes (porque si tomas la forma de la bota que te pisotea, sufres menos), nos aconseja no tener hijos y no jubilarte por el bien del futuro, mientras todos los días te explica que tienes que ser móvil para trabajar donde haya necesidad y que tienes que dejar de moverte porque arruinas el clima, y mientras te mea en la cabeza te exige que ahorres en la ducha. Mientras todo esto sucede, y sucede mucho más, estos activistas se pelean furiosamente entre ellos… porque ninguna injusticia debe quedar impune, incluyendo “los derechos de los espárragos».