Hegel: filosofía y modernidad

Hegel: filosofía y modernidad

En los confines de la filosofía hegeliana

Volvemos otra vez la vista sobre Hegel.

Este “otra vez” va a convertirse en el motivo principal de las páginas siguientes, porque él remite a una suerte de “inevitabilidad” que parece acompañar a la filosofía hegeliana. No podemos desprendernos de este pensamiento cuando nos enfrentamos a una filosofía que, de un lado, responde a pretensiones supuestamente insostenibles en la actualidad y, a causa de ello, parece avejentada y, por otro, resulta en muchos (y principales) aspectos completamente actual, incluso retadora, como si tuviera bastante que decir y se encontrara a punto de entrar en disputa. En realidad, continúa representando un importante papel como lugar de referencia, lo que se debe, entre otras razones, a que los caminos iniciados por ella siguen produciendo efectos: nuestro pensamiento remite en cierto modo al hegeliano, puesto que presupone sus conceptos o, en todo caso, la distancia crítica frente a ellos. Un cierto aroma hegeliano impregna aún el mundo de ideas del presente. Eso es lo que, más allá de ciertas exigencias y aspiraciones que ahora son vistas como históricamente condicionadas, convierte a un proyecto filosófico en una fuente de incitación: su discurso aún seduce y fascina. Lejos de haberse convertido en un hecho del pasado al que únicamente se volvería por razones de curiosidad histórica, se trata de algo que inquieta puesto que aún da mucho que pensar.

A lo anterior habría que añadir además una razón que podríamos denominar “epocal” y que no es en absoluto despreciable: la filosofía hegeliana es eminentemente moderna. Esto significa que participa de la comprensión de la realidad como algo diverso, variable, temporal, es decir, siempre en proceso de metamorfosis, que implica ciertas transformaciones referentes al asunto inveterado de la filosofía: ya no es el ser sin más, sino el ser efectivo, realizado, concreto. Para Hegel, poner el propio tiempo en pensamientos constituye la más importante meta filosófica. Pero esto que puede ser expresado ahora con toda naturalidad no ha representado siempre –en la historia misma de la filosofía– una verdad evidente. Es más, en tanto que verdad se trata de algo moderno, pues moderna es una filosofía que, como hemos dicho, confiere a lo existente dignidad ideal. La convergencia entre lo efectivo y lo real o el ser es moderna –metafóricamente podría hablarse de un descenso de Dios a la tierra. De ahí que la filosofía moderna pueda ser llamada “filosofía mundana” –y así es co mo el propio Hegel se denominaba a sí mismo: “filósofo mundano”.

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Yvonne Rainer, precursora de la danza postmoderna

Pese a todo, pensar el propio tiempo no significa renunciar a los principios para entregarse acríticamente a una ingenua recepción de lo dado, sino dar cuenta de la convergencia de la que se ha hablado anteriormente; i.e.: de que los principios se hagan efectivos, se singularicen, de modo que lo particular deje de ser simple ocurrencia, una copia, participación, etc. Esta tensión entre uno y otro polo toma en Hegel la forma de una implicación entre lo real-efectivo (lo que es) y lo racional (aquello que tiene un fundamento). Esa implicación es lo que tiene que poner en pensamientos la filosofía, sobre todo la filosofía moderna.

Dicho fenómeno de la modernidad, sólo apuntado en este momento, y sobre el que habrá que volver en las páginas siguientes, es lo que toma cuerpo y se despliega en la obra de Hegel, pero no en la forma de una presentación o descripción de los rasgos constituyentes; se trata más bien de una convulsión que mueve y orienta la reflexión entera. La filosofía hegeliana misma forma parte del fenómeno de la modernidad. Tal vez sea ésta la razón, como se ha dicho, de que el pensamiento hegeliano continúe inquietando aun cuando se haya levantado en numerosas ocasiones acta de su defunción. Mientras estemos en la modernidad, una filosofía en la que tomen expresión los rasgos, las pretensiones, las aspiraciones, las fisuras, las carencias, etc., de esta época habrá de llamar forzosamente nuestra atención, habrá de estimular el movimiento del pensar, impidiendo el aquietamiento. Cuando el tiempo se haya cumplido, la filosofía hegeliana tal vez seguirá interesando pero posiblemente no ya inquietando –Hegel es entonces inevitable en la modernidad. De paso, cabría decir que el muy empleado término “post modernidad” no se refiere, para nosotros, a una época diferente de la moderna, sino a una cierta toma de posición con respecto a los logros (y carencias) de la modernidad que, en cierta forma, representa una actitud eminentemente moderna –en la forma de una modernidad reflexiva. Aunque con la distancia que media entre la época de Hegel y la nuestra, el pensamiento hegeliano responde también, como veremos, a los requerimientos de una cierta modernidad reflexiva: ella ejercita una toma de distancia crítica con respecto a los supuestos de la modernidad, llevada a cabo precisamente en favor de ese tiempo, buscando su realización. Lo dicho hasta aquí permite entender inicialmente que la ineludible pregunta, “¿por qué inquieta el pensamiento hegeliano?”, converge con el asunto de las inquietudes características de la modernidad. Seguir, pues, el rastro de esta pregunta o, lo que es lo mismo, el desarrollo de la filosofía hegeliana, significa ca si lo mismo que investigar la ontología del mundo moderno.

Desde la perspectiva que hace posible la vuelta reflexiva sobre sí –lo ”postmoderno” si gusta este término, aunque esto es aquí lo de menos–, la modernidad puede ser aprehendida en su totalidad y eso es lo que permite traer consigo de regreso a la filosofía hegeliana situándola en el punto de litigio. Hegel aporta a ese debate, en primer lugar, la conciencia sobre las limitaciones y los equilibrios precarios sobre los que se levanta el edificio moderno. El hombre se ha colocado en el centro de la realidad, lo que se expresa en ciertos principios insoslayables también para Hegel: la subjetividad de la substancia, el papel de posición trascendental, la individualidad moral y política que se encuentra en la base de la idea de ciudadanía. Hegel afirma dichos principios y es, de ese modo, eminentemente moderno, pe ro desarrolla una reflexión que tiene como objetivo hacer expresos los límites en los que se encuadran y que pretende asimismo dar cuenta de los problemas que les acechan.

Hegel: filosofía y modernidad

Movimiento Fluxus

La centralidad del hombre, que se apoya principalmente en la ca pacidad racional, se ha logrado, como tendremos ocasión de analizar en las páginas que siguen, al precio de una suerte de despotenciación de la realidad, que se presenta ante el hombre moderno como algo grávido pero carente de sentido propio y únicamente animado por el que le proporciona la posición subjetiva (tanto teórica como práctica). Utilizando la terminología fichteana, puede decirse que la ontología moderna establece una distinción problemática entre el “yo” –principio substancial y completamente real– y el “no-yo” –una suerte de materia no substancial a disposición del yo. Esto acarrea, desde el punto de vista de Hegel, consecuencias negativas, sobre todo en lo concerniente a la realidad que constituye el mundo humano. Este mundo, aunque producto del yo, se presenta como mera objetividad compacta que se enfrenta a la movilidad subjetiva de tal modo que el sujeto moderno se siente incómodo en ella y tiende a alejarse, con la consiguente pérdida de suelo propio que le con duce al desamparo, la desesperación e incluso la autodestrucción.

De ese modo, el mundo moderno es un mundo escindido y precisamente como consecuencia de la ilustración. Ésta ha dado lugar a una importante liberación de la potencia humana, individual, racional. Pero lo ha hecho de una manera unilateral, convirtiendo al hombre en una substancia finita, incapaz de incorporar el otro lado de la realidad. El individuo es el punto de referencia, pero de un modo únicamente negativo, puesto que se define a partir de la capacidad de confinarse en su interior, rechazando la influencia de todo contenido ajeno. Para ello, la razón se ha transformado precisamente en la facultad de la separación, distinción y cálculo, dejando de lado la imprescindible sensibilidad para el conjunto, para aquello siempre supuesto en la realidad y en el pensamiento. Al final parece tornarse vana cualquier esperanza de integración en una polis que dé lugar al reconocimiento de cada lateralidad, pero también de la universalidad.

Esta razón abstractiva, al tiempo que capacita al hombre para operar efectivamente sobre la realidad, tanto externa como interna, deja como impensado aquello que se encuentra supuesto en el hecho mismo de la escisión –entre la conciencia en la que se basa el operar y la cosa que se toma como su objeto–, es decir, no esto o aquello, no una nueva cosa, sino la relación, la conexión, el suelo común, el ser. Aquí es donde Hegel conecta el asunto de la modernidad con la tradicional pregunta filosófica. La cuestión del ser y nuestra relación con él toma, así, la forma de una indagación sobre nuestra constitución humana en tanto que pensantes, que actuantes y que modernos.

Esta cuestión del ser se denominará en Hegel, como tendremos ocasión de estudiar pormenorizadamente, lo absoluto o la cosa misma, es decir, aquello que no se encuentra condicionado por la conciencia pensante, sino que, al contrario, tiene que estar siempre y necesariamente presupuesto en ella. De ahí que una perspectiva adecuada para abordar la filosofía de Hegel tenga que tener dos vertientes principales: 1) el desarrollo del proyecto moderno, que es críticamente asumido y pensado, y 2) la cuestión de la aprehensión absoluta, la no renuncia a la exposición del ser como gran idea última.

Para la realización de este designio, Hegel se servirá, como veremos, de una suerte de crítica inmanente de la razón, es decir, de un expediente mediante el cual el pensamiento va a intentar cuidadosamente hacer explícito todo lo que implica su propia actividad, con lo que tendrá que hacerse cargo de la negatividad que lleva asociada –cada determinación, cada “esto es esto” comporta una negación y asimismo la posición de la cópula, del “es”. Ese camino de crítica interna dará lugar al procedimiento más específicamente hegeliano, “la dialéctica”, que no va a representar nada distinto del movimiento de la negatividad que afecta a todo pensamiento. Ello supone que la filosofía de Hegel se construirá, en cierto modo, sobre un suelo inestable, sobre una nada de la que, paradójicamente, irán siendo deducidas todas las formas del pensar y del ser. La acusación nietzscheana de nihilismo acechará, pues, a este proceder filosófico.

Todos estos aspectos de la filosofía hegeliana van a ser abordados en las páginas que siguen. En ellas serán estudiados los hitos de la dialéctica, el empeño de una aprehensión absoluta, la crítica de la ilustración, los conceptos de eticidad y estado, así como la exigencia del sistema y la historicidad del mismo. Pero como hemos dicho hace un momento, la idea directriz de nuestra lectura de Hegel, así como de la presentación de su filosofía que se sigue de ella, va a ser la recepción crítica de la modernidad, bajo el supuesto de que Hegel, siendo plenamente moderno, constituye una de las primeras voces que toman distancia frente a la confianza y la certeza ilustradas, para lo cual se ve obligado a repasar no únicamente el sistema completo de los conceptos con los que se han construido los diferentes edificios teóricos e institucionales del mundo contemporáneo, sino también las formas mismas del pensar, los procedimientos y los supuestos metodológicos de los que se sirve la razón triunfante.

Fuente: Capítulo 1º del libro de R. Cuartango Hegel: filosofía y modernidad 

Imagen portada: I Like America and America Likes Me (Coyote) de Joseph Beuys, primera acción de arte de acción del autor en 1974

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