
Las tropas de una alianza militar entre el TPLF, que gobierna la provincia federal de Tigray, y el Ejército de Liberación de Oromia, una guerrilla de la etnia más numerosa del país, estarían en la localidad de Shewa Robita a 220 kilómetros de Adis Abeba. La amenaza a la capital puede ser el preludio de la desintegración del segundo país más poblado de África, con toda la violencia que suele acompañar a estos procesos, si las fuerzas combatientes no encuentran una solución política al conflicto.
La situación es desesperada para el primer ministro Abiy Ahmed, un premio Nobel de la Paz que de forma extravagante ha ido personalmente al frente de batalla. Abiy Ahmed quiere cambiar con solo su presencia el rumbo de una guerra hasta ahora perdida mientras encorajina a jóvenes etíopes hacia el “martirio”. Abiy, un cristiano pentecostal, ha dicho públicamente en varias ocasiones que Dios le ha elegido para liderar Etiopía.
El pasado octubre –acababa de ganar unas elecciones con el “97%” de los votos– inició una ofensiva militar para recuperar el territorio perdido durante el verano, ahora en manos de las Fuerzas de Defensa Tigriñas, pero dos meses después no solo no ha recuperado un centímetro de territorio sino que en una contraofensiva sus enemigos han penetrado hasta las profundidades de Amhara y Afar, disputando el control de la carretera que abastece desde el puerto de Yibuti a Addis Abeba y amenazando la capital. Tanto es así que las embajadas de Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania y Francia han pedido a sus ciudadanos salir de Addis Abeba. Temen que el aeropuerto de la ciudad, uno de los más transitados de África, se convierta en un punto de combate en las próximas semanas.
Tsadkan Gebretensae, el jefe de las tropas tigriñas, un general que había comandado durante diez años al ejército federal etíope y en 1991 había sido uno de los estrategas que derrotaron al ejército etíope de Mengistu llegando a la capital, ha dicho a periodistas en entrevistas telefónicas que lo único que puede cambiar la situación militar sobre el terreno es un nuevo ataque contra Tigray del ejército eritreo de Isaias Afwerki. “Si la comunidad internacional está buscando seriamente una solución pacífica, no se logrará un arreglo sin tener un ojo puesto en Isaías”, ha dicho Tsadkan.
La guerra está siendo violenta y cruel contra la población. No se trata de los crímenes de guerra que suelen ocurrir en todas las guerras cometidos por las dos partes. Es otra cosa. Abiy Ahmed organizó la guerra como un genocidio, quería dar un castigo no solo a los líderes del TPLF sino a toda la población de Tigray por apoyarlos. Fue un gran error. La población se alistó en masa en el ejército tigreño después de lo que vieron y sufrieron, impulsando su exitosa contraofensiva.
Naciones Unidas ha denunciado que la población vulnerable de Tigray ha empezado a morir de hambre a consecuencia de un bloqueo a la asistencia humanitaria impuesto por el ejército etíope. En Tigray 400 mil personas estarían sufriendo hambre. Se han reportado violaciones en grupo por soldados etíopes y eritreos y masacres de civiles (ver el informe de Amnistía Internacional sobre Axum). Internet y los cajeros siguen cortados. Faltan medicinas y equipo médico en los hospitales. Los aviones y drones federales siguen bombardeando Mekelle. Nueve millones de personas en el norte de Etiopía, tigriños, amharas y afares, necesitan ayuda alimentaria. Esta sobredosis de violencia explica al menos en parte por qué una guerra que comenzó hace un año como “una operación para forzar el cumplimiento de la ley” se haya transformado en una guerra “existencial para el país”.
Un año ha bastado para que la fábrica social se resquebraje, pero no hay nada en el horizonte que pueda repararla. La guerra se está transformando en una guerra de sobrevivencia étnica que complica la existencia de Etiopía, una república federal con derecho a la separación basada en la diversidad y convivencia étnica. Cualquiera que haya vivido en Adis Abeba en los últimos tres años conoce el relato contra los tigriños a los que se les ha identificado automáticamente con los líderes del TPLF. Unos dirigentes a los que se les acusa de aprovecharse de años de bonanza económica en su propio provecho. En este relato, el problema no son políticos corruptos sino los tigriños, y la guerra ha acabado convirtiendo a ciudadanos que hace un año querían instaurar un régimen democrático en militantes etno-nacionalistas que se alistan para defender su existencia ante la supuesta amenaza de la otra etnia.
En Adis Abeba están deteniendo a tigriños que viven desde hace décadas en la capital por el solo hecho de su condición étnica. Muchos son apolíticos. Grupos entrenados por el estado van rastreando los barrios, entrando en cafés y restaurantes, llamando a las puertas buscando “tigriños”. Los detenidos son conducidos a campos de detención en vehículos militares. Hay detectados al menos cuatro grandes campos. Tres en Afar y uno en Adis Abeba. Solo en las últimas semanas han sido detenidos más de treinta mil tigriños, pero puede haber muchos más en los campos. Las razias empezaron con la guerra. Activistas de derechos humanos advierten que en una situación definida por el gobierno como “amenaza existencial” puede ocurrir lo peor. Advierten que muchos de los prisioneros pueden ser asesinados. La situación es más preocupante aún porque Jawar Mohammed and Bekele Gerba, líderes oromos opuestos a Abiy Ahmed, en prisión desde hace un año, han hecho una declaración la semana pasada a través de sus familias diciendo que tienen miedo de que los guardas de la prisión los maten.
En Etiopía la historia suele actuar como un actor vivo. La guerra de Tigray, que en principio era una disputa de élites políticas del mismo partido por el poder, proyectos y regalías, se va transformando en una guerra sobre cómo debe reorganizarse el estado etíope o incluso si tiene sentido la existencia del mismo. Es un problema que pusieron sobre la mesa los estudiantes marxistas que dominaban el movimiento estudiantil durante la revolución que derribó a Haile Selassie y su Imperio en 1974. La revolución misma creó dos fuerzas antagónicas: los militares que querían rehacer la estructura centralista imperial de otra manera y los guerrilleros que querían crear estructuras nacionalistas con poder en lo que hasta entonces podíamos decir habían sido etnias en sentido antropológico. Ambos se reclamaban marxistas-leninistas. El debate fue resuelto en una guerra que duró más de una década con la victoria de los guerrilleros. Establecieron una República Federal con derecho a la separación que mantuvo unida y estable a Etiopía durante casi treinta años. Ahora el conflicto entre las élites por el poder está abriendo de nuevo la caja de pandora del conflicto centralismo-nacionalismo étnico.
La crisis actual empezó con una rebelión de jóvenes oromos que reclamaban sus derechos federales. Acusaban al gobierno del TPLF de no ser consecuentemente federal y gobernar en realidad como un estado centralista expoliando los recursos oromos en su beneficio. Esta rebelión llevo a Abiy Ahmed al poder. Los oromos, la mayoría más numerosa, aproximadamente un tercio de los 110 millones de etíopes, pensaban que Abiy Ahmed siendo oromo defendería sus reivindicaciones nacionales, pero se equivocaron, optó por el modelo centralista. En su camino tenía que “someter” a somalíes, oromos y tigriños. Solo con los primeros tuvo éxito. Los jóvenes oromos se radicalizaron con el asesinato del cantante y activista Hachaluu Hundessa. Muchos de ellos se sintieron traicionados y se afiliaron al Ejército de Liberación Oromo, que ahora ha establecido una alianza con el TPLF y otras organizaciones de otros grupos étnicos.
La alianza se ha propuesto derribar a Abiy Ahmed. Quieren negociar las condiciones de su renuncia y establecer “una autoridad transitoria” que discuta el futuro del estado etíope, pero si no hay negociaciones han advertido que usarán la fuerza para derribarlo. Son organizaciones que están a favor de la federación o confederación. Por su parte Abiy Ahmed cuenta para su visión centralista con el apoyo amhara –sus nobles fueron la base del viejo Imperio– y sectores oromos de clase media o empresarios favorecidos por su gobierno, sobre todo en la capital.
Las negociaciones pueden ser el último resorte para salvar Etiopía y evitar una violencia étnica desatada, pero no hay indicios de que exista voluntad política, como demuestra la llegada de Abiy Ahmed al frente y los movimientos del TPLF-ELO hacia la capital. La comunidad internacional ha actuado muy tarde y de manera errática. Olusegun Obasanjo, el enviado al Cuerno de África por la Unión Africana, parece que no ha tenido mucho éxito en sus conversaciones para encontrar una salida negociada al conflicto. Emiratos Árabes Unidos sigue enviando armas a Abiy Ahmed, dinamitando cualquier esfuerzo para acabar con la guerra. Una empresa española y otra ucraniana hacen la entrega en el aeropuerto de Harar desde Dubai. Llama la atención que el gobierno español del PSOE-UP guarde silencio cuando organizaciones de derechos humanos están alertando de una situación que presenta todos los rasgos preparativos de un genocidio. Pero ese es otro tema.