El economista Samir Amin demuestra en seis puntos por qué, según él, la zona euro está en un callejón sin salida. La única puerta de salida –el abandono del euro y la creación de una serpiente monetaria europea– que supondría una puesta en entredicho del poder de los oligopolios le parece ya algo imposible.
No hay moneda sin Estado. Juntos, Estado y moneda constituyen en el capitalismo el medio de gestión del interés general del capital, más allá de los intereses particulares de los segmentos del capital en competencia. La dogmática en curso que imagina un capitalismo gestionado por el “mercado”, incluso sin Estado (reducido éste a sus funciones mínimas de guardián del orden), no se basa ni en una lectura seria de la historia del capitalismo real, ni en una teoría con pretensiones “científicas” capaz de demostrar que la gestión por el mercado produce –incluso tendencialmente– una forma u otra de equilibrio (a fortiori, un equilibrio “óptimo”).
Ahora bien, el euro se creó en ausencia de un Estado europeo, sustituto de los Estados nacionales, cuyas funciones esenciales de gestores de los intereses generales del capital estaban en camino de ser abolidas. El dogma de una moneda “independiente” del Estado expresa esta absurdidad.
La “Europa” política no existe. A pesar del imaginario ingenuo que llama a superar el principio de soberanía, los Estados nacionales siguen siendo los únicos que tienen legitimidad. No existe la madurez política que haga aceptar por el pueblo de cualesquiera de las naciones históricas que constituyen Europa el resultado de un “voto europeo”. Es posible desearlo, pero aún habrá que esperar mucho tiempo antes de que emerja una legitimidad europea.
La Europa económica y social ya no existe. Una Europa de 25 o 30 Estados sigue siendo una región profundamente desigual en su desarrollo capitalista. Los grupos oligopólicos que controlan actualmente el conjunto de la economía (y más allá de ella, también la política cotidiana y la cultura política) de la región son grupos que tienen una “nacionalidad” determinada por la de sus principales dirigentes. Son grupos principalmente británicos, alemanes y franceses, y accesoriamente holandeses, suecos, españoles e italianos. La Europa del Este y en parte la del Sur mantienen con la Europa del noroeste y la central una relación análoga a la que, en las Américas, caracteriza la existente entre América Latina y Estados Unidos. En estas condiciones, Europa es apenas un mercado común, apenas un mercado único que forma parte del mercado global del capitalismo tardío de los oligopolios generalizados, mundializados y financiarizados. Europa es, desde este punto de vista y como he escrito en otro lugar, la “región más mundializada” del sistema global. De esta realidad, reforzada por la imposible Europa política, deriva una diversidad de niveles de salarios reales y de sistemas de solidaridad social como las fiscalidades que no puede ser abolida en el marco de las instituciones europeas tal como son.
La creación del euro, pues, fue una forma de empezar la casa por el tejado. Los propios políticos que tomaron la decisión así lo han confesado, convencidos de que la operación obligaría a “Europa” a inventar su Estado transnacional, con lo que el tejado tendría finalmente una casa que cubrir. Pero este milagro no se concretó y todo da a entender que no lo va a hacer. Ya a finales de los años 90 tuve ocasión de expresar mis dudas sobre esta maniobra. La expresión que yo había empleado (“empezar la casa por el tejado”) la ha repetido recientemente un alto responsable de la creación del euro que, en aquella ocasión, me había dicho estar convencido de que mi juicio era excesivamente pesimista y que carecía de fundamento. Un sistema absurdo de este tipo solamente podía producir la apariencia de funcionar sin contratiempos, había escrito yo, mientras la coyuntura general siguiera siendo fácil y favorable. Era de esperar, por tanto, que pasase lo que pasó: en cuanto una crisis (que en un primer momento parecía meramente financiera) afectase al sistema, la gestión del euro se revelaría imposible, incapaz de permitir respuestas coherentes y eficaces. La crisis en curso está destinada a durar, incluso a profundizarse. Sus efectos son diferentes, y a menudo desiguales, de un país europeo a otro. La gestión de estos conflictos llamados a desarrollarse es imposible en ausencia de un Estado europeo, real y legítimo; y el instrumento monetario de esta gestión no existe. Las respuestas dadas por las instituciones europeas (incluido el Banco Central Europeo) a la crisis (griega, entre otras) son de hecho absurdas y están condenadas al fracaso. Estas respuestas se resumen en un solo término –austeridad en todas partes y para todos– y son análogas a las respuestas dadas por los gobiernos existentes en 1929-1930. Y del mismo modo que las respuestas de los años treinta agravaron la crisis real, las preconizadas ahora por Bruselas producirán el mismo resultado.
Lo que hubiera sido posible hacer durante la década de 1990 habría tenido que definirse en el marco del establecimiento de una “serpiente monetaria europea”. Cada nación europea, manteniendo su soberanía de hecho, habría gestionado entonces su economía y su moneda de acuerdo con sus posibilidades y sus necesidades, incluso limitadas por la apertura comercial (el mercado común). La interdependencia se habría institucionalizado por medio de la serpiente monetaria: las monedas nacionales se habrían intercambiado a unos tipos fijos (o relativamente fijos), revisados de vez en cuando por ajustes negociados (devaluaciones o reevaluaciones).
Se hubiese abierto entonces una perspectiva –larga– de “endurecimiento de la serpiente” (preparando tal vez la adopción de una moneda común). El progreso en esta dirección se habría medido por la convergencia –lenta, progresiva– de la eficacia de los sistemas de producción, de los salarios reales y de las ventajas sociales. Dicho de otro modo, la serpiente habría facilitado –y no dificultado– una progresión posible por convergencia hacia arriba. Esta habría exigido unas políticas nacionales diferenciadas con unos objetivos propios, y los medios para implementar estas políticas, entre otros el control de los flujos financieros, lo que implica el rechazo de la absurda integración financiera desregulada y sin fronteras.
La crisis actual del euro podría proporcionar la ocasión para el abandono del absurdo sistema de gestión de esta moneda ilusoria y para el establecimiento de una serpiente monetaria europea, en consonancia con las posibilidades reales de los países implicados.
Grecia y España podrían iniciar el movimiento decidiendo: 1) salir (“provisionalmente”) del euro; 2) devaluar; 3) instaurar el control de cambios, por lo menos en lo que respecta a los flujos financieros. Estos países estarían entonces en una posición de fuerza para negociar verdaderamente la reprogramación del pago de sus deudas, después de una auditoría, repudiando las deudas asociadas a operaciones de corrupción o de especulación (¡en las que los oligopolios extranjeros han participado y gracias a las cuales incluso han obtenido pingües beneficios!). El ejemplo, estoy convencido de ello, crearía escuela.
Desgraciadamente, la probabilidad de una salida de la crisis por estos medios es probablemente de casi cero. Pues la opción de la gestión del euro “independiente de los Estados” y el respeto sacrosanto a la “ley de los mercados financieros” no son el producto de un pensamiento teórico absurdo. Convienen perfectamente al mantenimiento de los oligopolios en los puestos de mando. Son piezas de la construcción europea global, concebida ella misma exclusiva e íntegramente para hacer imposible la puesta en cuestión del poder económico y político ejercido por estos oligopolios, en beneficio exclusivo suyo.
En un artículo publicado en varios sitios web y titulado Open letter by G.Papandréou to A.Merkel, los autores griegos de esta carta imaginaria comparan la arrogancia de la Alemania de antaño y la actual. Por dos veces a lo largo del siglo XX las clases dirigentes de este país han concebido el proyecto quimérico de configurar Europa por medios militares, cada vez sobreestimados. ¿Acaso su objetivo de liderazgo de una Europa pensada como “una zona del marco” no se basa a su vez en una sobreestimación de la superioridad de la economía alemana, de hecho relativa y frágil?
Una salida de la crisis solamente sería posible en la medida en que una izquierda radical se atreviese a tomar la iniciativa política de la constitución de bloques históricos alternativos “anti-oligárquicos”. Europa será de izquierdas o no será, he escrito en otro lugar. La adhesión de las izquierdas electorales europeas a la idea de que “vale más una Europa tal como es que la posibilidad de que no haya ninguna Europa” no permite salir de este callejón sin salida, lo que exige la deconstrución de las instalaciones y de los tratados europeos. En caso contrario, el sistema del euro, y tras él la “Europa tal como es” se sumirán en un caos cuya salida es imprevisible. Pueden concebirse entonces todos los “escenarios”, incluido aquel que supuestamente se quiere evitar, el del renacimiento de proyectos de ultraderecha. En estas condiciones, para Estados Unidos, la supervivencia de una Unión Europea perfectamente impotente o el estallido de la misma no cambian gran cosa. La idea de que una Europa unida y poderosa obligaría a Washington a tener en cuenta sus puntos de vista y sus intereses es una pura ilusión.
He dado a esta reflexión un carácter conciso, para evitar repetirme, pues he tratado por extenso diferentes aspectos del callejón sin salida europeo en varios escritos anteriores: La hegemonía de Estados Unidos y el eclipse del proyecto europeo (sección II, El Viejo Topo, 2000); Más allá del capitalismo senil (capítulo 6, El Viejo Topo, 2002); El virus liberal (capítulo 5, Ed. Hacer, 2003); Por un mundo multipolar (capítulo 1, El Viejo Topo, 2005), y La crisis: ¿salir de la crisis del capitalismo o salir del capitalismo en crisis? (capítulo 1, El Viejo Topo, 2008).