La actual pandemia muestra a las claras muchas de las debilidades de nuestra civilización, en especial el desprecio por los ecosistemas y la sobrevaloración del poder humano para controlar el entorno. Por eso, entre otras cosas, me parece equivocado enfrentar esta situación en términos de guerra. En los medios de comunicación son habituales expresiones como “venceremos al virus”, “resistiremos”, “no le daremos tregua”, y otros semejantes. No es una terminología adecuada; en primer lugar, porque antropologiza la enfermedad como si el virus fuera un ser humano dotado de voluntad y discernimiento. Reconocer la dinámica de un ente no significa tener que atribuirle rasgos humanos; eso impide un imaginario adecuado y desliza la idea de que detrás hay algún grupo interesado en propagar “el virus”. De ahí a las tesis conspiranoicas no hay más que un paso. Es una muestra más del antropocentrismo dominante en las concepciones hegemónicas: en vez de entenderlo como un fenómeno derivado de desequilibrios ecosistémicos que hace a los humanos más vulnerables justamente por falta de cuidado de su entorno, lo presenta como si los virus fueran entes humanoides que nos atacan. La presencia de un enemigo invisible y omnipresente azuza todos los desvaríos de una imaginación recalentada.
Por lo demás, en una guerra están permitidas actuaciones que no se aceptan en una situación que no lo sea por lo que la “guerra contra el virus” está abriendo un camino en el que podría parecer que todo vale: toque de queda, prohibiciones, restricciones al contacto con otros, etc. Sólo algunos gobiernos han dado este paso, pero la vía está abierta. Las resonancias bélicas de estos términos son evidentes y amplifican el miedo connatural al peligro de infección, magnificando la reacción a protegerse individualmente. Ello profundiza el habitual individualismo extremo de las sociedades modernas. A pesar de la referencia constante a los científicos, el discurso comunicativo es muy poco científico.
El virus no es más que un agente infeccioso que se reproduce por sí mismo si encuentra un lugar adecuado para ello, ese lugar son los cuerpos vivos, entre otros los humanos. En su pequeño panfleto S. Zizek llama a los virus agentes que operan al nivel más estúpido de repetición y multiplicación. Tratar la pandemia como si fuera resultado de una conjura de entes dotados de voluntad e inteligencia opera con una analogía que oscurece el problema. Crea pánico, lo que favorece medidas hacia la población más fuertes de lo que tal vez sería necesario. El pánico ha sido siempre un arma política de consecuencias catastróficas. Aumentarlo no parece la mejor solución.
Así pues, el estilo informativo y comunicativo predominante debería ser puesto en cuestión. A varios meses de distancia el tratamiento debería ser menos sensacionalista, menos aparatoso. A estas alturas se debería haber aprendido a tratar la enfermedad de un modo más prudente, puesto que son muchas las personas que están tratando con ella día a día. Aumentar el pánico no sirve. Habría que aprender de los protocolos médicos que combinan cuidados con protección del cuidador/a con el objetivo de proteger la vida del enfermo. Esa práctica debería ser la base de una nueva ética y de una política mucho más prudente.
En la práctica estamos viendo surgir esas formas prudentes. Frente a la radicalidad con que se presenta el dilema libertad/seguridad en el discurso público, lo que justifica las restricciones, sean cuales sean, con el argumento de proteger la salud, en los centros sanitarios se desarrollan prácticas prudentes de tratar con la enfermedad: mantenimiento de las distancias, uso de elementos de protección, prácticas higiénicas, etc. Lo mismo está ocurriendo en los centros educativos que, al menos hasta el momento, no están siendo focos de contagio. Eso muestra, en mi opinión, que caben formas concretas de cuidado de los enfermos que intenten atenderlos protegiéndose a su vez. La práctica médica cuenta con fórmulas y protocolos interesantes en este sentido.
Pero ese no es el estilo de las autoridades políticas. En toda Europa, como antes en China, las medidas de confinamiento están siendo muy drásticas. Al inicio, en marzo, el confinamiento total impuso una reducción a cero de la vida social. Lo asumimos con mucha angustia: estar encerrados en casa esperando a las ocho de la tarde para aplaudir desde los balcones y ventanas a los sanitarios/as. Sólo en ese pequeño rato los vecinos se saludaban unos a otros desde la distancia. La ciudad provocaba una sensación extraña. Una ciudad esperpéntica. Y al lado muy humana. Como en tiempos pretéritos: tiendas de proximidad, importancia del sector primario… No faltaron los suministros. Las pequeñas tiendas de barrio aguantaban. Y había cierto entorno más humano, ¿podría salir de ahí otro socialismo, con libertad y cooperación?
Al tiempo que surgía esta pregunta, hubo quien desde el principio dio rienda suelta al escepticismo y el negacionismo. Entre otros el muy conocido filósofo Giorgio Agamben. En un texto muy temprano, escrito en febrero de 2020, advertía de que había una especie de conspiración para desencadenar una situación de emergencia que permitiera tomar medidas de control social que en otra situación no serían admisibles. No solo limitaciones a la movilidad sino recorte de derechos fundamentales como el control personal por medios informáticos. Según él “en un círculo vicioso perverso, la limitación de la libertad impuesta por los gobiernos es aceptada en nombre de un deseo de seguridad que ha sido inducido por los mismos gobiernos que ahora intervienen para satisfacerla”. Puede que tenga razón en cuanto al uso político de la pandemia, pero no en cuanto a su existencia. En mi opinión la posición negacionista que de ahí se deriva no se sostiene puesto que la enfermedad existe: varios miles de personas han muerto y millones se han contagiado. Todos conocemos a alguien que le ha ocurrido.
Tampoco me convence la versión conspiranoica pues no acierto a comprender cómo y quién podría haber desencadenado voluntariamente esa enfermedad y en qué beneficiaría al capital global. Es cierto que en ocasiones parece una alucinación colectiva, pero no es pensable que todo el mundo se deje llevar por una alucinación de tal magnitud. Éste es el punto débil del argumento de la conspiración a no ser que le demos un poder desmedido a los medios de comunicación que, en la medida en que unos se alimentan de otros, estén creando una burbuja inmensa de desinformación. Aun así, los datos que provienen de los hospitales hablan de la existencia real de la enfermedad.
El peligro del virus consiste en su alta letalidad, la falta de vacunas y la velocidad de propagación. Eso tensiona el sistema sanitario ya que esa velocidad en la transmisión satura en poco tiempo las camas hospitalarias disponibles. Si los hospitales se saturan habrá que dejar morir a la gente ya sea por esa enfermedad o por otras. De ahí la necesidad de bloquear el contagio, tal vez no por el peligro de la enfermedad en sí misma, puesto que al parecer para muchos pacientes es bastante benigna. Pero para una minoría es letal. Por eso es de un cinismo monstruoso decir que sería mejor dejar morir a una minoría para que la mayoría se salvara. Como cantaba Alicia Torres cuando Christine Lagarde dijo algo así a propósito de los viejos que consumían muchos recursos con sus pensiones, la respuesta es obvia: Muérete tú. Evidentemente la saturación hospitalaria disminuiría con más camas y más personal, razón por la que no se entiende la renuencia de las autoridades en contratar a más personas. ¿Será porque es más fácil confinar?
Otra consecuencia de todo ello es que las únicas empresas beneficiarias de este desastre sean las grandes informáticas, Google, Apple, Facebook, Amazon, Microsoft. La ampliación del teletrabajo, el mayor consumo de productos audiovisuales a través de los dispositivos electrónicos, el hecho de que la interacción social deba circular casi en exclusiva de forma virtual amplía exponencialmente la dimensión de sus negocios. Pero de que sean los principales beneficiarios no se desprende que sean los impulsores. Al menos hasta que tengamos pruebas de ello. Y conozcamos más en detalle la dimensión geopolítica de todo ello.
Todo ello muestra que el tratamiento correcto de la situación pasa por identificar formas de protección de las personas que desafíen la histeria colectiva y propicien formas sensatas de mantener las interacciones sociales, poniendo en cuestión el axioma de que todos somos iguales, cosa que nunca fue cierta, no porque no debamos ser tratados en igualdad sino porque ocupamos posiciones profundamente desiguales.
LA DESIGUALDAD FRENTE A LA ENFERMEDAD
La pandemia ha hecho visible la profunda desigualdad del sistema capitalista en el que vivimos. Ha mostrado la pervivencia y virulencia de la división en clases a pesar del discurso del “estamos todos juntos en eso”.
La expresión “el virus no distingue entre clases sociales” forma parte de un discurso que en su afán retórico busca crear una sensación de vulnerabilidad general que persuada a la ciudadanía del peligro que corren. No digo que no tenga cierto éxito en evitar conductas peligrosas, aunque recurra fundamentalmente al miedo al contagio. Eso supone un aumento de la individualización y el aislamiento como forma de protección y dificulta acciones de solidaridad que siguen siendo necesarias. Pero lo más importante es que no es cierto. Hay más casos de enfermedad y más graves en barrios pobres que en los pudientes.
Veamos el caso de Madrid. Madrid es una ciudad atravesada por una línea que divide los barrios del Sur, más pobres, de los del Norte que disfrutan de mayor capacidad adquisitiva, con excepción de Tetuán, un barrio del norte de la capital con zonas muy empobrecidas. La diferencia puede ser de uno a tres. Pues bien, la incidencia de los casos es mucho mayor en los barrios del Sur o sea Usera, Villaverde, Vallecas, Moratalaz y qué casualidad, también Tetuán. La incidencia también es mayor en los pueblos de la Comunidad más empobrecidos como Parla, Getafe, Móstoles,…que en los pueblos más ricos como Las Rozas, Majadahonda o Pozuelo, aunque en estos últimos también está subiendo.
Ahora bien, constatamos que la reacción de las autoridades políticas de la Comunidad, gobernada por el Partido popular con la ayuda de Ciudadanos y Vox, es aislar a las zonas con más incidencia que resultan ser las zonas más pobres. Sin tener en cuenta que en esas zonas viven personas que trabajan en toda la ciudad por lo que, en la medida en que precisan de sus servicios, no se puede prescindir de ellas. Su movilidad es causa de contagio, pero a la vez sus servicios son imprescindibles.
Esa especial situación está dando lugar a una consideración muy perversa de la fuerza de trabajo: deben quedarse recluidos en sus zonas para no extender el virus, pero al tiempo, dado que el trabajo debe protegerse, deben salir de sus zonas para trabajar. Una forma totalmente clasista de gestionar la cuestión puesto que las personas trabajadoras quedan reducidos a la condición de fuerza de trabajo y son despojados de todas las otras cualidades. No podrán salir a pasear o a disfrutar de los parques, pero sí a trabajar. No es de extrañar que esas medidas hayan desencadenado fuertes protestas de las poblaciones afectadas.
En las medidas tomadas se transparenta una actitud clasista que desconsidera las vidas de las personas trabajadoras que tienen que ganarse el pan todos los días, desafiando los peligros para su salud. Pero lo más curioso es que los responsables de esta política no adviertan que es muy corta de miras, dado que la enfermedad se sigue transmitiendo y acabará por afectar a las clases más altas. Difícilmente éstas podrán aislarse en un lugar seguro especialmente en tanto necesiten de los servicios de otros.
La gestión de la pandemia muestra cómo el trabajo sigue siendo columna central de nuestras sociedades; no sólo no puede prescindirse de que una gran parte de las personas trabajen sino que, además, los trabajos esenciales —denominados así en los propios decretos— son aquellos que sostienen la sociedad y que generalmente están feminizados y precarizados: limpieza, cuidados, mantenimiento, alimentación,… Al centrar las medidas anticontagio en el ocio y no en el trabajo llegamos a la situación actual en la que alguien tiene que ir a trabajar en medios de transporte abarrotados pero luego no puede salir a pasear por su barrio. Por eso digo que la actual gestión de la pandemia es profundamente clasista y, en vez de paliarlas, exacerba las profundas desigualdades sociales.
Esta peculiar situación nos enfrenta a una característica central de los problemas contemporáneos. Los peligros actuales como son el cambio climático y ahora esa endemoniada pandemia afectan realmente a todas las personas, pero sus efectos se declinan diferencialmente con sesgos de clase y de género. Ello favorece tomar medidas clasistas con el objetivo de salvaguardar a las clases pudientes, cosa que ya resulta imposible.
El sesgo de género también se está haciendo visible. En los casos en los que se ha impuesto el teletrabajo pero al mismo tiempo los centros escolares estaban cerrados, la tensión en las familias ha subido exponencialmente, recayendo gran parte de ella sobre las mujeres. Mujeres que, además de su trabajo, que ahora hacen desde casa, tienen que atender a la logística de la familia: compras, comidas, limpieza, atención a los pequeños, cuidados varios, por no hablar de aquellos casos en que hay enfermos, ancianos o dependientes. Si salir a trabajar fuera supone a veces un mínimo respiro, el confinamiento lo impide. No es raro que los casos de violencia de género hayan aumentado. Según el Ministerio de Igualdad las llamadas al 016 han aumentado un 26,9% en el semestre, en comparación con el mismo semestre de 2019, así como el número de dispositivos de seguimiento instalados. Han disminuido las denuncias, pero lo interpretan como consecuencia de la dificultad de movimientos durante el confinamiento.
La conclusión parece clara: el confinamiento como medida fundamental endurece las condiciones de vida de muchas personas, especialmente aquellas que están en condiciones de mayor vulnerabilidad, ahora no al virus, sino a las desigualdades sociales y de género. La pandemia transforma la defensa de la vida de las poblaciones en objeto de políticas públicas, pero con un fuerte sesgo de clase y de género. Aflora también la contradicción de que las personas que realizan trabajos denominados “esenciales”, deban desplazarse todos los días en medios de transporte abarrotados mientras que las clases rentistas deben recluirse en sus casas. Y ¿quien no tiene casa donde recluirse? El confinamiento pone de relieve estas diferencias y muestra cómo luchar por defender la vida, la propia y la de las comunidades más pobres se convierte en asunto prioritario.
Muchos afirman que el dilema economía versus salud es un dilema falso puesto que sin salud no puede haber economía que valga. Lo mismo podríamos decir a la inversa: si estás enfermo y te mueres el dinero no sirve de nada. En términos absolutos el dilema es irresoluble. Pero no lo es si lo analizamos en términos de clase y de prioridades. La gestión clasista de la crisis que estamos viendo entre otras en la Comunidad de Madrid pone de relieve que para algunos sectores de la derecha política cuando se habla de salud se refieren a la salud de los suyos; menosprecian la salud de todos aquellos otros que, por necesidad, deben anteponer el trabajo a la salud. Si no fuera así su prioridad iría a atender los espacios donde puede haber más peligro de contagio, por ejemplo en los transportes públicos, y a dotar de más medios los recursos asistenciales que se precisan en los barrios más pobres y más afectados.
La respuesta a estas políticas está viniendo de la mano del denominado sindicalismo social. Estas iniciativas, como la PAH y los colectivos de vivienda, las comunidades escolares, las asociaciones de barrio, están reactualizando las viejas prácticas de resistencia social adaptándolas a la defensa de las condiciones de vida, entre ellos los alquileres o la sanidad y la educación, por no decir las pensiones. Es decir, se trata de sustraer al dominio incontestado del mercado aquellos servicios necesarios para vivir que son puestos en peligro por éste.
Como en el sindicalismo clásico estas iniciativas apelan al Estado como órgano de intervención para regular la interacción social poniendo un freno al neoliberalismo imperante a partir de los años 90. En este sentido puede suponer un viraje en la política social puesto que si algo pone de relieve la pandemia es la necesidad de que los poderes públicos intervengan recuperando espacios de decisión de obligado cumplimiento.
Eso supone un problema para aquellas iniciativas que desconfían, con razón, del Estado. Si bien, como decíamos antes, parece surgir una tendencia hacia la cooperación y la solidaridad, un afán por proteger “lo público”, en especial la sanidad —nadie se atreve en este momento a pronunciarse en contra de la sanidad pública— no parecen recoger el mismo beneplácito los proyectos comunitarios. Estos siguen siendo percibidos como pequeñas ayudas en situaciones de emergencia, carentes de la envergadura necesaria. Por eso sería interesante que se dedicaran más recursos a este tipo de iniciativas, a cooperativas de cuidados que superen la dicotomía entre público/privado, a proyectos de comunicación alternativos. El capitalismo se está reinventando intentando aprovechar la lluvia de dinero público para reflotar sus empresas, grandes y pequeñas. Sería el momento de que estos nuevos modelos se vean también potenciados pues han sido aquellos que, en un momento de emergencia, han sido capaces de resolver problemas acuciantes.
El cuidado de lo común no tendríamos que dejarlo de nuevo en manos del Estado en una reedición del programa de la Socialdemocracia de siempre. Sino aprovechar la coyuntura para potenciar la economía social y solidaria. Tal vez con estos mimbres y la tendencia antes mencionada podríamos potenciar una sociedad anticapitalista que, a trancas y barrancas, lleva ya décadas pugnando por nacer. O esto o el desastre de una nueva pérdida de recursos y una nueva ola de austeridad dentro de unos años dado el gran volumen de deuda pública que se nos viene encima.
Texto publicado originalmente en El Salto.