Nacido en Pisa el 15 de febrero de 1564, Galileo Galilei ha sido calificado a menudo como el padre de la ciencia, y efectivamente su derecho a reclamar este título se basa en una trayectoria realmente impresionante. Tal vez no fue el primero en desarrollar una teoría científica, ni el primero en llevar a cabo un experimento, ni el primero en observar la naturaleza, ni tan siquiera el primero el demostrar el poder que puede tener un invento, pero fue probablemente el primero que destacó en todos estos campos, siendo un brillante teórico, un experto experimentalista, un meticuloso observador y un ingenioso inventor.
Demostró sus múltiples talentos durante sus años de estudiante, cuando su mente vagaba erráticamente durante un servicio religioso en la catedral y se fijó en una lámpara que oscilaba. Utilizó su propio pulso para calcular el tiempo que duraba cada oscilación y observó que el período del ciclo de ida y vuelta que seguía la lámpara permanecía constante, a pesar de que el arco de la oscilación al empezar el servicio había ido disminuyendo hasta ser una ligera oscilación al final. De vuelta en su casa, pasó del modo observacional al experimental y se puso a juguetear con varios péndulos de diferentes longitudes y pesos. Utilizó a continuación los datos experimentales que había obtenido para desarrollar una teoría que explicaba cómo el período de oscilación es independiente del ángulo de oscilación y del peso del objeto que oscila, y depende solamente de la longitud del péndulo. Después de este período de investigación pura, Galileo pasó al modo inventor y colaboró en el desarrollo de la pulsilogia, un péndulo sencillo cuya oscilación regular le permitía actuar como un cronómetro.
En particular, ese cronómetro podía utilizarse para medir el pulso de un paciente, con lo que invertía los roles de su observación original, cuando había utilizado su propio pulso para calcular el período de oscilación de la lámpara. Por aquel entonces estaba estudiando para ser médico, pero esta fue la única contribución que hizo a la medicina. Posteriormente convenció a su padre de que le permitiese abandonar la medicina para seguir una carrera como científico.
Además de su indudable inteligencia, el éxito de Galileo como científico se basó en su tremenda curiosidad por el mundo y todo lo que contenía. Era muy consciente de su naturaleza inquisitiva, y en cierta ocasión exclamó: “¿Cuándo dejaré de asombrarme por las cosas?”.
Su curiosidad iba de la mano con un talante rebelde. No tenía respeto por la autoridad, entendiendo por ello que no aceptaba que algo fuera verdad simplemente porque lo dijeran los maestros, los teólogos o los antiguos griegos. Por ejemplo, Aristóteles utilizaba la filosofía para deducir que los objetos pesados caen más deprisa que los objetos livianos, pero Galileo llevó a cabo un experimento para demostrar que Aristóteles estaba equivocado. Fue incluso lo bastante atrevido como para decir que Aristóteles, que por aquel entonces era el intelectual más aclamado de la historia, “había escrito lo contrario de la verdad”.
Cuando Kepler oyó hablar por primera vez del uso que Galileo había hecho del telescopio para explorar el firmamento, probablemente dio por supuesto que Galileo era el inventor de aquel artilugio. De hecho, mucha gente sigue haciendo la misma suposición hoy en día. Pero fue Hans Lippershey, un fabricante de lentes flamenco, quien patentó el telescopio en octubre de 1608. A los pocos meses del descubrimiento de Lippershey, Galileo escribió que “ha llegado a mis oídos el rumor de que un holandés ha fabricado un extraordinario catalejo”, e inmediatamente se dispuso a construir sus propios telescopios.
El gran logro de Galileo fue transformar el rudimentario diseño de Lippershey en un instrumento realmente portentoso. En agosto de 1609, Galileo le presentó al Dux de Venecia el que por entonces era el más poderoso telescopio del mundo. Juntos subieron a lo alto del campanario de San Marco, instalaron el telescopio e inspeccionaron la laguna. Una semana más tarde, en una carta a su cuñado, Galileo le informaba de que el telescopio estaba provocando “el asombro infinito de todos”. Los instrumentos rivales tenían un aumento de aproximadamente x10, pero Galileo tenía un conocimiento más perfecto de la óptica del telescopio y consiguió unos aumentos de x60. El telescopio no solamente dio a los venecianos una ventaja en el campo de batalla, pues podían ver al enemigo antes de que el enemigo les viera a ellos, sino que también permitió a los más astutos mercaderes divisar a mucha distancia la llegada de un barco cargado de especias o de telas, lo que les permitía liquidar rápidamente sus existencias antes de que los precios del mercado cayeran en picado.
Galileo supo sacar provecho de la comercialización del telescopio, pero también se dio cuenta del enorme valor científico que tenía. Cuando apuntaba su telescopio hacia el cielo nocturno, podía ver más lejos, con más claridad y con mayor profundidad en el espacio de lo que nadie había conseguido ver antes que él. Cuando Herr Wackher le habló a Kepler del telescopio de Galileo, el astrónomo inmediatamente reconoció su potencial y escribió el siguiente panegírico: “¡Oh, telescopio, instrumento del conocimiento, más valioso que cualquier cetro! ¿Acaso quien te tiene en sus manos no es el dueño y señor de las obras de Dios?”. Galileo sería efectivamente este dueño y señor.
Primero Galileo estudió la Luna y mostró que estaba “llena de protuberancias, cráteres profundos y sinuosidades”, lo que estaba en directa contradicción con el punto de vista ptolemaico según el cual los cuerpos celestes eran esferas sin mácula. La imperfección de los cielos fue más tarde reafirmada cuando Galileo apuntó su telescopio hacia el Sol y descubrió unas manchas e imperfecciones, las llamadas manchas solares, que hoy sabemos que son trozos de la superficie solar de hasta 100.000 km de ancho.
Luego, en enero de 1610, Galileo hizo una observación aún más trascendental cuando descubrió lo que inicialmente pensó que eran cuatro estrellas merodeando por las inmediaciones de Júpiter. Pronto quedó claro que aquellos objetos no eran estrellas, porque giraban alrededor de Júpiter, lo que significaba que eran lunas jupiterinas. Nunca antes había visto nadie más lunas que la nuestra. Ptolomeo había dicho que la Tierra era el centro del universo, pero allí estaba la prueba indiscutible de que no todo giraba alrededor de la Tierra.
Galileo, que mantenía correspondencia con Kepler, conocía muy bien la última versión kepleriana del modelo copernicano, y se dio enseguida cuenta de que su descubrimiento de las lunas de Júpiter proporcionaba nuevas pruebas a favor del modelo heliocéntrico del universo. No tenía ninguna duda de que Copérnico y Kepler tenían razón, pero siguió buscando pruebas a favor de este modelo con la esperanza de convencer al establishment, que seguía aferrado al punto de vista tradicional de un universo geocéntrico. La única forma de resolver definitivamente la cuestión era llevar a cabo una predicción que permitiese tomar claramente partido por uno de los dos modelos en disputa. Si dicha predicción podía contrastarse empíricamente, confirmaría uno de los modelos y refutaría al otro. La ciencia auténtica formula teorías empíricamente verificables, y es mediante esta verificación como progresa.
De hecho, Copérnico ya había hecho esta predicción, una predicción que solamente estaba esperando a que estuvieran disponibles los instrumentos apropiados para hacer las observaciones pertinentes. En De revolutionibus había afirmado que Mercurio y Venus tenían que presentar una serie de fases (por ej., Venus llena, Venus creciente, Venus menguante) similares a las fases de la Luna, y el patrón exacto que seguirían estas fases dependería de si la Tierra giraba en torno al Sol o viceversa. En el siglo XV no era posible comprobar cuál era el patrón que seguían las fases porque el telescopio aún no había sido inventado, pero Copérnico confiaba en que era una cuestión de tiempo y que pronto se demostraría que estaba en lo cierto. “Si nuestro sentido de la vista pudiera ampliarse lo suficiente, veríamos las fases de Mercurio y de Venus”.
Dejando aparte Mercurio y concentrándonos en Venus, la relevancia de las fases es evidente en la Figura 17. Venus siempre tiene una cara iluminada por el Sol, pero desde nuestro punto de vista en la Tierra, esta cara no está siempre mirando hacia nosotros, por lo que Venus pasa por una serie de fases. En el modelo geocéntrico de Ptolomeo, la secuencia de fases viene determinada por la trayectoria que sigue Venus en torno a la Tierra y por su servil obediencia a su epiciclo. Sin embargo, en el modelo heliocéntrico la secuencia de fases es diferente porque está determinada por la trayectoria de Venus en torno al Sol sin necesidad de ningún epiciclo. Si alguien pudiera identificar la secuencia real de fases crecientes y menguantes de Venus, podría probar más allá de cualquier duda razonable qué modelo era el correcto.
En otoño de 1610, Galileo se convirtió en la primera persona que observó y que trazó el mapa de las fases de Venus. Como esperaba, sus observaciones encajaban perfectamente con las predicciones del modelo heliocéntrico y aportaban nuevos argumentos en favor de la revolución copernicana. Registró sus resultados en una críptica nota en latín que decía Haec immatura a me iam frustra leguntur oy (“En este momento son demasiado jóvenes para que las pueda leer”). Más tarde reveló que se trataba de un anagrama en clave que, una vez descifrado, decía Cynthiae figuras oemulatur Mater Amorum (“Las figuras de Cynthia son imitadas por la Madre del Amor”). Cynthia era una referencia a la Luna, cuyas fases eran ya muy conocidas, y la Madre del Amor era una alusión a Venus, cuyas fases había descubierto Galileo.
Las pruebas a favor del universo heliocéntrico se fueron haciendo más convincentes con cada nuevo descubrimiento. La Tabla 2 (pp. 42-3) comparaba los modelos geocéntrico y heliocéntrico basándose en las observaciones precopernicanas, y mostraba por qué el modelo geocéntrico parecía más lógico durante la Edad Media. La Tabla 3 (al dorso) muestra por qué las observaciones de Galileo hicieron más persuasivo al modelo heliocéntrico. El punto débil restante en el modelo heliocéntrico sería eliminado más tarde, una vez que los científicos comprendieran mejor el fenómeno de la gravedad y pudieran entender por qué no notamos el movimiento de la Tierra alrededor del Sol. Y aunque el modelo heliocéntrico no estaba en sintonía con el sentido común, uno de los criterios de la tabla, esto no era realmente una debilidad porque el sentido común tiene poco que ver con la ciencia, como ya hemos dicho antes.
En este punto de la historia, todos los astrónomos deberían de haber cambiado de lealtad y haberse pasado al modelo heliocéntrico, pero este cambio no tuvo lugar. La mayoría de astrónomos se habían pasado la vida convencidos de que el universo giraba alrededor de una Tierra estática y eran incapaces de dar el salto emocional o intelectual a un universo heliocéntrico. Cuando el astrónomo Francesco Sizi tuvo noticia de las observaciones de las lunas de Júpiter por parte de Galileo, que parecían sugerir que la Tierra no era el centro de todo, propuso un estrafalario contraargumento: “Las lunas son invisibles a simple vista y por consiguiente no pueden tener ninguna influencia sobre la Tierra, o sea que no sirven para nada, es decir, no existen”. El filósofo Giulio Libri adoptó un punto de vista igualmente ilógico e incluso se negó a mirar por el telescopio por una cuestión de principios. Cuando Libri murió, Galileo comentó que al menos podría ver las manchas solares, las lunas de Júpiter y las fases de Venus en su camino hacia el cielo.
La Iglesia católica tampoco estaba dispuesta a abandonar su doctrina de que la Tierra permanecía fija en el centro del universo, a pesar de que los matemáticos jesuitas habían confirmado la superior precisión del nuevo modelo heliocéntrico. A partir de entonces, los teólogos aceptaron que el modelo heliocéntrico podía efectuar unas predicciones excelentes de las órbitas planetarias, pero al mismo tiempo se negaron a aceptar que ello fuera una representación válida de la realidad. En otras palabras, el Vaticano consideraba el modelo heliocéntrico del mismo modo que nosotros consideramos una frase como “Oh, cómo necesito una copa después de asistir a una pesada clase de mecánica cuántica”. Esta frase en inglés [“How I need a drink, alcoholic of course, after the heavy lectures involving quantum mechanics”] es una ayuda mnemotécnica para el número. Contando el número de letras que tiene cada palabra, obtenemos 3,14159265358979, que es el valor del número ð hasta el catorceavo decimal. La frase es efectivamente un artilugio muy preciso para representar el valor de π, aunque sabemos perfectamente que p no tiene nada que ver con el alcohol. La Iglesia sostenía que el modelo heliocéntrico del universo tenía un estatus similar –preciso y útil, pero no real.
No obstante, los copernicanos continuaron argumentando que el modelo heliocéntrico predecía mejor la realidad por la simple razón de que el Sol realmente estaba en el centro del universo. Y lógicamente, ello provocó una dura reacción de la Iglesia. En febrero de 1616, un comité de asesores de la Inquisición declaró formalmente que defender el punto de vista heliocéntrico del universo era herético. A consecuencia de dicho edicto, el De revolutionibus de Copérnico fue prohibido en marzo de 1616, sesenta y tres años después de haber sido publicado.
Galileo no podía aceptar la condena de sus puntos de vista científicos por parte de la Iglesia. Aunque era un devoto católico, también era un ferviente racionalista y se creía capaz de conciliar estos dos sistemas de creencias. Había llegado a la conclusión de que los científicos estaban mejor cualificados para opinar sobre el mundo material, mientras que los teólogos lo estaban para opinar sobre el mundo espiritual y sobre cómo había que vivir en el mundo material. Galileo decía que “la finalidad de las Sagradas Escrituras es enseñar a los hombres cómo ir al cielo, no decirles cómo es”.
Si la Iglesia hubiera criticado el modelo heliocéntrico identificando algún punto débil en la teoría o algún error en los datos, entonces Galileo y sus colegas habrían estado dispuestos a escucharla, pero sus críticas eran puramente ideológicas. Galileo optó por ignorar los puntos de vista de los cardenales, y año tras año siguió abogando por una nueva visión del universo. Finalmente, en 1623, creyó ver una oportunidad de derrotar a las autoridades eclesiásticas cuando su amigo el cardenal Maffeo Barberini fue elegido para el trono papal con el nombre de Urbano VIII.
Tanto Galileo como el nuevo papa habían nacido y se habían criado en Florencia, y habían asistido a la misma universidad en Pisa, y poco después de su elección Urbano VIII concedió a Galileo seis largas audiencias. Durante una de ellas, Galileo mencionó la idea de escribir un libro que comparase los dos puntos de vista rivales del universo, y cuando abandonó el Vaticano lo hizo con la impresión de que había obtenido la bendición del papa. Regresó a su estudio y empezó a escribir el que acabaría siendo uno de los libros más polémicos jamás publicados en la historia de la ciencia.
En su Diálogo sobre los dos principales sistemas del mundo, Galileo recurre a tres personajes para debatir los méritos respectivos de los sistemas geocéntrico y heliocéntrico. Salviati defiende la opinión preferida de Galileo, la heliocéntrica, y es claramente un hombre inteligente, culto y elocuente. Simplicio, el bufón, intenta defender el punto de vista geocéntrico. Y Sagredo actúa como mediador, guiando la conversación que mantienen los otros dos personajes, aunque de vez en cuando muestra su parcialidad reprendiendo o burlándose de Simplicio. Era un texto académico, pero el recurso de usar personajes para explicar los argumentos y contraargumentos lo hizo accesible a muchos lectores. Además estaba escrito en italiano, no en latín, por lo que resultaba evidente que Galileo buscaba un amplio respaldo popular para su visión heliocéntrica del universo.
El Diálogo fue finalmente publicado en 1632, casi una década después de que Galileo hubiese conseguido aparentemente la aprobación del papa. Esta larga demora entre el comienzo de la obra y su publicación resultó tener severas consecuencias, porque la Guerra de los Treinta Años, entonces en curso, había cambiado el paisaje político y religioso, y el papa Urbano VIII estaba ahora dispuesto a aplastar a Galileo y a sus ideas. La Guerra de los Treinta Años había empezado en 1618 cuando un grupo de protestantes había entrado por la fuerza en el Palacio Real de Praga y había arrojado por una ventana a dos de los consejeros del rey Fernando, un hecho que se conoce en los libros de historia como la Defenestración de Praga. La población local se había enojado por la constante persecución a que sometía a los protestantes el rey católico, y con esta acción provocaron el levantamiento violento de las comunidades protestantes de Hungría, Transilvania, Bohemia y otras partes de Europa.
En el momento en que se publicó el Diálogo, hacía ya catorce años que duraba la guerra, y la Iglesia Católica estaba cada vez más alarmada por la creciente amenaza protestante. El papa estaba obligado a dar muestras de ser un gran defensor de la fe católica y decidió que parte de su nueva e implacable estrategia populista sería dar un hábil giro radical y condenar los blasfemos escritos de cualquier científico herético que se atreviese a cuestionar la tradicional visión geocéntrica del universo.
Una explicación más personal del espectacular cambio de opinión del papa es que unos cuantos astrónomos celosos de la fama de Galileo, junto con los cardenales más conservadores, excitaron los ánimos destacando los paralelismos existentes entre algunas de las declaraciones astronómicas anteriores y más ingenuas del propio papa, y las frases que pronuncia el bufón Simplicio en el Diálogo. Por ejemplo, Urbano había dicho, igual que hace Simplicio, que un Dios omnipotente había creado el universo sin preocuparse por las leyes de la física, con lo que el papa tuvo que sentirse humillado por la sarcástica réplica de Salviati a Simplicio en el Diálogo: “Así que Dios podría haber hecho que los pájaros volasen teniendo los huesos de oro sólido, las venas llenas de mercurio, la carne más pesada que el plomo y las alas extremadamente pequeñas. Pero no lo hizo, y esto debería haceros ver algo. Es solamente para disimular vuestra ignorancia que sacáis a colación al Señor a cada paso”.
Poco después de la publicación del Diálogo, la Inquisición ordenó a Galileo presentarse ante su tribunal bajo la acusación de “vehemente sospecha de herejía”. Cuando Galileo protestó diciendo que estaba demasiado enfermo para viajar, la Inquisición le amenazó con arrestarle y llevarle a Roma encadenado, con lo cual él consintió y se preparó para emprender el viaje. Mientras esperaba la llegada de Galileo, el papa intentó incautar el Diálogo y ordenó al impresor que mandase todos los ejemplares del libro a Roma, pero ya era demasiado tarde –la edición ya se había agotado.
El juicio a Galileo empezó en abril de 1633. La acusación de herejía se centraba en el conflicto entre las opiniones de Galileo y la afirmación que se hace en la Biblia según la cual “Dios fijó la Tierra sobre sus cimientos para que no se moviese jamás”. La mayoría de los miembros de la Inquisición adoptaron el punto de vista expresado por el cardenal Bellarmino: “Afirmar que la Tierra gira alrededor del Sol es tan erróneo como afirmar que Jesús no nació de una virgen”. Sin embargo, entre los diez cardenales que presidían el juicio, había una facción racionalista que simpatizaba con Galileo liderada por Francesco Barberini, el sobrino de Urbano VIII. Durante dos semanas se fueron acumulando las pruebas en contra de Galileo y hubo incluso amenazas de tortura, pero Barberini constantemente abogaba por una mayor indulgencia y tolerancia. Hasta cierto punto se salió con la suya. Después de ser declarado culpable, Galileo no fue ejecutado ni arrojado a una mazmorra, sino sentenciado en cambio a un arresto domiciliario indefinido, y el Diálogo pasó a engrosar la lista de libros prohibidos, el Index librorum prohibitorum. Barberini fue uno de los tres jueces que no firmaron la sentencia.
El juicio de Galileo y el castigo subsiguiente fueron uno de los episodios más oscuros de la historia de la ciencia, un triunfo de la irracionalidad sobre la lógica. Al final del juicio, Galileo se vio obligado a retractarse y a negar la verdad de su argumento. Sin embargo, consiguió salvar en parte su orgullo en nombre de la ciencia. Después de escuchar su sentencia, cuando se incorporaba de la postura genoflexa en la que la había tenido que escuchar, se dice que murmuró entre dientes: “Eppur si muove” [“Y sin embargo se mueve”]. En otras palabras, la verdad la dicta la realidad, no la Inquisición. Independientemente de lo que dijera la Iglesia, el universo seguía funcionando de acuerdo con sus propias e inmutables leyes científicas, y la Tierra daba realmente vueltas en torno al Sol.
Galileo se sumió en el aislamiento. Confinado en su casa, continuó reflexionando sobre las leyes que rigen el universo, pero sus investigaciones se vieron severamente limitadas porque en 1637 se quedó ciego, probablemente debido a un glaucoma causado por las largas horas que había pasado en su telescopio mirando el Sol. El gran observador ya no pudo observar más. Galileo murió el 8 de enero de 1642. Como acto final del castigo al que le había sometido, la Iglesia le negó el derecho a ser enterrado en tierra consagrada.
Epígrafe del capítulo 1 del libro de Simon Singh Big Bang. El descubrimiento científico más importante…