El barrio de Muranów, en Varsovia, es hoy una zona de la ciudad en plena transformación. Por doquier se ven nuevos edificios, grúas de construcción y oficinas de organismos, que se mezclan con los viejos edificios que fueron levantados por la Polonia socialista sobre las ruinas del ghetto judío destruido por los nazis, tras el horror de la II Guerra Mundial.
Cerca de la parada de metro de Rondo Daszyńskiego está el edificio Warsaw Spire. Allí se encuentra la sede de Frontex, la policía de fronteras de la Unión Europea, un polémico organismo cuya principal función, más allá de la propaganda oficial, es impedir que lleguen refugiados a Europa.
En el perímetro del ghetto, que fue derruido a conciencia por los nazis, encerrados entre tapias vigiladas por las SS, hacinaron a cuatrocientas mil personas, la tercera parte de los habitantes de Varsovia, que fueron víctimas de las enfermedades, del hambre y de la deportación a los campos de exterminio. Allí donde los nazis utilizaban lanzallamas para abrasar a los resistentes que se ocultaban en edificios destruidos y en sótanos, y para quemar los edificios, se ha instalado la policía de fronteras de la Unión Europea, Frontex, uno de esos organismos que no suelen ser fiscalizados por los gobiernos, ni por la mayoría de los partidos políticos, ni por la prensa, y, ni mucho menos, por los ciudadanos.
No es raro que cuando derriban un edificio en Muranów, o cuando construyen nuevas canalizaciones o infraestructuras, surjan a la superficie, a veces a menos de dos palmos del suelo, objetos domésticos que fueron utilizados por los habitantes del ghetto en los años del terror nazi. Un plato roto o un pedazo de muñeca. Son el testimonio del sufrimiento y la muerte que padecieron centenares de miles de personas. Sobre los escombros del ghetto, en los duros años de posguerra en que Varsovia era una montaña de ruinas, la Polonia socialista empezó a construir edificios para aliviar el problema de la falta de viviendas.
Ahora, se cuentan historias terribles de la actividad de Frontex, corren por Varsovia relatos de aviones que despegan de aeropuertos polacos para viajar a otros países europeos con una siniestra misión: deportar a inmigrantes que han sido detenidos por la policía de algún país europeo, noticias de deportaciones violando la legalidad comunitaria e internacional, relatos de atropellos a los derechos humanos y a las obligaciones que debería cumplir la Unión Europea en aplicación de los acuerdos internacionales y del deber de auxilio al refugiado que huye de la guerra.
Pero la versión oficial que fluye desde los organismos de la Unión Europea es otra. Al margen de la información que facilita Frontex, casi siempre destinada a poner de relieve los inmigrantes rescatados por barcos de distintos países, de Suecia a Noruega, entre otros, o del “envío” de inmigrantes a Turquía, y de las rutas utilizadas para llegar a Europa, lo cierto es que su principal función, más allá de la investigación y de la formación de policías de fronteras de que hace gala, es la organización de “operaciones de retorno” y el envío de “equipos de intervención rápida” a petición de uno o varios países miembros de la Unión Europea para detener la llegada de inmigrantes en cualquiera de las fronteras exteriores de la Unión, o, incluso, en otros lugares. El director ejecutivo de Frontex es el francés Fabrice Leggeri, cuya última aparición pública le sirvió para celebrar el indigno acuerdo de la Unión Europea con Turquía, para felicitarse por la mayor dureza de la policía del gobierno de Macedonia en su actuación con los refugiados, y por la “efectividad” de las operaciones de la OTAN en el mar Egeo.
Centenares de personas han muerto en las aguas del Mediterráneo sólo en los cuatro primeros meses de 2016, y es altamente probable que muchas otras hayan perecido sin que su tragedia se haya visto reflejada en los medios de comunicación. Solamente en marzo la policía interceptó a más de 26.000 personas que intentaban llegar a Europa. Más de 50.000 refugiados permanecen en Grecia, atrapados en el barro y la miseria de campamentos inhumanos, mientras centenares de niños vagan sin rumbo, porque han perdido a sus padres o porque estos han muerto. Pese a las advertencias de las organizaciones humanitarias (que temen que el acuerdo de Ankara sirva para detener la llegada de inmigrantes a Grecia pero abra otras vías marítimas todavía mucho más peligrosas), Frontex se felicita por las iniciativas de la Unión Europea. En marzo, por ejemplo, las llegadas de inmigrantes y refugiados a Italia se duplicaron, con los riesgos que ello conlleva, dado que, por mar, la distancia que deben recorrer es mucho mayor que en la ruta de las islas griegas. Una embarcación que zarpó de Egipto rumbo a Italia y naufragó a mediados de abril fue dada por desaparecida por las autoridades italianas, y las cuatrocientas personas que se hacinaban en ella, también. Según las propias estimaciones de Frontex, el 80 % de los inmigrantes que llegan a Europa son “potenciales refugiados”. Es decir: huyen de las guerras desatadas por Estados Unidos en Oriente Medio y en el norte de África, o de otros conflictos.
Frontex, además, tiene también la pretensión de actuar sin el acuerdo previo de los gobiernos europeos, y una iniciativa para hacerlo posible se ha propuesto por la Comisión Europea. La evidente limitación de las soberanías nacionales que ello supondría fue considerada una cuestión sin importancia por Fabrice Leggeri, el responsable de esa policía de fronteras. Barcos de la OTAN, policías de la Frontex, vallas interiores, gases lacrimógenos, infames prisiones (CIEs, en España) para encarcelar, sin ningún derecho, a quienes no han cometido ningún delito, aunque hayan pasado una frontera, una línea imaginaria, una vergüenza de espino, el hecho es que la Unión Europea cada vez dedica más esfuerzos y recursos no a aliviar el drama de los refugiados sino a mantenerlos lejos de Europa. En uno de los mayores centros de reclusión de Europa, el CARA (Centro di Accoglienza per Richiedenti Asilo) de Mineo, en Catania, Sicilia, se hacinan más de cuatro mil personas, hombres y mujeres, que deben esperar año y medio la resolución de sus casos; a veces padeciendo violencia y siendo, en ocasiones, forzadas ellas a la prostitución. Los nuevos lager de la vergüenza de Europa van acompañados de la hipocresía de los gobiernos y de la propia Unión, que, mientras fingen lamentar las muertes de refugiados en el Mediterráneo, toman decisiones que agravan los peligros para ellos. Ninguna persona es ilegal. Urge la anulación del “reglamento de Dublín”, y el establecimiento de vías legales y seguras para las personas que huyen de las guerras.
Sin embargo, Frontex sigue trabajando desde sus oficinas del viejo ghetto de Varsovia para cerrar la “fortaleza Europa”. En los años del miedo, los ciudadanos europeos, las fuerzas de izquierda, los movimientos progresistas deben redoblar sus esfuerzos ante la vergüenza de Europa, y el recuerdo del ghetto de Varsovia debería conmover a esos gobernantes, funcionarios, a esos policías que siempre cumplen órdenes, aunque sean las sucias órdenes de quienes están pisoteando la dignidad de los ciudadanos europeos y dificultando la más elemental obligación humanitaria ante el sufrimiento de millones de personas.