El proceso soberanista, cuyo inicio suele datarse con la publicación el 28 de junio de 2010 de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut de 2006, destrozó el sistema de partidos que había regido durante el pujolismo (1980-2003) caracterizado por un bipartidismo imperfecto con dos grandes formaciones, CiU y PSC, que se repartían el poder autonómico y municipal y dos formaciones menores, ERC e ICV, que operaban como conciencia crítica de aquéllos y sus socios preferentes en las coaliciones. El PP era la única fuerza que no se reclamaba del catalanismo político en su versión progresista o conservadora.
Para el nacionalismo catalán la sentencia del Constitucional significó la ruptura con el pacto constituyente y estatutario, dejando expedito el camino para el ejercicio del derecho inalienable a la autodeterminación que asiste a la nación catalana.
La implosión del espacio convergente puede fecharse el 25 de julio de 2014 con la confesión de Jordi Pujol que destapó los sucios negocios de su numerosa familia y que impregnaban las siglas del partido. La caída en desgracia del mítico refundador de catalanismo y constructor de las instituciones de autogobierno, solo comparable con Prat de la Riba, tuvo efectos de largo alcance. La confesión se producía en medio del giro independentista de Convergència y la ruptura con los tradicionales socios democristianos de Unió. Ello obligó a la refundación del partido –liderada por Artur Mas, delfín de Pujol y presidente de la Generalitat– bajo la denominación de Partit Demòcrata Europeu Català (PDeCat), en julio de 2016. Así se buscaba borrar, en la medida de lo posible, los estigmas de la corrupción estructural convergente y pasar página del autonomismo posibilista de Pujol. El nuevo partido surgía como una formación independentista de nuevo cuño, aunque con todas las caras de siempre de la antigua Convergència.
En las autonómicas del 2012 se recompusieron las relaciones entre el espacio postconvergente y ERC, muy deterioradas tras la experiencia de los dos tripartitos de izquierdas presididos por Pasqual Maragall y José Montilla (2003-2010). Esquerra había depurado las caras visibles, Carod-Rovira y Joan Puigcercós, de esta apuesta estratégica por las izquierdas. Se dio paso al liderato de Oriol Junqueras, un profesor universitario de Historia Económica con algunos escarceos mediáticos en TV3, que dirigió el cambio de alianzas para alinearse con Junts en el eje nacional en torno a la dicotomía independentista/constitucionalista. Junqueras, que formalmente era el líder de la oposición, ejerció de socio preferente de Mas.
Desde entonces, las complejas relaciones entre ambas formaciones han estado atravesadas por los vectores contradictorios de colaboración y competencia. La colaboración junto con las plataformas independentistas, Assemblea Nacional de Catalunya (ANC) y Òmnium, para impulsar la hoja de ruta hacia la República catalana. La competencia por la hegemonía política del nuevo independentismo de masas capaz de movilizar a centenares de miles de personas en las Diadas. Especialmente cuando, en los sucesivos comicios, que durante el procés se celebraron cada dos años, se evidenciaron los vasos comunicantes entre ambas formaciones. Por ejemplo, en las autonómicas del 2012, Mas reclamó una mayoría extraordinaria para conducir como Moisés a su pueblo a la tierra prometida de la independencia. Sin embargo, perdió 12 escaños, 11 de los cuales fueron a parar a ERC.
Hasta el desenlace del proceso soberanista, en las jornadas de septiembre y octubre de 2017, la relación entre ambos socios estuvo determinada por la siguiente correlación de fuerzas: la mayoritaria y moderada (Junts) frente a la minoritaria y radical (ERC). Al fin y al cabo, los de Junts eran unos recién llegados a la causa de la independencia. ERC, la venerable formación republicana de los presidentes Macià, Companys y Tarradellas, se había refundado en el lejano Congreso de Lleida (1989), cuando bajo la dirección de Àngel Colom abandonó el viejo ideario federalista para convertirse en un partido independentista. Esquerra, que durante décadas había sido un partido de militantes de edad provecta, se convirtió en los 90 en el referente político de la denominada “generación independencia”. Jóvenes de entre treinta y cuarenta años, muchos con estudios superiores, formados en la escuela catalana y con los programas infantiles y juveniles de TV3. Frente al nacionalismo conservador y con cierto olor a sacristía de Pujol, la nueva ERC ofrecía un nacionalismo laico y progresista que conectaba mejor con estos estratos sociales y generacionales.
El proceso soberanista favoreció el crecimiento de la Candidatura d’Unitat Popular (CUP), en el ámbito de la izquierda radical independentista, que se convirtió en un factor clave para la conformación de las mayorías absolutas en el Parlament y para las investiduras presidenciales. Así se evidenció tras los comicios “plebiscitarios” del 2015, cuando postconvergentes y republicanos concurrieron unidos en la lista de Junts pel Sí, que impidió conocer la correlación de sus respectivas fuerzas electorales. Entonces la CUP pidió y obtuvo la cabeza de Artur Mas, condenado a la “papelera de la historia”, quien designó al borde de la repetición de los comicios a Carles Puigdemont, alcalde de Girona y presidente de la Associació de Municipis per la Independència (AMI) que agrupa a los ayuntamientos secesionistas.
La inversión de papeles
El 27 de octubre de 2017 se produjo la jornada decisiva del proceso soberanista. Ese día había de celebrarse el pleno del Parlament que proclamaría la independencia y el pleno de Senado que aplicaría el artículo 155 de la Constitución que dejaba en suspenso la autonomía catalana. El lehendakari, Íñigo Urkullu, ejerció, a través del conseller Santi Vila, el papel de mediador entre los gobiernos español y catalán para evitar el choque de trenes. Según Urkullu, Mariano Rajoy, a quien le aterraba la perspectiva de entrar en la dimensión desconocida del 155, estaba dispuesto a no aplicarlo si Carles Puigdemont disolvía la cámara y no proclamaba la independencia. Como ha escrito Santi Vila (De héroes y traidores, 2018) en la madrugada de ese mismo día se redactó el decreto de convocatoria electoral, pero se decidió publicarlo más tarde. La reacción de la secretaria general de ERC, Marta Rovira, que montó una escena, y de Junqueras, que amenazó con abandonar el ejecutivo inmediatamente, determinaron que el president Puigdemont diera marcha atrás.
La aplicación del 155 consistió básicamente en la disolución del ejecutivo y el legislativo autónomo y la convocatoria de elecciones en el plazo más breve posible, el 21 diciembre de 2017. Desde las autonómicas del 2012, Junts y ERC no medían sus fuerzas en las urnas. En estos comicios convocados por Rajoy y con los lideres del movimiento independentista encarcelados o huidos al extranjero, se trastocó la tradicional relación mayoría/minoría entre ambas formaciones. Por primera vez se asistió a una suerte de empate técnico. Junts obtenía 34 diputados y ERC, 32, separados solo por 12 mil votos. El hecho que Puigdemont desde Waterloo encabezara la lista de Junts resultó un factor determinante para otorgar a Junts esa estrecha mayoría en el bloque independentista. Unas elecciones donde Ciudadanos fue la fuerza más votada (36 escaños y 1,1 millón de votos) evidenciando la profunda división de la sociedad catalana.
En honor a la verdad, se ha decir que ERC cumplió a rajatabla con los pactos suscritos en las “plebiscitarias” del 2015, según los cuales la presidencia de la Generalitat recaería en la fuerza más votada y la vicepresidencia del ejecutivo y la presidencia del Parlament en la segunda. El primer choque serio se produjo en los primeros compases del mandato cuando Roger Torrent (ERC), presidente de la Cámara, se negó, advertido por el Tribunal Constitucional, a tramitar la investidura “telemática” de Puigdemont. Junts quiso prolongar la tensión con el Estado, presentando a la investidura al presidente de Òmnium Jordi Sánchez (en prisión preventiva) y Jordi Turull (en libertad condicional). Al final se invistió a Quim Torra, conocido por sus exabruptos xenófobos, quien desde el primer momento se consideró presidente vicario de la Generalitat, pues solo reconocía a Carles Puigdemont como presidente legítimo de Catalunya.
La tramitación de la inhabilitación de Torra de su condición de diputado, por desobedecer la orden de descolgar una pancarta en el balcón de la Generalitat en periodo electoral, señalo otro choque frontal con ERC. Torrent se negó a ceder a los requerimientos de Junts de desobedecer las sentencias judiciales, sabedor que correría la misma suerte que Carme Forcadell, su predecesora en el cargo.
Estos dos episodios mostraron que, tras el 155 y la ofensiva judicial, ERC se desmarcaba de lo que Gabriel Rufián calificó de “independentismo mágico” y emprendía la ruta del realismo político.
La inhabilitación de Torra, tras un breve periodo en que Pere Aragonès ejerció la presidencia en funciones de la Generalitat, forzó el fin de la legislatura y la convocatoria de elecciones anticipadas, el 14 de febrero de 2021, en plena pandemia. Con una baja participación (51,29%), se reprodujo el empate técnico, pero en esta ocasión a favor de ERC, que obtenía un escaño y 35 mil votos más que Junts, que presentó como cabeza de lista a Laura Borràs, imputada por presuntos delitos de corrupción. Borràs, que presionó para ser nombrada vicepresidenta de la Generalitat, hubo de conformarse con la presidencia del Parlament, ante la negativa de ERC de incluirla en el ejecutivo por suponer, con razón, que sería una fuente inagotable de conflictos.
Si ERC había respetado escrupulosamente los pactos de reparto de poder con Junts, ahora, cuando le tocaba a Junts cumplirlos, se multiplicaron los problemas. Desde Waterloo se manifestó la escasa disposición a ceder la presidencia de la Generalitat a ERC y en cualquier caso se planteó que el gobierno autonómico debería someterse a los dictados del Consell per la República, presidido por Puigdemont, en los aspectos estratégicos de la política catalana; una condición inaceptable para ERC. Jordi Sánchez, entonces secretario general de Junts, tuvo que emplearse a fondo para conseguir que su formación accediese a la investidura de Aragonès, quien previamente había suscrito un pacto con la CUP. Aragonès hubo de someterse a tres sesiones de investidura antes de romper la abstención de Junts. Poco después, Sánchez presentó la dimisión a causa de sus discrepancias con Waterloo.
Bien pronto, el flamante presidente de la Generalitat perdió la mayoría absoluta de la investidura, cuando los nueve diputados de la CUP anunciaron que no apoyarían los Presupuestos de la Generalitat. Esto le obligó a buscar el apoyo en los ocho escaños de los Comunes para aprobarlos, a cambio de hacer lo propio con los presupuestos del Ayuntamiento de Barcelona, cuya alcaldesa Ada Colau es el principal activo electoral de la formación izquierdista. En consecuencia, ERC dio por roto el pacto con la CUP, según el cual Aragonès se sometería a una cuestión de confianza a mitad de legislatura para evaluar los resultados de la mesa de diálogo con el gobierno central, su apuesta estratégica de la legislatura. La idea no cayó en saco roto y sería rescatada por Junts.
Justamente, la composición de la mesa de diálogo provocó el primer choque de envergadura entre ERC y Junts, que ciertamente nunca había ocultado su escasa fe en esta vía. Pero una cosa es el escepticismo y otra cosa el boicot a la apuesta estratégica de su socio de gobierno. Esto ocurrió cuando, en una clara provocación, pretendieron que su delegación incluyese a miembros del partido que no formaban parte del ejecutivo autónomo. Esto derivó en un golpe de autoridad de Aragonès, que se negó a aceptarlos, de manera que la mesa de diálogo, como se comentó cáusticamente desde Junts y CUP, se había devaluado a una mesa de partidos y no de gobiernos.
Toda la legislatura ha estado salpicada de graves discrepancias en cuestiones de fondo como la ampliación del Aeropuerto de Barcelona o el Cuarto Cinturón en el Vallès, hasta que la suspensión de Laura Borràs, en aplicación del reglamento del Parlament, marcó un punto de inflexión en una dinámica en la cual Junts ejercía al mismo tiempo de poder en las instituciones y oposición en los medios de comunicación. Borràs se negó a dimitir de su cargo, que actualmente está ocupado en funciones por la vicepresidenta, Alba Vergès, de ERC.
En julio de 2022 se celebró el Congreso de Junts que, tras la dimisión de Jordi Sànchez, eligió una dirección bicéfala que representaba a las dos almas del partido. Por un lado, el entorno de Waterloo encarnado por Borràs, elegida presidenta. Un vector nacionalpopulista bajo la dirección autocrática y carismática de Puigdemont. Por otro lado, Turull, que representa el gen convergente de permanencia en el poder, quien por cierto apoyó la petición de penas de sedición a los militantes del 15M que protestaron por los recortes de Artur Mas a la entrada del Parlament. Una de las principales conclusiones del Congreso radicó en encargar una auditoría para comprobar el grado de cumplimiento del pacto de gobierno y a la luz de sus resultados, consultar a las bases sobre su continuidad en el ejecutivo.
Conejos de la chistera
Durante la década procesista el debate de Política General, equivalente al debate del Estado de la Nación, servía de caja de resonancia a las masivas movilizaciones de la Diada, señalando la hoja de ruta en el arranque el curso político. Unas orientaciones políticas que eran debidamente amplificadas a través de los medios de comunicación de la Generalitat y los afines generosamente subvencionados en la que fue la edad de oro de los digitales indepes.
En esta ocasión, la ANC convocó una Diada contra ERC donde se atacó duramente la estrategia de la mesa de diálogo concebida para anestesiar al movimiento independentista. Tanto es así que Pere Aragonès y la plana mayor de su partido declinaron asistir al día más sagrado del nacionalismo catalán, donde sabía que no sería bien recibido. Lógicamente esto provocó un gran malestar en ERC, pues ANC aparecía como un instrumento de la estrategia de Junts de torpedear la apuesta estratégica del partido.
Las declaraciones de la flamante presidenta de la ANC, Dolors Feliu, vinieron a salvar los muebles de ERC. Feliu afirmó que el pueblo catalán ya se había autodeterminado el 1 de octubre de 2017. Ahora solo faltaba que la mayoría absoluta independentista en el Parlament hiciera efectiva la secesión. Si en el segundo semestre del 2023 no se había proclamado la independencia, la ANC impulsaría una candidatura cívica al margen de los partidos en las próximas elecciones autonómicas. La escasa consistencia y viabilidad de la propuesta condujeron a que fuese tibiamente desautorizada desde Waterloo.
Con estos precedentes, el debate de Política General se planteaba como la prueba de fuego sobre la estabilidad del pacto de gobierno ante una eventual ruptura de ERC. Aragonès pronunció un discurso de una hora y tres cuartos dividido en dos bloques, social y nacional, donde repasó el trabajo una por una las consejerías. En el primer bloque desgranó un paquete de medidas de corte socialdemócrata para combatir la inflación y la crisis energética muy semejantes a las implementadas por el PSOE y Unidas Podemos. Aquí contó con el apoyo del PSC, que se ofreció para negociar los Presupuestos como muestra de su alto sentido de la responsabilidad en un contexto de inflación desbocada, crisis energética y oscuras perspectivas económicas.
En el eje nacional, Aragonès se sacó de la chistera el Acuerdo de Claridad, a la canadiense. Se trata de un viejo conocido de la política catalana. Tras la renuncia de Pere Navarro, al liderato del PSC, y de su propuesta de referéndum pactado en el marco de la legalidad, Miquel Iceta fue elegido primer secretario del partido. El nuevo líder socialista avaló la propuesta, en los trabajos preparatorios del Congreso del PSC de noviembre de 2014, que planteaba una reforma federal de la Constitución; en caso de que ésta fracasase, se explorarían otras fórmulas democráticas como la ley de claridad canadiense. Finalmente, ante la viva oposición de un sector del partido, apoyado por la dirección del PSOE, se retiró esta segunda opción. Por su parte, los Comunes defendieron la fórmula quebequesa en el debate de Política General del 2018, bajo la presidencia de Quim Torra, y desde ERC les replicaron que era una “pantalla pasada”. Sin embargo, Roger Torrent, entonces presidente del Parlament defendió más tarde, en julio de 2019, estudiar esta opción para resolver el “conflicto político”. La propuesta de Aragonès halló escaso eco en las filas socialistas y causó regocijo en los Comunes, que le dieron la bienvenida al club.
No acabaron aquí las sorpresas. Albert Batet, exalcalde convergente de Valls, tierra de castellers, y portavoz del grupo parlamentario, entonó un discurso más propio de la oposición que de un socio de gobierno. Denunció los tres incumplimientos del pacto de investidura: dirección estratégica del movimiento coordinada desde Waterloo, límites a la negociación en la mesa de diálogo y coordinación del voto de los diputados independentistas en Madrid. Acto seguido lanzó la bomba al anunciar que si, en breve, Aragonès no reconducía la situación, le aconsejaría someterse a una moción de confianza. Una demanda insólita desde un socio de gobierno y que, a diferencia de la moción de censura, es una facultad exclusiva del presidente de la Generalitat.
Acaso Batet, adscrito al sector de Puigdemont, esperaba que tras las la Diada y en vísperas del quinto aniversario del 1 de octubre, Aragonés se arrugaría, ante el clamor de los sectores más hiperventilados del independentismo. Por el contrario, Aragonés dio un golpe de autoridad, con la fulminante destitución del vicepresidente Jordi Puigneró, que no le había informado de la moción de confianza cuando Aragonés le había hecho partícipe previamente del Acuerdo de Claridad.
Las primeras reacciones de la dirección de Junts mostraron que no esperaban esta respuesta. El secretario general Jordi Turull se ofreció a negociar con Aragonès durante todo el fin de semana para salvar el pacto de gobierno. Unos contactos que no llegaron a buen puerto, a pesar de que Junts retiró la condición de restituir a Puigneró.
Con estos sombríos precedentes, el acto convocado por el Consell de la República en el Arco del Triunfo, frente al Palacio de Justicia, para celebrar el 1 de octubre resultó una manifestación de los sectores más hiperventilados del movimiento. Carme Forcadell, la presidenta mártir del Parlament y heroína del independentismo, fue abucheada y tratada de traidora por su sintonía con ERC. Al igual que Xavier Antich, presidente de Òmnium, que apenas pudieron acabar sus parlamentos. Por el contrario, Dolors Feliu y Puigdemont, que cerró el acto desde Waterloo, fueron vitoreados y aplaudidos.
El discurso de Puigdemont no dejó lugar a dudas. Catalunya ya se había autodeterminado el 1 de octubre. Ahora solo faltaba que el gobierno de la Generalitat y la ciudadanía organizada hiciesen efectiva la independencia. La mesa de diálogo resulta la trampa del gobierno español para anestesiar al movimiento independentista y que vuelva al redil autonomista. Se trata de emprender unas movilizaciones permanentes que alimenten el conflicto a fin de crear una situación insostenible que obligue a la intervención de la Unión Europea. De las palabras de Puigdemont se desprendía implícitamente que llamaba a la militancia de Junts a votar a favor de romper el pacto con ERC y forzar el adelanto electoral. Una posición expuesta sin tapujos por Laura Borràs, mientras Turull, acaso para salvaguardar la unidad del partido, prefirió no pronunciarse.
En estas circunstancias, la respuesta a la pregunta a los 6.500 militantes de la formación, ¿Quieres que Junts siga formando parte del Gobierno de Cataluña?, dirimiría no solo la continuidad del gobierno de coalición, sino la correlación de fuerzas en el interior de Junts. En efecto, todos los consellers excepto una, y la mayoría de los cargos públicos del partido se pronunciaron a favor de la permanencia en el gobierno. Por el contrario, las bases se pronunciaron claramente por las tesis de Waterloo. Esto arroja espesas sombras de duda sobre la cohesión interna de esta formación, si tenemos en cuenta el precedente de la ruptura de su grupo parlamentario en Madrid, donde la mitad de los ocho diputados obedecen las directrices de Junts y los otros cuatro a las del PDeCat, votando de modo distinto en numerosas ocasiones.
También, se plantean serias dudas sobre la capacidad de ERC, con solo 33 diputados, de acabar la legislatura y cuando tendrá que enfrentarse a la oposición sin concesiones de Junts. Ciertamente, durante algún tiempo podrá contar con el apoyo de los Comunes, también del PSC, como se apresuró a asegurar Pedro Sánchez, quien a su vez depende del apoyo de Esquerra para acabar su mandato. Las elecciones municipales previstas el último domingo de mayo del 2023 podrían señalar el fin de la legislatura catalana.
Divergencias estratégicas
La ruptura del pacto de coalición Junts/ERC señala el punto de inflexión de las turbulencias y convulsiones políticas que han seguido al fracaso de la vía unilateral ensayada en las jornadas de septiembre y octubre de 2017. Un divorcio que responde a divergencias de carácter estratégico.
Por un lado, Junts continúa insistiendo –contra todas las evidencias– en la validez de la vía unilateral, fundamentada en la hipotética legitimidad del 1 de octubre. Por el contrario, la propuesta quebequesa de ERC supone declarar amortizada esa supuesta legitimidad, para recorrer un largo camino que pasa por ampliar la base social del independentismo hasta conseguir una amplia mayoría –ahora inexistente– de la sociedad y negociar con el gobierno español las condiciones para convocar un referéndum de autodeterminación vinculante y reconocido internacionalmente. Ello implica, implícitamente, enterrar el ciclo procesista inaugurado hace doce años.
De este modo, Junts se alinea cada vez más con los movimientos nacionalpopulistas de derecha que prosperan en Europa y ERC parece orientarse hacia acuerdos con las formaciones de la izquierda catalana. Así lo indica la incorporación al ejecutivo monocolor de figuras históricas del PSC, como Joaquim Nadal, Carles Campuzano, de la vieja Convergència y Gemma Ubarsat, fundadora y primera dirigente de Podemos en Catalunya. Ello en un momento postpandémico, de inflación desbocada, crisis energética y oscuras perspectivas económicas que apuntan hacia un giro en el eje de dominancia de la política catalana, hasta ahora monotemáticamente centrado en la cuestión nacional.