En mis tiempos de avechucho incordiante se llamaba «feliz» al que tenía buen fario (no otra cosa es lo que significa la palabra usada por los antiguos helenos para llamar «feliz» a alguien: eu daimon). O sea que la felicidad se entendía como un don de la fortuna (caprichosa por naturaleza).
Claro que el pesado aquel de Heráclito, que se creía el oráculo de Éfeso, dijo en algún momento que el destino es el carácter, para fastidiar al personal y hacer que se sintiera culpable de todo lo malo que le pasara. Algo parecido a lo que le dicen ahora a la gente que no puede pagar la hipoteca: que la culpa es suya por haber estirado el brazo más que la manga.
Sí que es verdad que, aunque hay muchas desgracias que le caen a una del cielo sin comerlo ni beberlo, algunas hay que la gente se las gana a pulso, por más que alguna voz amiga haya advertido de los riesgos (en realidad estoy por decir que las advertencias suelen producir casi siempre el efecto contrario, debido a ese espíritu de contradicción que tanta gente lleva dentro y que seguramente se cultiva desde la más tierna infancia, a base de hacer todo lo que los padres dicen que no hay que hacer).
Pero dejando de lado esos casos, poco es lo que los simples mortales pueden hacer para garantizarse una vida feliz, libre de toda desdicha. Por bien pavimentado que esté el camino de la vida humana, es prácticamente imposible que esté del todo libre de baches y obstáculos. Por eso la gente se desea suerte y felicidad, porque sabe que el infortunio acecha a cada paso y se espera que los buenos deseos ayuden a evitarlo.
Pero una cosa son los deseos y otra las órdenes. Lo digo porque observo últimamente que la benévola expresión “que seáis muy felices”, dirigida, por ejemplo, a una pareja de recién casados, está siendo substituida por un imperioso “sed felices” (sólo falta que el que profiere tan conminatorio requerimiento añada un tajante “a la voz de ¡ya!”) ¿Quiere eso decir que la felicidad no es sólo deseable, sino incluso obligatoria? El hecho de que todo el mundo, en general, la busque ¿implica acaso que hay que buscarla forzosamente?
Va a resultar que sí, al menos en ciertas regiones del planeta. Por ejemplo, en Cataluña. En efecto, allí hace tiempo que vienen anunciando la implantación de una república independiente que hará que la catalana tierra, cual aquella otra prometida a los seguidores de Moisés, “mane leche y miel”. Pues bien, como ésa es una iniciativa que, según sus promotores, garantiza la más completa felicidad a los habitantes de dicho territorio, parece que llevan cinco años sometiendo a la población a un bombardeo propagandístico de saturación con eslóganes que pueden considerarse variaciones sobre el tema “sed felices” (a menudo acompañado de la vieja coletilla “y comed perdices”).
Ciertamente parece obvio que nadie en su sano juicio preferirá ser desdichado a ser feliz. Pero sospecho que uno de los elementos esenciales de la felicidad humana es poder elegir libremente el género de vida que se va a llevar. De manera que yo, si fuera humana, sentiría bastante rebajada mi felicidad en caso de verme empujada a buscarla bajo presión del entorno.
Vamos, que no existe la felicidad por decreto-ley. Ni siquiera cuando los redactores del decreto son los mismos a quienes debe aplicarse. O sea que el que a una le impongan la obligación de ser feliz es en el fondo un acto tiránico que desvirtúa de entrada la felicidad perseguida. Y si es el propio sujeto quien se la impone, es que no tiene ni la más remota idea de en qué consiste la felicidad.