En otoño de 1971 se produjeron en Detroit una serie de extraños acontecimientos. A finales de octubre, desaparecieron del local del Socialist Workers Party de Michigan las listas de los distribuidores y suscriptores del periódico del partido. Al cabo de unos meses, el domicilio de un dirigente del SWP era saqueado. No se echó a faltar ningún objeto de valor, pero sí fueron robados varios boletines internos y la lista de militantes del partido. Las investigaciones no consiguieron aclarar los hechos.
Si nos preguntamos quién podía estar interesado en el material robado, inmediatamente nos viene a la mente una hipótesis muy plausible. La evidencia de esta hipótesis se basa en el hecho de que las personas cuyos nombres figuraban en las listas robadas fueron contactadas y molestadas por agentes del FBI, así como en el hecho de que una carta confidencial solicitando la dimisión del partido, y que al parecer había sido robada, fue enviada por el FBI a la comisión de la Función Pública.
Los acontecimientos de Detroit recuerdan otro incidente cuyas consecuencias constituyen el acontecimiento más importante de 1974. De todos modos, sería erróneo comparar los saqueos de Detroit con la extravagancia de Watergate. Si, como parece probable, el FBI estuvo realmente implicado en los saqueos de Detroit, la cosa es mucho más grave. En el caso de Detroit fue la policía política del gobierno de la nación la que, en el desempeño de sus funciones oficiales, trató de destruir “el carácter sagrado del proceso democrático”. No se trataba, como en el caso Watergate, de un grupo de personas que actuaban torpemente “al margen del sistema”.
La evicción de Nixon como consecuencia de su fechoría fue descrita por la prensa americana como “una brillante justificación de nuestro sistema constitucional”. El caso de Detroit, y otros casos mucho más graves a los que más adelante me referiré, exigen otra interpretación. Hay una diferencia fundamental entre Watergate y Detroit. En el episodio de Watergate, las víctimas eran políticos de quienes podía esperarse una participación en la dirección de la sociedad y en la formación de la ideología dominante. En Detroit las víctimas eran marginados, “outsiders”, carne de cañón destinada a la represión política habitual.
En cierto sentido, también es verdad que el castigo de Nixon y sus comparsas fue una apología de nuestro sistema político tal como realmente funciona. El equipo de Nixon había violado las reglas del juego al aplicar al centro político una variante atenuada de las técnicas de represión habitualmente utilizadas contra las corrientes de contestación global de la sociedad. El hecho de que las operaciones represivas habituales prosigan, después de Nixon, sin comentarios ni críticas significativas, demuestra que el sistema sigue funcionando bien, y que no se ha roto la continuidad con toda una serie de precedentes históricos.
Desde el mes de diciembre de 1973, se han celebrado una serie de procesos que han obligado al gobierno a proporcionar documentos que revelan las múltiples campañas llevadas a cabo, a lo largo de los años 60, para desmantelar aquellas actividades legales encaminadas a transformar globalmente la sociedad, o simplemente opuestas a la política del Estado. Ante estas revelaciones, el caso Watergate parece un simple juego de niños. Los documentos y testimonios hechos públicos a partir de finales de 1973, así como las revelaciones hechas por antiguos agentes del gobierno, han dejado al descubierto, en toda su amplitud, la existencia de un programa sistemático de terror, de desorganización, de intimidación y de incitación a la violencia; un programa concebido por los más liberales servicios gubernamentales de los presidentes demócratas, recogido y perfeccionado bajo la presidencia de Nixon. En un apologético y fragmentario informe, publicado el 18 de noviembre de 1974, el ministerio de Justicia declaró que: “las operaciones de contraespionaje (Cointelpro) nunca parecen haber sido sometidas a ninguno de los ministros que se han sucedido en el cargo durante la realización de las mismas”, salvo en lo que respecta a “determinadas actividades del FBI encaminadas a infiltrarse en el Partido Comunista americano y en los grupos racistas, con el fin de desorganizarlos”. Aun en el caso de considerar que esta declaración refleja la verdad, siempre se podría objetar que los altos funcionarios que en el pasado han estado más o menos familiarizados con las prácticas del FBI, tenían precisamente la responsabilidad de determinar un modo de acción y de afirmar su propia autoridad.
Un examen de los programas del FBI demuestra que las fallas cometidas por Nixon y sus cómplices, en particular las que figuran en la acusación votada por el Congreso, eran de una importancia relativamente mínima. Para formarse una idea más precisa del estado de la sociedad americana basta comparar la atención que los medios de información, incluida la prensa liberal y las revistas de opinión, prestaron al caso Watergate con la reacción producida por las revelaciones, hechas públicas exactamente en el mismo periodo, sobre las actividades programadas por el FBI. Dicha comparación permite verificar que hasta el momento en que el caso Watergate daba sus últimos coletazos, no se hizo prácticamente ninguna mención de los programas gubernamentales de violencia y desorganización, ni ningún cometario al respecto, y que incluso después del final feliz del caso Watergate, sólo se efectuaron unos cuantos debates improvisados sobre el tema. El periódico New Republic que, durante el periodo Watergate, podía justamente considerarse como el órgano casi oficial de la izquierda liberal americana, se mantuvo indiferente ante tales revelaciones, mientras que eran raros los números en los que no aparecía una denuncia de los crímenes de Nixon, insignificantes en comparación con ellas. Esta actitud de la prensa fue general con algunas honrosas excepciones.
De esta manera, el caso Watergate dejó claramente al descubierto la subordinación de los grandes medios de información al poder y a la ideología oficial. Este ejemplo es particularmente revelador en la medida en que, durante aquél periodo, los medios de información de masas recibieron toda clase de elogios por su valor e independencia. La lección que se puede extraer es muy sencilla: el liberalismo americano y sus órganos de información saben defenderse si son atacados. Pero por ardientes que sean sus acciones en legitima defensa y con independencia de su perfecto estilo y de los grandes principios a los que apelan, estas campañas nunca están concebidas como un compromiso al servicio de las libertades cívicas o del principio democrático. Todo lo contrario. Estas campañas de prensa revelan una aceptación del principio según el cual el poder no debe ser desafiado ni debilitado. Las “élites” minoritarias que dominan la economía, la vida política y el sistema ideológico no deben en ningún caso verse tan hostigados como lo son, en condiciones normales, quienes desafían gravemente a la ideología dominante, a la política del Estado o a los privilegios establecidos. Una “lista negra” que incluya a los dirigentes de empresa, a las celebridades de la prensa y a los intelectuales de la Administración se considera una obscenidad que atenta contra los fundamentos de la república. Por el contrario, el hecho de que la policía política del Estado haya participado en el asesinato de dirigentes de los Panteras negras apenas se merece un comentario en la prensa nacional, sin excluir, con raras excepciones, los periódicos y revistas de tendencia liberal.
Las operaciones “Cointelpro” de los años 60 fueron concebidas según el modelo de los programas de años anteriores, ejecutados con éxito, destinados a desorganizar al PCA. Aunque se desconozcan sus detalles, tales operaciones no eran secretas y generalmente fueron consideradas legítimas. Las actividades dirigidas contra el PC prosiguieron a lo largo de los 60, con interesantes innovaciones, como la operación “Hoodwink” (ejecutada desde 1966 a mediados de 1968), concebida para incitar a los profesionales del crimen a atacar al PC con la ayuda de documentos fabricados por el FBI. Se esperaba que los criminales cumpliesen a su manera el trabajo de represión y de desmantelamiento, con los medios que es fácil imaginar. De los testimonios actualmente disponibles, se deduce que el primer proyecto de desorganización llevado a cabo por el FBI (al margen del que afectó al PC) se ejecutó en agosto de 1960 contra los grupos que exigían la independencia de Puerto Rico. En octubre de 1961 se desencadenó el “programa de desorganización del Socialist Workers Party”. Un memorándum secreto del FBI explicitaba sus razones: este partido había “adoptado abiertamente una línea –aplicada tanto a escala local como nacional– consistente en presentar candidatos a todos los cargos públicos electivos y a animar y mantener intensas campañas en favor del castrismo cubano y de la emancipación racial en el Sur”. Este programa de desorganización, elaborado en tiempos de Kennedy, muestra muy claramente la imagen que el FBI tiene de su propio papel: obstaculizar toda actividad política legal no conformista, destruir toda forma de oposición a la política gubernamental, zapar el movimiento por los derechos civiles.
Igualmente, en Mayo de 1968 se lanzó un programa global destinado a “desenmascarar, desmantelar o neutralizar las actividades de las diferentes organizaciones de la Nueva Izquierda, tanto de sus dirigentes como de sus afiliados”. Este programa se justifica por el hecho de que los militantes de la Nueva Izquierda “apelan a la revolución”, son responsables de “violencias y desórdenes” no precisados, “desean la derrota de los Estados Unidos en Vietnam”, y “afirman constante y falsamente ser víctimas de brutalidades por parte de la policía mientras no dudan en infringir la legalidad para realizar sus supuestos ideales”. Incluso han “atacado, en varias ocasiones, al FBI y a su director, de forma grosera, tratando de dificultar nuestras investigaciones y de alejarnos de los campus universitarios”, lugares en los que evidentemente la policía política debería poder operar con total impunidad. Esta última falla era particularmente grave en la medida en que (como ahora es conocido) los agentes provocadores del FBI estaban implicados en una acción intensiva por todo el país destinada a sembrar la violencia, y eliminar a los elementos radicalizados y a sus simpatizantes. Por ejemplo, varios agentes del FBI habían iniciado operaciones de sustracción de documentos internos de grupos estudiantiles y de saqueo de los despachos de aquellos profesores que les apoyaban.
La misión fijada al FBI de socavar el movimiento en pro de los derechos civiles, a pesar de las quejas destinadas a negarlo (o a ciertas acciones positivas, dadas las vacilaciones de la política gubernamental en este terreno), no sorprenderá a nadie que conozca realmente la situación del Sur en los años 60.
Hay muchos ejemplos que ilustran lo que el informe de la comisión de la Cámara de Representantes sobre las actividades de la información (Comisión Pike) denomina el “racismo del FBI”. La campaña llevada a cabo para desacreditar al Dr. Martin Luther King es un ejemplo bastante conocido. En octubre de 1963, el FBI solicitó autorización (que le fue concedida por el entonces Ministro de Justicia Robert Kennedy) para interceptar el teléfono particular de King, así como los de la Conferencia Cristiana del Sur, presidida por él. En Noviembre de 1964, el FBI envió a King la siguiente carta anónima:
“King, sólo te queda una cosa por hacer. Tú ya sabes cuál es. Sólo te quedan 34 días (este plazo ha sido elegido por una razón muy particular). Y ello tiene una significación práctica muy precisa. ¡Estás listo! Sólo puedes librarte de una manera…”
En el envío se incluía una banda magnética extraída de sus conversaciones telefónicas. El Dr. King encontró esta carta 34 días antes de recibir el Premio Nobel de la Paz, y evidentemente la consideró como una incitación al suicidio. El FBI hostigó igualmente, en 1964, al Partido para la libertad democrática de Mississippi. En 1969 y 1970 trató de destruir a dos grupos militantes en favor de los derechos civiles de Saint Louis, enviándoles dos cartas falsas en las que se acusaba a algunos de sus miembros de infidelidad conyugal: de este modo, el FBI reivindicó su contribución al divorcio de una militante blanca que se vio obligada a interrumpir su actividad en favor de los derechos civiles. En un informe se dice: “aunque la carta enviada por la división de Saint Louis no fue probablemente el único motivo de esta separación, lo cierto es que contribuyó a ella.”
Como era de esperar, las operaciones de desmantelamiento más duras llevadas a cabo por el FBI fueron las dirigidas contra los “nacionalistas negros”. Estas operaciones (llevadas también a cabo bajo los auspicios de administraciones demócratas liberales) tenían por objetivo “desenmascarar, desorganizar, desconcertar, desacreditar o neutralizar por todos los medios las actividades de los nacionalistas negros, sus organizaciones de odio racial y otros grupos, sus directivas, portavoces, militantes y simpatizantes, para contrarrestar su tendencia a sembrar la violencia y el desorden”. Los agentes recibieron instrucciones particulares para iniciar acciones de este tipo “tanto en el interior de la comunidad negra responsable” como “entre los progresistas negros”, pero también “entre la comunidad blanca, especialmente en aquellos medios responsables y liberales que mantienen prejuicios favorables a los militantes nacionalistas negros simplemente porque son negros”.
Entre las revelaciones más notables que actualmente han salido a la luz y que conciernen a las campañas del FBI contra los grupos negros, figuran las que describen las tentativas de explotar los combates entre bandas rivales y la incitación al asesinato. Bajo el título «resultados tangibles», el 18 de septiembre de 1969 el Bureau de San Diego elaboraba el siguiente informe: “disparos, peleas y una agitación intensa siguen siendo las constantes de la vida cotidiana en el gueto del sudeste de San Diego. Aunque no puede imputarse la responsabilidad de esta situación de conjunto a ninguna operación especifica de contraespionaje, lo cierto es que una parte sustancial de la agitación es el resultado de las mismas.”
Durante todos estos años, agentes provocadores del FBI han incitado o participado, en varias ocasiones, en actos de violencia, incluidos el sabotaje de reuniones públicas y de manifestaciones estudiantiles, el ataque a policías y a depósitos de armas, etc. Al mismo tiempo, varios organismos gubernamentales (en la mayoría dc los casos el FBI) aportaron ayuda financiera y en materia de organización, y suministraron armas a grupos terroristas de extrema derecha. De este modo, por ejemplo, un agente clandestino que por otra parte “seguía instrucciones del Bureau”, y que había fundado y dirigido una organización comunista pro-china, admitió que en el curso de la Convención republicana de Miami había “incitado a grupos de gente a derribar un autobús diciéndoles que si realmente querían hacerlo saltar no tenían más que llenar de trapo sus depósitos de gasolina y prenderle fuego” (finalmente, los manifestantes no lograron derribar el autobús). Este mismo agente afirma que las operaciones del tipo Cointelpro, supuestamente abandonadas en abril de 1971, continuaban en 1974, cuando él dejó su empleo en el FBI.
La historia más horrible es, sin duda alguna, la del asesinato de Fred Hampton y la de Mark Clark, ejecutados por la policía de Chicago siguiendo órdenes del Fiscal del Estado, el 4 de diciembre de 1969, en el curso de una incursión nocturna en un apartamento de Chicago. Hampton, uno de los dirigentes más prometedores del Partido de los Panteras negras fue asesinado en su cama, tras haber sido drogado. Las declaraciones hechas en un proceso civil celebrado en Chicago revelaron que el jefe de seguridad de los Panteras negras y el guardaespaldas personal de Hampton, William O’Neal, era un agente infiltrado del FBI. O’Neal le dio a su “contacto” en el FBI, Roy Mitchell, un plan detallado del apartamento y Mitchell lo transmitió a la oficina del Fiscal del Estado poco antes del asalto con una información –de autenticidad dudosa– acerca de la presencia ilegal en el apartamento de dos revólveres. Según la declaración de Mitchell, los servicios prestados por O’Neal entre enero de 1969 y julio de 1970 le fueron pagados con 10.000 dólares.
Sería necesario iniciar una rigurosa investigación sobre las tentativas del FBI encaminadas a fomentar el asesinato, la violencia y las luchas entre “gangs” rivales, así como sobre la implicación del FBI en el ataque policiaco al local de los Panteras negras. Existen pruebas suficientes para ello. Ni la comisión designada por la Cámara de Representantes ni la del Senado parecen haber intentado reunir o buscar tales pruebas, al menos eso es lo que se deduce de las informaciones accesibles a la opinión pública. En cuanto a la prensa, ha quedado demostrado que está mucho más interesada por las manipulaciones de las bandas magnéticas, por los fraudes fiscales, los sobornos y otros crímenes enormes sin precedentes, que han sido considerados como anticipos de una irrupción del fascismo en los Estados Unidos.
Un informe especial “top secret”, dirigido al Presidente en junio de 1970, da una idea de los motivos que subyacen a la actividad llevada a cabo por el gobierno para destruir al partido de los Panteras negras (BPP). Este informe califica al partido como “el grupo extremista negro más activo y peligroso de los Estados Unidos”. Su “núcleo militante” se estimaba en unos 800 miembros, pero “un sondeo reciente indica que aproximadamente el 25 % de la población negra simpatiza con el BPP, y el 43 % de la misma está formado por menores de 21 años”. Sobre la base de estas apreciaciones de la fuerza potencial del partido, las instituciones represivas del Estado actuaron contra el mismo para impedirle que se organizase como una fuerza social o política importante. Hay que decir que esta represión gubernamental se ha visto coronada por el éxito.
El análisis de los hechos ocurridos en San Diego, examinados por la Comisión Church en junio de 1975 (bajo el patrocinio de la Fundación de Carolina del Sur para la Unión Americana de las Libertades Civiles) y proporcionados a la prensa, ofrece datos más precisos sobre las actividades del FBI durante el periodo considerado. Dicho informe, que en gran parte se basa en las “declaraciones publicas realizadas para oficiales y agentes implicados, incluidos testimonios hechos bajo juramento en ocasión de procesos judiciales y declaraciones recogidas por periodistas e investigadores”, describe cómo el FBI convirtió una organización paramilitar de extrema derecha que se había dispersado (los Minutemen) en un “Secret Army Organization” (SAO), uno de cuyos puestos dirigentes lo ocupaba un confidente del FBI, Howard Godfrey. Godfrey cobraba 250 dólares por mes más gastos. Entre 1967 y 1972 Godfrey utilizó los recursos del FBI para proporcionar armas de fuego, explosivos y otro material a los Minutemen y a la SAO. Esta ayuda representa al menos el 75% de los gastos de la SAO. Una de las células de esta organización, la dirigida por Godfrey, “se dedicó en varias ocasiones a actividades de izquierda”, todo lo cual era perfectamente conocido por sus superiores del FBI. Entre las acciones de este grupo figuran la destrucción de despachos de periódicos y librerías, el incendio de automóviles, la distribución de panfletos en los que se daba la dirección de Peter Bohmer, militante contra la guerra del Vietnam, “para que los lectores que quieran visitarle puedan ir a saludarlo”, etc. Este y otros episodios llegaron finalmente a conocimiento de la opinión publica en junio de 1972, cuando la SAO fue disuelta por la policía, después de la colocación de una bomba en un cine en el que se encontraban dos oficiales de la policía y numerosos espectadores. El FBI logró evitar las acusaciones contra Godfrey y otros agentes, como Christiansen (superior de Godfrey), que fue autorizado a dimitir y que se instaló en Utah, desde donde hizo saber que “el FBI se preocupa de nosotros”.
En resumen, en el curso de la década de los sesenta y durante un periodo indeterminado posterior (que quizá todavía no ha terminado) el FBI llevó a cabo una serie de operaciones contra el PC, utilizó toda clase de medios para desarticular el movimiento para la independencia de Puerto Rico, el Socialist Workers Party, el Civil Rights Movement, el movimiento nacionalista negro, el Ku Klux Klan, sectores del movimiento pacifista, el movimiento estudiantil y la Nueva Izquierda de un modo general.
No es fácil evaluar la importancia de los programas gubernamentales destinados a desmantelar estas organizaciones. Lo cierto es que fueron eficaces. Los dirigentes negros la consideran muy importante. El Dr. James Turner, de la Cornell University, presidente de la Asociación de estudios de la herencia africana, considera que estas operaciones han tenido “graves y duraderas consecuencias para los negros americanos”, en la medida en que “han provocado en ellos sentimientos de desánimo y desesperación.” Según él, “el FBI ha demostrado ser capaz de destruir la fuerza acumulada en las comunidades negras a finales de los años 50 y principios de los 60”.
Finalmente, hay que destacar que “el ministerio de Justicia ha decidido no perseguir a ninguna persona implicada en la campaña de los últimos quince años llevada a cabo por el FBI para desorganizar las actividades de grupos presumiblemente subversivos”. J. Stanley Pottinger, jefe de la división de derechos civiles, comunicó al ministro que “no encontraba motivo alguno de acusación criminal contra ciertas personas mezcladas en determinados incidentes”. Igualmente, el actual director del FBI ha afirmado que no hallaba nada particularmente grave en las revelaciones de los últimos años. En pocas palabras, el sistema sigue funcionando.
Las operaciones criminales del FBI de los años 60 no son más que el desarrollo de sus prácticas tradicionales. Como dice el informe de la Comisión Pike, el Socialist Workers Party “ha estado sometido durante 34 años a una vigilancia intensiva” (y a un acoso y un sabotaje continuo, se podría añadir), sin tener la menor prueba de que llevase a cabo actividades ilegales de ningún tipo.
Como demuestra Murray B. Levin “el temor a los rojos fue ampliamente estimulado por los principales grupos financieros, temerosos de que su poder fuese puesto en cuestión por el ascenso de la izquierda que se estaba operando en el seno del movimiento obrero”: por otra parte encontraron “motivos de satisfacción” por los éxitos conseguidos, especialmente por el “debilitamiento y el repliegue a la derecha del movimiento sindical, el desmantelamiento de los partidos progresistas y revolucionarios y la intimidación de los liberales”. Constituyó «una tentativa, ampliamente conseguida, de reafirmar la legitimidad de la clase dirigente del capitalismo y de debilitar considerablemente la conciencia de la clase de los trabajadores.” El temor a los rojos fue fuertemente estimulado por la prensa y las élites del país hasta que se dieron cuenta de que sus propios intereses podían verse en peligro si el delirio de la derecha no era controlado, en particular la histeria contra los inmigrantes que amenazaba la mejor reserva de mano de obra barata existente.
Después de la segunda guerra mundial, la historia se repitió, y como ya se ha dicho, los liberales americanos participaron en algunos de sus peores excesos. La doctrina liberal de base fue claramente enunciada por Robert H. Jackson, juez del Tribunal Supremo, en su informe favorable a la ley Smith, basándose en la idea de que “no hay violación alguna de la libertad de expresión al acusar a los comunistas de preparar un complot y de hacer propaganda en favor de un derrocamiento del gobierno por la fuerza, aunque no sea posible probar la existencia de una amenaza evidente e inmediata”. Pues, según Jackson, si el criterio del peligro evidente e inmediato no se aplica, “significa que la conspiración comunista es protegida durante su periodo de incubación: sus etapas preliminares de organización y preparación escapan a la ley: el gobierno solo puede, entonces, intervenir cuando la inminencia de la acción es manifiesta, es decir, cuando ya es demasiado tarde”. Por ello “debe arbitrarse alguna fórmula legal que garantice el orden existente contra el gobierno”. Por minúsculas que sean las tendencias de oposición, deben ser aplastadas antes de desarrollarse, antes de que llegue la “acción inminente”.
En este contexto histórico, es muy natural que los primeros fermentos de contestación y de organización de los años 60 desencadenasen de nuevo el proceso represivo. A algunos periodistas les pareció “enigmático” el hecho de que el FBI consagrase tantas energías en la persecución de un boy scout de Orange (New Jersey) cuya mujer era socialista, o en la desorganización de pequeños partidos socialistas, en un momento en que “la criminalidad aumentaba en todas las ciudades americanas y en que los negocios de las organizaciones criminales marchaban viento en popa”, mientras que “el verdadero peligro de espionaje por parle de la KGB soviética era aparentemente ignorado”. Situando los acontecimientos en su contexto histórico e ideológico, no es muy difícil resolver este enigma. La verdadera amenaza para el “orden existente” no es el crimen organizado o la KGB sino el “extremismo revolucionario” o incluso cualquier movimiento de oposición procedente de los sectores populares que escape al control del poder político y de los intelectuales ideológicos. El hecho de que esta amenaza pueda convenirse en realidad quedó muy claro a finales de los años 60 cuando la agresión americana en Vietnam fue seriamente estorbada y sus defensores barridos (por lo menos en los medios de alguna importancia, si no en las principales instituciones ideológicas).
Sin embargo, en lo esencial, el peligro representado por los intelectuales independientes y las organizaciones políticas y sociales incontroladas ha sido frenado (después de la guerra, la política de freno, “containment policy”, ha sido un éxito). Estados Unidos ha sido la única de las democracias parlamentarias que no ha tenido un partido socialista con apoyo de masas, por débil y reformista que fuese, ni una expresión socialista en los grandes medios de información, y prácticamente ninguna ruptura con la ideología centrista en las escuelas y universidades, por lo menos hasta que la presión del movimiento estudiantil produjo una ligera desviación con respecto a la ortodoxia dominante. Todo ello atestigua la eficacia del sistema de control que está en vigor desde hace años: las actividades del FBI han sido solo la punta de lanza de unas acciones aplicadas a lo largo y ancho de la sociedad americana y que son todavía mucho más hondas y eficaces (aunque también más discretas).
Desde su fundación, el FBI ha funcionado de acuerdo con la doctrina liberal, según la cual “las etapas preliminares de organización y de preparación” deben ser neutralizadas, antes de que aparezca una amenaza clara e inmediata “de extremismo revolucionario”, y lo ha hecho a veces trascendiendo los límites impuestos por esta misma doctrina.
La “inteligentsia” ha jugado generalmente un papel natural, divulgando las doctrinas aceptadas, con entusiasmo y energía, eliminando o diluyendo toda divergencia grave en relación al sistema de ideas recibidas: un poco temerosa, en ocasiones, al ver que incluso ciertos grupos privilegiados podían estar amenazados. En cuanto a los instrumentos de represión del Estado, no es razonable esperar grandes cambios en un futuro próximo, al menos hasta que se produzca la aparición de organizaciones populares de masas que se dispongan a transformar la sociedad y pongan fin a la opresión y a la injusticia.