
“El Islam, al morir en Al-Ándalus, concluía de envenenar a España”, sentenció el influyente historiador nacionalcatólico Claudio Sánchez Albornoz. La cuestión del Islam en la Península Ibérica ha sido y sigue siendo un tema controversial. Por muy buenas razones.
Desde su fundación, en 1492, hasta el día de hoy, la identidad nacional española se ha configurado a fuerza de desechar, muchas veces con virulenta violencia, cualquier forma de reflexión sobre la liquidación de las lenguas históricas, y de los cultos y culturas que poblaron la Península Ibérica. Se ha configurado también a fuerza de negar sus memorias. La existencia de una realidad multiétnica y plurirreligiosa en la España anterior al estado católico de 1492 sólo la han planteado abiertamente voces intelectuales exiliadas. Fue el caso de José María Blanco White en el siglo diecinueve, y de Américo Castro en el veinte.
Paradójica o significativamente, el desmoronamiento terminal del imperio español en 1898 no suscitó la revisión reflexiva de sus fundamentos religiosos e intelectuales, ni las premisas históricas de su constitucción política y militar. En el contexto de aquel “desastre” no se puso en cuestión el proceso de conquista y colonización, excepto por autores que, por hacerlo, fueron censurados y desplazados de la conciencia nacional-católica: José Martí, Francisco Pi y Margall, Ramón del Valle-Inclán… Tampoco se estudiaron los orígenes simbólicos y estratégicos de la Guerra Santa contra Indios en el propio proceso de la Cruzada cristiana contra el Islam en la Península Ibérica: la llamada “Reconquista”. Mucho menos se han analizado las transferencias de las estrategias de conversión violenta y vigilancia inquisitorial de la España del quinientos a sus colonias de ultramar. Ninguno de los grandes nombres asociados con la crisis de 1898 cuestionó los valores generados a partir de la expansión imperial hispanocristiana de Granada a Tenochtitlan y Cuzco. Más bien sucedió todo lo contrario. De una forma a veces explícita, otras más velada, los nombres canonizados de la literatura y el ensayo españoles modernos, desde Menéndez Pelayo, Ganivet y Valera, a Unamuno u Ortega y Gasset resucitaron, con sólo variaciones tonales casi imperceptibles, los valores fundamentales del nacionalismo católico de 1492.
Ortega exaltó la “potencia nacionalizadora” de una Castilla cristiana y guerrera. Ganivet celebró el heroísmo trascendente y arcaico de conquistadores como Hernán Cortés. Maeztu fabuló, en la mejor retórica racista, una elite de tribus germánicas fundadoras y fundidoras de la unidad del imperio hispanocristiano. Machado, Unamuno o Azorín rescataron las insondables profundidades morales de un ascetismo castellano, atravesado por valores heroicos y sacrificiales, y encendido por los fuegos de un cristianismo místico y visionario que, desde un punto de vista historiográfico riguroso, no dejaban de ser una burda farsa. Los jóvenes portavoces de la conciencia nacional española en la era de su desmoronamiento colonial, Ganivet, Unamuno u Ortega, elevaron un fantoche antihermenéutico del Quijote a la categoría de mito nacionalizador, al tiempo que enterraban el multiculturalismo y plurilingüismo, y la reflexión histórica de la decadencia hispánica que ostensiblemente recorren la obra de Cervantes.
La visión de estas generaciones de escritores fue simple: la Reconquista heroica y mística de una España esporádicamente ocupada por árabes invasores y depredadores, una expulsión de las comunidades judías forzada por su incorregible espíritu separatista, la épica de un triunfante Imperio cristiano español construido en aras de la salvación universal de los infieles… y, a modo de colofón melancólico, el despertar de las luces de la razón en las enemigas potencias europeas que acabaron por desviar a la civilización española de sus auténticos derroteros cristianos, para hacerla descarrilar fatalmente por los pedregales de su moderna decadencia.
Para los intelectuales que forjaron la identidad nacional española postimperial, los legados culturales hispanomusulmanes o la historia espiritual hispanojudía simplemente no existían. El concepto histórico que Ortega expuso programáticamente en un librito que todavía se requiere como materia obligatoria a los estudiantes españoles de enseñanza media, La España invertebrada, es un caso turbador. Para el filósofo madrileño España era la suma de romanos más visigodos. De un Toledo desarabizado y desjudaizado, ese escritor saltaba por arte de encantamiento al Escorial de Felipe II, para admirarse fatalmente de la no menos milagrosa aparición de nacionalismos regionales y masas democráticas poniendo en cuestión a las cruzadas nacionalizadoras y a sus elegidos herederos, o sea, las orteguianas elites que cristalizaron en el proyecto nacionalcatólico del general Franco. Unamuno celebraba la Inquisición y la Contrarreforma, y en su libro insignia En torno al casticismo invocaba la encrucijada nacional heroica: “España, que había expulsado a los judíos y que aún tenía el brazo teñido de sangre mora, se encontró a principios del siglo XVI enfrente de la Reforma, fiera recrudescencia de la barbarie septentrional; y por toda aquella centuria se convirtió en campeón de la unidad y de la ortodoxia. Esto dice uno de los españoles que más y mejor ha penetrado en el espíritu castellano, que más y mejor ha llegado a su intrahistoria…” Menéndez Pelayo afirmó que la expulsión de los judíos fue necesaria porque “los hebreos peninsulares mostraron muy tempranos anhelos de proselitismo”. En su Defensa de la Hispanidad, Ramiro de Maeztu llegaba a la misma conclusión, o sea, la legitimación de la expulsión, por caminos diferentes. “No es verdad que los judíos constituyan una comunidad religiosa. Son una raza… la más exclusivista de la tierra. ¡Por ello precisamente nos obligaron a establecer la Inquisición!” Menéndez Pelayo apuntaba hacia la eliminación religiosa del pueblo hispanojudío, en virtud de su expansionismo subversivo. Más radical, Maeztu reclamaba su liquidación biológica en virtud de su empecinada autonomía étnica.
Sobre los árabes en España Menéndez Pelayo escribió tajantemente: “Mucha parte de lo que se llama civilización arábiga es cultura española”. En última instancia, tal cosa como una cultura árabe e islámica nunca había existido como una realidad por derecho propio. Maeztu llegaba a la misma conclusión. Esta cabeza intelectual de la Falange española describió el universo cultural árabe bajo el aspecto de su “imposibilidad de un yo como poder libre”, es decir, bajo su radical falta de autonomía y conciencia subjetiva. Esta ausencia de carácter propio y de una individualidad definida permitía declararlos como un signo irreal o una existencia insignificante.
No es el “orientalismo” lo que distingue a estas estrategias tradicionales de representación de la cultura islámica y judía en la Península Ibérica. Es su simple y radical negación. Primero se destruyó biológica y culturalmente su existencia. A continuación, se borró la memoria de su destrucción. “Apenas creo en eso que llaman civilización arábiga, y considero su paso por España como la mayor calamidad que hemos padecido” –escribió a título de conclusión el joven Unamuno. La identidad española de casta, la conciencia absoluta y sustancial esgrimida por Unamuno o Maeztu, fue la sustantivación metafísica de esta doble negación: la representación patética del sujeto nacional antimoderno: “la muerte”, “la suprema soledad”, el alma “sin historia”, como claves constitutivas del alma española… La cultura árabe no ha sido considerada por el pensamiento español del siglo veinte, en el mejor de los casos, sino como una presencia efímera, que apenas dejó huellas en una España plena y profundamente cristiana ya desde tiempos romanos. El pensamiento de Séneca fue elevado por el casticismo español y sus herederos académicos al emblema de un esencial cristianismo latino que ya existiría aún antes de que las doctrinas de Jesús llegaran a las comunidades judías de la Hispania romana.
Semejante celebración épica alcanzó su expresión académica culminante en la obra de José Antonio Maravall. Siguiendo de cerca los pasos del nacionalismo de comienzos de siglo, este académico falangista definió una identidad esencial en términos territoriales. Lo español no sería la estructura histórica de una conciencia colectiva que comprendiera creencias, valores y modelos simbólicos bajo los que organizaba históricamente su realidad o sus formas de vida. Menos todavía lo concebía como el resultado de una serie de cortes, fisuras e hibridaciones entre los elementos étnicos, religiosos y lingüísticos que se han sucedido a lo largo del tiempo histórico en el suelo de la Península ibérica. Lo español era más bien una suma de rasgos psicológicos elevados a la categoría ontológica de naturaleza a través de su identificación con el paisaje. En segundo lugar, este naturalismo geográfico y biológico lo identificó Maravall con lo romano y lo godo, verdaderos principios metafísicos de lo que llamó la “Hispania constante”. Bajo su perspectiva universalizadora, la liquidación de las culturas hispanoárabe e hispanojudía, a la vez implícita y eludida en el concepto maravalliano de Reconquista, elevaba esta categoría unamuniana de la españolidad constante a las alturas mesiánicas de una “España universa”, que Maravall glorificó finalmente como apoteosis moral de una “España total”.
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