Ética humanista y llanto rebelde para un topo que debe seguir cavando

Jenny Marx

En el discurso pronunciado el 14 de abril de 1856 en la fiesta de aniversario de People’s Paper, el esposo y compañero de Jenny Marx señalaba que las revoluciones de 1848 “no fueron más que pequeños hechos episódicos, ligeras fracturas y fisuras en la dura corteza de la sociedad europea” [1]. Habían bastado, eso sí, “para poner de manifiesto el abismo que se extendía por debajo”. Bajo esa superficie, tan sólida en apariencia (todo lo sólido, nos advirtió años antes en el Manifiesto, se desvanece en el aire), “existían verdaderos océanos, que sólo necesitaban ponerse en movimiento para hacer saltar en pedazos continentes enteros de duros peñascos. Proclamaron, en forma ruidosa a la par que confusa, la emancipación del proletariado, ese secreto del siglo XIX y de su revolución”.

Era verdad que esa revolución social no fue una novedad inventada en 1848. Marx pensaba que “el vapor, la electricidad y el telar mecánico eran unos revolucionarios mucho más peligrosos” que Raspail y Blanqui. A pesar de que la atmósfera en que vivían, “ejerce sobre cada uno de nosotros una presión de 20.000 libras, ¿acaso la sentimos?”. No en mayor grado, señalaba, “que la unión europea sentía, antes de 1848, la atmósfera revolucionaria que la rodeaba y que presionaba sobre ella desde todos los lados”.

Estaban en presencia de grandes hechos característicos del siglo XIX, que nadie se podía atrever a negar. Por un lado, habían despertado “a la vida unas fuerzas industriales y científicas de cuya existencia no hubiese podido sospechar siquiera ninguna de las épocas históricas precedentes”. Por otro lado, existían unos “síntimas de decadencia que superan en mucho a los horrores que registra la historia de los últimos tiempos del Imperio Romano”. Todo parecía llevar en su seno su propia contradicción. “Vemos que las máquinas, dotadas de la propiedad maravillosa de acortar y hacer más fructífero el trabajo humano provocan el hambre y el agotamiento del trabajador. Las fuentes de riqueza recién descubiertas se convierten, por arte de un extraño maleficio, en fuentes de privaciones. Los triunfos del arte parecen adquiridos al precio de cualidades morales”. El dominio del hombre sobre la naturaleza era cada vez mayor, “pero, al mismo tiempo, el hombre se convierte en esclavo de otros hombres o de su propia infamia”. ¿No son también nuestros esos días que con tanto acierto describe el camarada de Engels?

Hasta la pura luz de la ciencia, proseguía Marx, parecía no poder brillar más que sobre un fondo tenebroso, el de la ignorancia. “Todos nuestros inventos y progresos parecen dotar de vida intelectual a las fuerzas materiales, mientras que reducen a la vida humana al nivel de una fuerza material bruta”. Este antagonismo entre industria-ciencia por un lado, y miseria y decadencia por otro, “este antagonismo entre las fuerzas productivas y las relaciones sociales de nuestra época es un hecho palpable, abrumador  e incontrovertible”. No se engañaban “respecto a la naturaleza de ese espíritu maligno que se manifiesta constantemente en todas las contradicciones señaladas”. Se sabía que para conducir bien y con justacia a las nuevas fuerzas de la sociedad se necesitaba que pasaran “a manos de hombres nuevos”.

Esos seres humanos nuevos eran los trabajadores, “un invento de la época moderna, como las propias máquinas”. En todas las manifestaciones que provocan el desconcierto de la burguesía, de la aristocracia y de los pobres profetas de la regresión reconocemos “a nuestro buen amigo Robin Goodfellow [3], al viejo topo que sabe cavar la tierra con tanta rapidez, a ese digno zapador que se llama Revolución”.

Ciento sesenta años más tarde, el viejo topo sigue cavando, debe seguir cavando. Con la tenacidad, organización y criterios renovados de siempre y acaso con dos principios complementarios. Uno de eticidad, otro de llanto.

En una carta de 1897 [3] que Eleanor (Tussy) Marx escribió al maquinista Henry Frederick Lewis Demuth, Freddy, el hijo “escondido” de Helene y Marx, un hermano que ella nunca supo que lo era (siguió pensando hasta el final de sus días que era hijo de Engels, su admirado “General”), en esa carta decíamos, escribía: “Ya sé que es muy egoísta por mi parte, pero, querido Freddy, tú eres la unica persona con la que puedo ser completamente sincera.. Tú ya sabes lo que pasa y lo que te digo a ti no podría decírselo a nadie más“. Tussy quería que Freddy fuese a Jews Walk pero él se negaba. No podía sorpotar la presencia de Edward Aveling, la pareja de hecho de su amiga (y hermana). Ella comprendía su resistencia. Pero le explicó su ruego, su petición, su insistencia con estas palabras:

”Hay personas que carecen de un mínimo sentido moral, del mismo modo que hay personas sordas o cortas de vista o con otros defectos. Y empiezo a darme cuenta de que es igual de injusto culpar a unas personas que a otras por estas carencias. Hemos de esforarnos en curarlas, y si no es posible hacerlo, hemos de hacer lo que podamos. He aprendido esto a base de sufrimientos… y me estoy esforzando en sobrellevar estas pruebas de la mejor manera posible”.

Esforzanos en curarlas y, si no es posible, hacer lo que podamos. Falta el llanto. Es este:

7761_0_MK_King_Kong_1933_70x50“Se levantó [del sillón] y salió a uno de los balcones. La calle estaba desierta y gris. De pronto, sin saber por qué, se puso a recordar una tarde de domingo en que un chico la había llevado al cine Chueca a ver King Kong en programa de sesión continua y se habían visto la película tres veces seguidas y ella, Soledad, se había enamorado de King Kong con un amor dulce, profundo y loco, y había llorado cuando los aviones le ametrallaban en lo alto del rascacielos, y había sentido desprecio por aquella rubia idiota de la pantalla que no sabía amar a King Kong, y cuando se terminó la película y se encendieron las luces de la sala el chico que la había invitado al cine, al verla llorar, le había preguntado que por qué lloraba, y en vista de que ella no contestaba y seguía llorando y llorando en silencio, había hecho una seña al vendedor de patatas fritas, que en aquel momento se acercaba por el pasillo con su cesta de mimbre al brazo, y había comprado una bolsa y, volviéndose hacia Soledad, le había dicho que cogiera, y ella había cogido una patata enorme y se la había llevado a la boca, pero en ese preciso instante un río de lágrimas le había resbalado por las mejillas y había ido a despeñase contra la patata, inundándola, reblandeciéndola, y ella había tratado de esforzarse por alzar los ojos y mirar al chico y sonreírle y quererle, pero se había dado cuenta de que en realidad no le quería, de que el único ser en el mundo a quien ella quería era King Kong, y entonces los ojos se le habían llenado otra vez de lágrimas, y el chico, con un gesto torcido, de fastidio y de rabia, pero al mismo tiempo cogiéndola de la mano y acariciándola entre las suyas, había vuelto a preguntarle que por qué lloraba, y ella, con la patata en la boca, y mirándole sin verle, a media voz y como para sí, le había contestado: lloro por King Kong.

¿Alguno de ustedes, algún lector o lectora del Topo no va a llorar por King Kong? ¿Acaso no somos todos Soledad?

e2701ac33697f4a8c4a724dc4fe696cbEl topo, como ha hecho siempre, contribuirá a hacer nuestra, de todos y todas, la razonable y antiheideggeriana advertencia de Leonardo Boff: “No debemos esperar ingenuamente la intervención divina, pues nuestro destino está bajo nuestra responsabilidad. Seremos lo que decidamos: una especie que prefirió autoexterminarse antes que renunciar a su voluntad absurda de poder sobre todos y sobre todo o bien forjamos las bases para una paz perpetua (Kant) que nos conceda vivir diferentes y unidos en la misma Casa Común”.

 

Notas:

[1] De acuerdo con la traducción castellana del artículo digitalizada para el MIA por José Ángel Sordo (1999).

[2] Ser fantástico. En las creencias populares de los siglos XVI y XVII desempeña el papel de genio bueno que ayuda al ser humano en sus empresas. Unos de los personajes principales de El sueño de una noche de verano

[3] Mary Gabriel, Amor y Capital,  (Barcelona), El Viejo Topo, 2014, p. 708.

[4] Pablo Solozábal, Lloro por King Kong, Cambalache Narrativa, Oviedo, 2015, 250 páginas. Prólogo de Santiago Alba Rico.