Los congresos de PP y PDeCat apuntan a una radicalización de los nacionalismos español y catalán. Un escenario que puede dar al traste con las propuestas de diálogo del ejecutivo de Pedro Sánchez y abocar a una fase más enconada del conflicto.
En el curso del conflicto territorial, iniciado con la apertura del proceso soberanista catalán en el 2012, puede aplicarse el aforismo hegeliano según el cual la historia se desarrolla siempre por su peor parte. Los congresos del PP y PDeCat del pasado fin de semana vuelven a darle la razón.
En Madrid se impuso no solo la llamada renovación generacional del PP en la figura de Pablo Casado, sino la línea dura derechista, particularmente en lo que atañe a la crisis catalana. El flamante presidente del PP se reivindicó de la “España que cuelga las banderas”, asumió el legado de José María Aznar, líder del rearme del nacionalismo español conservador, criticó la tibieza con que su competidora Soraya Sáenz de Santamaría había gestionado los retos del movimiento independentista y ha anunciado que celebrará la primera reunión de la ejecutiva en Barcelona. Toda una declaración de intenciones. De este modo, Casado busca laminar el crecimiento de Ciudadanos (C’s) alimentado por la crisis catalana, que ha condenado al PP a la irrelevancia en la Cámara catalana, donde ni siquiera dispone de grupo parlamentario; pero también erosionar la política de diálogo y de gestos conciliadores de Pedro Sánchez hacia el movimiento independentista.
En Barcelona, el cónclave del PDeCat resultó una demostración de fuerza del poder prácticamente omnímodo del expresident Carles Puigdemont, partidario de continuar el choque frontal con el Estado frente a los sectores posibilistas liderados por la ya excoordinadora general de la formación Marta Pascal. En la víspera de las votaciones, Pascal anunció su renuncia a optar a la reelección por no contar con la “confianza” de Puigdemont que había anunciado, por persona interpuesta, que si Pascal continuaba al frente del partido él rompería el carnet.
Asimismo Puigdemont vetó el denominado “pacto de Lledoners”, nombre de la cárcel donde están recluidos los lideres secesionistas, alcanzado entre el exconseller Josep Rull y Pascal para que ella siguiera liderando el partido y que en la ejecutiva del PDeCat se mantuviera el equilibrio entre los sectores legitimistas y posibilistas. Finalmente se impuso la línea de Puigdemont, que otorga el cargo de coordinador general a David Bonvehí y la vicepresidencia a Miriam Nogueras, diputada en el Congreso de los Diputados y notoria puigdemontista, con la misión de meter en cintura a los exconvergentes en las Cortes españolas, alineados mayoritariamente con la línea pactista de Pascal. De hecho, una de las discrepancias que precipitaron la ruptura entre Pascal y Puigdemont fue precisamente la posición a adoptar en la moción de censura de Pedro Sánchez. El expresident de la Generalitat era partidario de mantener a Mariano Rajoy en el poder para proseguir con el enfrentamiento con el ejecutivo español y mantener viva la vía unilateral.
La función de la presidencia de la Generalitat
El resultado de la Asamblea Nacional del PDeCat puede suponer el acta de defunción del partido heredero de Convergència Democràtica de Catalunya, auspiciado hace dos años por el expresident Artur Mas y que situó a Pascal en el liderazgo del partido. El triunfo de Puigdemont implicaría a corto plazo su disolución en el seno de la Crida Nacional per la República, formación de corte nacionalpopulista. Si Puigdemont controlaba el ejecutivo catalán, ahora, través de Quim Torra y Elsa Artadi, ha vencido las resistencias que se le oponían en el interior del partido.
No obstante, está por ver si los sectores posibilistas podrán mantener alguna línea de resistencia ante el temor de que la orfandad política del catalanismo moderado pueda ser aprovechada por otras formaciones frente al maximalismo nacionalpopulista de Puigdemont y Torra, como intentó sin demasiado éxito el PSC al integrar en su lista al líder democristiano Ramon Espadaler.
La forma en como Puigdemont se ha impuesto, a despecho del nuevo clima político en Madrid que parecía favorecer a los sectores posibilistas, exige alguna explicación. La fuerza del expresident de la Generalitat radica en la confluencia de dos vectores. El primero es de naturaleza histórica. Ya desde los tiempos de la Segunda República, la presidencia de la Generalitat ha concentrado, simbólicamente, el poder político catalán por encima del resto de instituciones de autogobierno. Así sucedió con Francesc Macià, l’avi, y el presidente mártir Lluís Companys. Josep Tarradellas, president en el exilio, continuó en esa estela fuertemente presidencialista, que prosiguió con Jordi Pujol, que gobernó la Generalitat de Catalunya prácticamente como un autócrata. Artur Mas –recordemos su cartel electoral como Moisés revivido– y ahora aún más acusadamente Carles Puigdemont, se inscriben en esa tradición.
El segundo vector corresponde a los nuevos tiempos de eclosión de movimientos nacionalpopulistas en Europa y Estados Unidos, donde el líder carismático juega un papel estructural en la cohesión y el funcionamiento de estas formaciones.
Las dos fases del proyecto de Puigdemont
La destrucción de la autonomía política del PDeCat puede concebirse como la primera fase del proyecto de Puigdemont de constituir una especie de frente nacional, interclasista y transideológico, el cual, más allá de los partidos políticos, busca absorber al conjunto de las entidades de la “sociedad civil” independentista bajo su férrea dirección. La segunda fase consistiría en debilitar a ERC, con el objetivo de intentar forzar su inclusión en el proyecto de la Crida Nacional per la República. Una meta difícil de alcanzar a la luz de la experiencia de ERC en la lista de Junts pel Sí que arrebató a Oriol Junqueras la presidencia de la Generalitat.
Estas presiones se redoblarán con motivo de las elecciones municipales de mayo del año próximo para concurrir en candidaturas unitarias independentistas, como intenta Jordi Graupera en el Ayuntamiento de Barcelona. Aunque, a la luz de las fuertes discrepancias entre Junts per Catalunya y ERC con motivo de la suspensión de los diputados del Parlament de Catalunya acusados de rebelión, no parece que esto sea posible.
Incluso circulan insistentes rumores acerca que estas discrepancias entre los socios de gobierno en la Generalitat podrían conducir a la disolución de la Cámara catalana y la convocatoria de comicios anticipados antes de acabar el año. Así se aprovecharía en clave legitimista la subida de la adrenalina patriótica con la Diada Nacional, el primer aniversario del 1 de octubre y el juicio a los líderes independentistas previsto para el próximo otoño.
Efectos colaterales
En el escenario estatal las victorias de Casado y Puigdemont en sus respectivos congresos complican extraordinariamente la línea dialogante y negociadora de Pedro Sánchez. Si, como todo parece indicar, Puigdemont logra hacerse con el control del grupo parlamentario en Madrid, incluso podría precipitar la caída del gobierno del PSOE e imposibilitar sus intenciones de acabar con la legislatura. Y, lo que es más grave, torpedear cualquier eventual acuerdo entre los ejecutivos español y catalán.
Por otro lado, la previsible pugna entre Pablo Casado y Albert Rivera por enarbolar la bandera del nacionalismo español y competir por la máxima dureza frente al movimiento secesionista reducirá considerablemente el ya muy estrecho margen de maniobra del gobierno de Sánchez, aprisionado entre las dos polarizaciones nacionalistas de signo contrario.
En definitiva, la evolución de los acontecimientos parece conducir al peor de los escenarios. Es decir, a una polarización de los nacionalismos español y catalán que pueden abocar a una fase aún más enconada del conflicto. Acaso, acabará teniendo razón Juan Alberto Belloch, exministro socialista de Interior y Justicia, exalcalde de Zaragoza y actual magistrado de la Audiencia Nacional de Zaragoza, cuando pronosticó que veía inevitable la aplicación de un nuevo 155 más amplio y largo en Catalunya. A su juicio, los independentistas no se conformarán con una eventual reforma de la Constitución, ni estatutaria, ni con un propuesta federal e intentarán de nuevo emprender, a la menor oportunidad posible, el proceso secesionista.