
Si nos atenemos a lo que al respecto se dice, desde la derecha hasta la izquierda –comprendida la comunista–, si leemos todo lo que sobre el tema se escribe, casi unánimemente, al menos en los países occidentales, China habría capitulado; a pesar de lo que puedan decir sus dirigentes, China se habría hecho capitalista. Asunto, pues, zanjado.
Las apariencias (¿valen como pruebas?) apuntan efectivamente en este sentido. En el interior, ¿acaso no exhiben sus éxitos los cada vez más numerosos millonarios, a veces con mayor ostentación aun que sus colegas extranjeros? ¿No nos encontramos ya con amplias capas de la población inmersas en el más desenfrenado consumismo? ¿Las más influyentes firmas transnacionales del Norte no han implantado allí sus filiales transformando el país en la “primera fábrica del mundo”, importando insumos para ensamblar productos de consumo manufacturados a costa de una mano de obra bien formada, motivada y barata, para después exportar sus productos y venderlos a los consumidores del mundo entero? ¿Las entidades bancarias más potentes de la finanza global, no disponen allí todas de sucursales? Y en el exterior ¿las empresas privadas chinas no están ya omnipresentes en los mercados del sistema capitalista? ¿No se están cargando por doquier a todos sus competidores? ¿No participan en las estructuras de capital de muchas firmas occidentales? Pero sobre todo, después de haber sido tan duramente castigados en China, los mecanismos de mercado capitalistas ¿no han sido introducidos y masivamente generalizados, a partir de las reformas económicas de 1978 decididas por las autoridades chinas, es decir, en realidad por el mismísimo Partido Comunista Chino (PCC)? Son tantos y tantos hechos incontestables que en pura lógica deberían bastar para cerrar el debate. Definitivamente.
¿Quién, por otra parte, si no algunos viejos comunistas nostálgicos o jóvenes soñadores utópicos, cree ya hoy, en su fuero interno, en una alternativa posible, creíble, practicable, al capitalismo? ¿No ha superado este último, desde hace más de cinco siglos, todas sus crisis, no ha eliminado a todos sus adversarios, vencido todas las resistencias? ¿No nos ha aportado el progreso, el desarrollo, la civilización misma? La “conversión” de China a los dogmas del mercado y de la iniciativa privada ¿no es acaso el indicio de que el capitalismo proseguirá en su expansión mundial? ¿Por otra parte, no ha demostrado la economía administrativamente planificada que no puede funcionar? ¿El socialismo realmente existente no ha probado, desde hace ya tiempo, que no es más que penuria, frustración, pesadez burocrática, privilegio de una nomenklatura, represión y terror? ¿No ha hecho prueba este sistema de su incapacidad para tolerar al sujeto individual libre, para estimular el espíritu de empresa, para dejar expandirse la creatividad y la innovación para el bien de cada uno y cada una? ¿No está el socialismo irremediablemente condenado al fracaso e impelido, a la espera de esta salida fatal, a la violencia, a las peores exacciones? ¿Además, no quedó ya establecida formalmente su acta de defunción con el colapso de la Unión Soviética y sus satélites este-europeos? ¿No se ha enterrado con él el marxismo? ¿No ha zanjado la historia y dado ya finalmente su veredicto? De una vez por todas.
Entonces ¿para qué intentar discutir? Pues… porque las cosas tal vez no sean así de simples. Y porque nos parece que las cosas son incluso particularmente complejas en el caso de la China actual. Tanto más cuanto que los logros de su economía vienen siendo desde hace decenios excepcionales y sin equivalente en la historia. Este libro quiere romper el consenso y perturbar algunas certezas. Su tesis central quiere sostener que es un error atribuir este éxito a la supuesta “adhesión” de este país al capitalismo; incluso si nos contentamos con mantener la definición elemental de este sistema como fundado en la propiedad privada de los medios de producción y de intercambio.
Introducción del libro de Rémy Herrera y Zhiming Long ¿Es China capitalista?