Desmantelar (casi toda) la autoridad
—Hace ya mucho tiempo que se ha declarado abiertamente partidario del anarquismo. Mucha gente está familiarizada con la introducción que escribió en 1970 para “El anarquismo” de Daniel Guerin, pero más recientemente, en la película “Fabricando consentimiento” aprovechó para destacar de nuevo el potencial
del anarquismo y su ideario. ¿Qué es lo que le resulta atrayente del anarquismo?
—Me sentí atraído por el anarquismo siendo adolescente, tan pronto como empecé a pensar sobre el mundo más allá de lo que permite una perspectiva amable y estrecha, y no he encontrado desde entonces muchas razones para revisar unas actitudes tan tempranas. Considero que tiene sentido identificar estructuras de autoridad, jerarquía y dominación en cada aspecto de la vida y luego desafiarlas; a menos que se les pueda dar una justificación, resultan ilegítimas y deben ser desmanteladas para aumentar el alcance de la libertad humana. Esto incluye al poder político, a la propiedad y al dirigismo, a las relaciones ente hombres y mujeres y entre padres e hijos, a nuestro control sobre el destino de las generaciones futuras (el imperativo moral básico que está detrás del movimiento medioambiental, en mi opinión) y mucho más. Naturalmente, ello implica un desafío a las poderosísimas instituciones de control y coerción: el estado, las incontables tiranías privadas que controlan la mayor parte de la economía, tanto la doméstica como la internacional, y demás. Pero no sólo a éstas. Esto es lo que siempre he considerado como la esencia del anarquismo: la convicción de que la carga de la prueba debe colocarse sobre la autoridad, y que ésta debe ser desmantelada si no se encuentra esa prueba.
Aunque hay ocasiones en que si puede encontrarse. Si estoy dando un paseo con mis nietos y salen corriendo cruzando una calle muy concurrida, no sólo utilizaré la autoridad, sino también la coerción física para detenerlos. En este caso, mi autoridad debe ser desafiada, pero pienso que enseguida queda justificada. Y hay otros casos; la vida es un asunto complicado, entendemos muy poco sobre los humanos y la sociedad, y las generalizaciones grandilocuentes constituyen con más frecuencia una fuente de dolor y equívocos que de beneficio. Es en los casos concretos, yo creo, donde están los temas que realmente nos interesan y preocupan.
—Sus puntos de vista son ahora más conocidos que nunca, y en cierto modo, ampliamente respetados. ¿ Cómo cree que se ve su apoyo al anarquismo en este contexto? En particular, entre aquellos que se interesan por la política por primera vez, y que quizás se han topado con sus opiniones… ¿sorprende su apoyo al anarquismo? ¿Se muestran interesados?
—Los propios intelectuales asocian por lo general el anarquismo con caos, violencia, bombas, trastornos, etc. De forma que la gente se sorprende al oírme hablar positivamente del anarquismo e identificarme con algunas de sus tradiciones mis importantes. Pero mi impresión es que, para cualquiera, sus ideas básicas pueden resultar razonables una vez despejadas estas nubes.
Por supuesto, al entrar en cuestiones específicas –como, digamos, la naturaleza de la familia, o cómo funcionaría la economía en una sociedad más libre y justa– aparecen todo tipo de preguntas y discrepancias. Pero así es como debe ser. Ni siquiera los físicos pueden, en realidad, explicar cómo fluye el agua desde el grifo a la pica. Cuando nos enfrentamos a cuestiones vastas y complejas sobre el ser humano, cuestiones sobre las que sabemos muy poco, se amplía muchísimo el espacio para el desacuerdo, la experimentación o la exploración de posibilidades, tanto a nivel intelectual como a un nivel más cotidiano. Esto nos ayuda a comprendernos más.
—Quizás el anarquismo haya padecido un problema de malinterpretación, más que cualquier otra idea. El anarquismo puede significar muchas cosas para mucha gente. ¿Se encuentra a menudo obligado a explicar qué es lo que usted entiende por anarquismo?
—Toda mala interpretación es un fastidio. Las causas de gran parte de ella se remontan a las estructuras de poder, interesadas en prevenir su comprensión por razones obvias. Es recurrente recordar a David Hume en sus “Principios del Gobierno” donde se mostraba sorprendido de que la gente se hubiera sometido siempre a sus gobernantes. Concluía que «dado que la fuerza siempre está del lado de los gobernados, los gobernantes no tienen otro soporte que la opinión. Por consiguiente, la fuerza del gobierno sólo está fundada en la opinión, y esta máxima se extiende tanto a los más despóticos y militarizados como a los más libres y populares». Hume era muy astuto –y por cierto, casi un libertario para los estándares de la época–. Seguramente subestimó la eficacia de la fuerza, pero su observación parece básicamente correcta e importante, en particular en las sociedades más libres, donde el arre de controlar la opinión es más refinado.
Las malas interpretaciones y otras formas de confusión son ya algo natural. ¿Que sí me molesta? Claro, pero también me molesta el mal tiempo. Existirá mientras las concentraciones de poder sigan generando clases sumisas que las defiendan. Puesto que éstas no son muy brillantes, o no son lo suficientemente brillantes como para saber que deben evadirse del terreno de los hechos y de los argumentos, hay quienes se dedican a falsear, a envilecer y a utilizar todo tipo de mecanismos disponibles para los que se saben protegidos por los muchos medios con que cuentan los poderosos. Deberíamos entender por qué ocurre esto y desenredarlo lo mejor que podamos. Esto debe hacerse como parte del proyecto de liberación, de la nuestra y de la de los otros o, más razonablemente, de la gente que trabaja unida para alcanzar estos propósitos. Todo esto suena muy ingenuo y lo es. Pero en una sociedad tan absurda como la nuestra, aún no he oído un comentario que no sea ingenuo y que cuente a su vez con barrer todo el egoísmo que hay en ella.
—En los círculos izquierdistas más establecidos, donde uno puede esperar encontrar una mayor familiaridad con lo que el anarquismo postula, ¿se encuentra también con sorpresas ante sus opiniones y su apoyo al anarquismo?
—Si comprendo a qué se refiere al decir «círculos izquierdistas más establecidos», no hay en ellos mucha sorpresa acerca de mis ideas sobre el anarquismo, porque saben muy poco sobre mis opiniones acerca de cualquier cosa. No son estos los círculos con los que trato. Raramente se encontrarán referencias a lo que he dicho o escrito… Aunque esto no es del todo cierto, por supuesto. En los EEUU (y con menos frecuencia en Gran Bretaña y demás sitios) existe una cierta familiaridad con lo que hago en algunos de los sectores más críticos e independientes de los que podríamos llamar «círculos izquierdistas establecidos», y tengo amigos personales y colegas desparramados aquí y allá. Eche un vistazo a los libros y periódicos y comprenderá lo que digo. No espero que lo que escribo y digo sea mejor recibido
en estos círculos que en los círculos de profesores o en los despachos de las editoriales, de nuevo con excepciones. La
cuestión aparece sólo marginalmente, hasta tal punto que es difícil de responder.
—Cierto número de personas ha advertido que utiliza el término «socialismo libertario» en el mismo contexto en que emplea la palabra «anarquismo». ¿Considera estos términos como esencialmente similares? ¿Ve en el anarquismo un tipo de socialismo? Después de todo, se ha dicho que «el anarquismo es equivalente a socialismo con libertad». ¿Está de acuerdo con esta ecuación básica?
—Mi introducción al libro de Guerin se abre con una cita de un simpatizante anarquista de hace un siglo, quien dice que «el anarquismo nace de la tolerancia» y que por ello «resiste a todo». Un elemento destacable es lo que se ha llamado tradicionalmente «socialismo libertario». He intentado explicar a menudo lo que entiendo por ello, remarcando que no soy demasiado original: tomo las ideas de figuras importantes del movimiento anarquista, los cuales sin ninguna duda se tomaban a sí mismos por socialistas, aunque condenaban enérgicamente a esa nueva clase de intelectuales radicales que persiguen el poder del Estado sirviéndose de la lucha popular, y que acaban convirtiéndose en la viciosa «burocracia roja» sobre la que ya Bakunin nos advirtió: lo que a menudo se denomina «socialismo». Coincido bastante con Rudolf Rocker cuando percibe que estas líneas maestras del anarquismo proceden del mejor pensamiento liberal clasico, de la Ilustración. De hecho, como he intentado demostrar, contrastan bruscamente con la doctrina y la práctica marxista-leninista, con las doctrinas «libertaristas» que están de moda en los EEUU y en Gran Bretaña, y con otras ideologías actuales que, a mi modo de ver, se reducen a apostar por una u otra forma de autoridad ilegítima, con frecuencia pura tiranía.
La Revolución Española
—Al hablar de anarquismo, usted ha enfatizado el ejemplo de la Revolución Española. Por un lado, dice que es una buena muestra de «anarquismo en acción», por otro, de lo que los trabajadores pueden conseguir por sus propios medios, haciendo uso de la participación democrática. ¿Considera que estos dos aspectos –anarquía en acción y participación democrática– son lo mismo? ¿Es el anarquismo una filosofía del uso del poder por parte de la gente?
—Soy reacio a emplear de forma caprichosa términos como «filosofía» para referirme a lo que parece mero sentido común. Igualmente, me siento incómodo con los eslóganes. Los logros de los obreros y los campesinos españoles antes de que la revolución fuera sofocada resultaron impresionantes, se mire por
donde se mire. El término «democracia participativa” es mucho más reciente y se desarrolló en un contexto diferente, pero seguramente existen puntos de similitud. Lo siento si esto parece evasivo, pero es que ni el concepto de anarquismo ni el de democracia participativa están lo suficientemente claros como
para que sea posible responder a la pregunta de si son o no lo mismo.
—Uno de los principales logros de la Revolución Española fue que logró movilizar a más de tres millones de personas. La producción rural y urbana fue organizada por los mismos trabajadores. ¿Considera una coincidencia que los anarquistas, conocidos por su defensa de la libertad individual, tuvieran éxito en la administración colectiva?
-No fue en absoluto una coincidencia. Las tendencias anarquistas que siempre he encontrado más convincentes persiguen una sociedad altamente organizada, integrada por estructuras muy diferentes (lugar de trabajo, comunidad y muchas otras formas de asociación voluntaria), pero controladas siempre por los participantes, no por quien está en posición de dar órdenes. Exceptuando, de nuevo, cuando la autoridad pueda estar justificada, en circunstancias específicas.
—Los anarquistas dedican mucho esfuerzo a postular una democracia de base popular, por lo que son con frecuencia acusados de llevar la democracia hasta sus extremos. Pero muchos anarquistas no ven en la democracia uno de los componentes centrales de su filosofía. Definen su credo político como aquel que habla de «socialismo» o del «individuo», dejando a un lado su relación con la democracia. ¿Está de acuerdo en que las ideas democráticas constituyen un rasgo esencial del anarquismo?
—Las críticas a la «democracia» entre los anarquistas han sido con frecuencia una crítica a la democracia parlamentaria, tal y como ha arraigado en sociedades con rasgos profundamente represivos. Tomemos como ejemplo a los EEUU, que se han tomado a sí mismos como baluartes de la libertad. En realidad, su democracia se fundó según el principio –destacado por James Madison en la Convención Constitucional de 1787– de que la función primordial del gobierno es «proteger a la minoría de opulentos de la mayoría». Madison advirtió que en Inglaterra –el único modelo cuasidemocrático del momento–, si se le daba voz a la población en general para tratar asuntos públicos, ésta implantaría la reforma agraria u otras atrocidades, y que el sistema americano debía de ir con cuidado para evitar semejantes crímenes contra el «derecho a la propiedad». Ante todo, este derecho debía ser defendido. De hecho acabaría por prevalecer. La democracia parlamentaria, bajo estos parámetros, merece una crítica profunda por parte de los libertarios genuinos. Y he dejado fuera otros muchos aspectos poco delicados: la esclavitud, por mencionar sólo uno, o esa otra esclavitud, la salarial, que fue agriamente condenada por gente trabajadora
que nunca había oído hablar de anarquismo o comunismo en el siglo XIX.
Carreras de caballos
—Parece evidente que para la izquierda es imprescindible una democracia de base popular para que se den cambios sociales significativos; sin embargo, ha sido muy ambigua al respecto. Hablo, en términos generales, de democracia social, pero también de bolchevismo, una tradición izquierdista que parece tener más en común con el pensamiento elitista que con la estricta práctica democrática. Lenin, por poner un ejemplo bien conocido, era escéptico respecto a si los trabajadores podrían desarrollar algo más que una «conciencia sindical», con lo que, a mi modo de ver, venía a decir que los trabajadores no podían ver más allá de sus preocupaciones más inmediatas. De forma similar, la socialista fabianista, Beatrice Wekb, que fue muy influyente en el Partido Laborista en Inglaterra, opinaba que los trabajadores sólo estaban interesados en «apostar en las carreras de caballos». ¿De donde viene este elitismo, y qué hace en la izquierda?
—Me temo que esto es algo difícil de responder. Si empezamos por incluir al bolchevismo en la izquierda, entonces ya no me considero un hombre de izquierdas. En mi opinión Lenin fue uno de los mayores enemigos del socialismo, por razones que ya he discutido. La idea de que los trabajadores sólo se interesan por las carreras de caballos es tan absurda que ni siquiera resiste una confrontación superficial con la historia de las clases trabajadoras, o con el proletariado, que, de forma tan activa e independiente, han luchado ferozmente contra la opresión y la persecución a lo largo de la historia. Tomemos como ejemplo el rincón más miserable de este hemisferio, Haití, considerado en su momento por los conquistadores europeos un paraíso, así como fuente de buena parte de la riqueza de Europa, y que ahora está devastado, probablemente sin recuperación posible. En los últimos años, bajo unas condiciones tan miserables que poca gente de los países ricos pueden imaginarse, los campesinos y los habitantes de las barriadas construyeron un movimiento democrático, organizado en cuadros populares, que sobrepasa cualquier cosa que se haya conocido anteriormente; seguro que encontraron ridículos los solemnes pronunciamientos de los intelectuales americanos y líderes políticos acerca de cómo los EEUU tienen que enseñar a los haitianos lecciones de democracia. Sus logros fueron tan sustanciales, y peligrosos, que fueron frenados violentamente por el poder, bajo una tutela estadounidense mucho más intensa que la públicamente conocida. Aún así, no se han dado todavía por vencidos. ¿Sólo se interesan por las carreras de caballos, entonces? Me vienen a la memoria unas palabras de Rousseau: “Cuando veo a multitudes de salvajes completamente desnudos despreciar la riqueza de Europa y resistir al hambre, al fuego, a la espada y a la muerte sólo para conservar su independencia, siento que no les incumbe a los esclavos el razonar sobre la libertad».
—Hablando de nuevo en términos generales, en su trabajo –“La Democracia Desalentada”, “Ilusiones necesarias”, etc.– trata insistentemente del papel y el mantenimiento de las ideas elitistas en nuestras sociedades. Ha argumentado que en la democracia parlamentaria se produce un profundo rechazo a cualquier papel protagonizado por la masa popular, para que no se vea amenazada la desigual distribución de la riqueza que favorece a los más ricos. Su trabajo en este terreno es bastante convincente, aunque también ha sorprendido a algunos. Por ejemplo, ha comparado la política del presidente John F. Kennedy con Lenin, igualando más o menos a ambas. Esto, debo añadir, ha sorprendido a partidarios de ambos lados. ¡Podría comentar un poco la validez de esta comparación?
—De hecho, no he igualado las doctrinas de los intelectuales liberales de la administración Kennedy con los leninistas, pero sí que he advertido de chocantes puntos de similitud –de forma parecida a lo que ya predijo Bakunin un siglo antes, en su perspicaz comentario acerca de la «nueva clase»–. Por ejemplo, cité pasajes de McNamara sobre la necesidad de mejorar el control administrativo si queremos llegar a ser «libres» de verdad, y sobre de qué forma un control administrativo deficiente, que es «la verdadera amenaza a la democracia», constituye una suerte de asalto contra la misma razón. Cambiando algunas palabras de estos pasajes obtenemos la doctrina leninista estándar. Sólo he sostenido que las raíces son bastante similares en ambos casos pero, sin una mayor clarificación de lo que resulta tan sorprendente a todo el mundo, no puedo seguir mis comentarios. Las comparaciones son específicas y pienso que ambas están correctamente argumentadas. Si no es así es que estoy en un error, por lo que me gustaría que se me iluminara al respecto.
—¿Distingue implícitamente los trabajos de Marx de las críticas particulares que le hace a Lenin, cuando emplea el término «leninismo? ¿Ve una continuidad entre las opiniones de Marx y las prácticas posteriores de Lenin?
—Las advertencias de Bakunin acerca de la «burocracia roja», en el sentido de que instituiría «el peor de los gobiernos despóticos», son muy anteriores a Lenin y se dirigían contra los seguidores de Marx. Pero marxistas como Pannekoek, Rosa Luxemburg, Mattick y muchos otros están muy alejados de Lenin, sus opiniones a menudo convergen con elementos del anarcosindicalismo: Korsch y otros, por ejemplo, escribieron con simpatía sobre la revolución anarquista en España. Hay elementos de continuidad entre Marx y Lenin, desde luego, pero también los hay entre marxistas que fueron críticos muy severos con Lenin y el bolchevismo. Los últimos trabajos de Teodor Shanin acerca de las actitudes finales de Marx respecto a la revolución campesina también son relevantes al respecto. Estoy lejos de ser un experto en Marx, por lo que no me aventuraría a realizar juicios serios sobre cual de estas continuidades refleja al «verdadero Marx», si es que lo hay.
—Recientemente, en su obra “Notas sobre anarquismo” habla de las opiniones del primer Marx y, en particular, de su desarrollo de la idea de la alienación bajo el capitalismo. ¿Está en general de acuerdo con esta división de la vida y obra de Marx, que de joven lo ve como un socialista más libertario, mientras en sus últimos años se le caracteriza como un decidido autoritario?
—El joven Marx bebe extensamente del medio en el que vive, aquel que animó al liberalismo clásico, y también de la Ilustración y el Romanticismo inglés y francés. Repito que no soy ningún especialista en Marx como para aspirar a un juicio incuestionable. Meramente, la impresión que tengo es que el primer Marx era en gran parte una figura de la Ilustración tardía, mientras que el último Marx era un marcado activista autoritario y un analista crítico del capitalismo que tenía poco que decir sobre alternativas socialistas. Pero esto sólo son impresiones.
Diferentes a las rocas
—A mi entender, el núcleo central de su corpus general está imbuido por su concepto de naturaleza humana. En el pasado, la idea de naturaleza humana era vista quizás como algo regresivo, incluso limitador. Por ejemplo, la incapacidad de cambiar la naturaleza humana se utiliza con frecuencia como argumento para explicar porqué las cosas no pueden cambiar en el sentido pretendido por los anarquistas. ¿Tiene a este respecto una opinión diferente? ¿Por qué?
—Todo núcleo central de un punto de vista se relaciona con el concepto de naturaleza humana, aunque éste puede carecer de articulación. Claro, esto es cierto en el caso de aquellos que se consideran a sí mismos agentes morales y no monstruos. Dejando a un lado a los monstruos, toda persona que aboga por la reforma, la revolución, la estabilidad o el retorno a etapas del pasado, o al simple cultivo de su propio jardín, parte de la base de que ello es bueno para la gente. Tal juicio está basado en algún tipo de concepción de la naturaleza humana, concepción que una persona razonable puede querer clarificar lo máximo posible, al menos para que pueda ser evaluada. Creo que, a este respecto, no soy diferente a nadie.
Tiene razón al decir que la naturaleza humana se ha visto como algo regresivo, pero ello sólo puede ser el resultado de una profunda confusión. ¿No es mi nieta diferente de una roca, de una salamandra, un pollo o un mono? Una persona que descarta esta idea por ser absurda reconoce que existe una naturaleza humana distintiva. Sólo nos queda responder a la pregunta de qué es: una cuestión fascinante y nada trivial, de un enorme interés científico y de una gran importancia humana. Conocemos una gran cantidad de aspectos sobre ella, aunque probablemente no los de mayor importancia para la humanidad. Como no los conocemos, estamos de alguna manera solos con nuestros deseos, intuiciones y especulaciones. No hay nada regresivo en el hecho de que a un embrión humano no le crezcan alas, o de que su sistema visual no pueda funcionar de la misma manera que lo hace el de un insecto, o de que carezca del instinto de las palomas mensajeras. Los mismos factores que limitan el desarrollo del embrión lo capacitan también a alcanzar una estructura compleja, rica y altamente articulada, con muchas y enormes capacidades. Un organismo que careciese de semejante estructura intrínseca y determinante, la cual por lógica a su vez limita las posibilidades de desarrollo, daría como resultado algún tipo de ameba, condenada a no sobrevivir. El alcance y los límites del desarrollo están lógicamente relacionados.
Tomemos el lenguaje, que es una de las pocas facetas distintivas del ser humano, sobre la que se conoce mucho. Tenemos razones poderosas para creer que todos los lenguajes humanos posibles son muy similares; un científico de Marte que observara a los humanos podría concluir que existe un sólo lenguaje con variantes menores. El motivo es que el aspecto particular de la naturaleza humana que subyace en el crecimiento del lenguaje permite opiniones muy reestrictivas. ¿Resulta esto limitador? Por supuesto. ¿Y liberador? También es evidente. Son estas restricciones las que hacen posible que un sistema rico e intrincado de expresión del pensamiento se desarrolle de forma similar en base a una experiencia rudimentaria, desperdigada y variada.
¡Y qué decir de las diferencias biológicamente determinadas del ser humano? Que éstas existen es sin duda cierro, así como un motivo de alegría, no de temor o lamentación. Una vida entre seres clonados no valdría la pena, cualquiera debería regocijarse ante el hecho de que los otros tienen habilidades que no comparte. Esto debería ser elemental. Lo que comúnmente se opina sobre estos asuntos me resulta realmente increíble. Sea lo que sea la naturaleza humana, ¿se conduce de acuerdo al desarrollo de formas de vida anarquistas o constituye más bien una barrera? No sabemos lo suficiente como para responder en uno u otro sentido. Estas son cuestiones para la experimentación y el desarrollo, no aptas para pronunciamientos vacíos.
El futuro
—No sé si en los EEUU no se ha instalado una cierta desmoralización a raíz de la caída de la Unión Soviética. No tanto porque la gente fuera una defensora a ultranza de lo que ocurría en la URSS, sino más bien por un sentimiento general de que con su caída se ha desarmado también la idea del socialismo. ¿Se ha encontrado personalmente con esta desmoralización? ¿Cuál es su respuesta?
—Mi respuesta a la caída de la tiranía soviética es similar a la reacción que me produjeron las derrotas de Hitler y Mussolini. Todos estos casos suponen una victoria para el espíritu humano. Debería haber sido particularmente bien recibida por los socialistas, puesto que se ha puesto fin a uno de los mayores enemigos del socialismo. Como usted dice, me resultó intrigante ver cómo la gente –incluida aquella que siempre se ha considerado antiestalinista y antileninista– se desmoralizaba con el colapso de semejante tiranía. Lo que demuestra que estaban más profundamente comprometidos con el leninismo de lo que ellos mismos pensaban. Existen, sin embargo, otras razones por las que preocuparse tras el fin de un sistema tan tiránico y brutal, que tenía tanto de «socialista» como de «democrático»: recuerde que decía ser ambas cosas, y que esto último fue ridiculizado por Occidente, mientras lo primero fue firmemente aceptado, utilizándose como un arma contra el socialismo –este es uno de los muchos servicios prestados por los intelectuales occidentales al poder. Una de las razones tiene que ver con la naturaleza de la guerra fría. A mi entender, fue en buena medida un caso especial del «conflicto Norte-Sur», por utilizar un eufemismo corriente que enmascara la conquista europea de gran parte del mundo. Europa del Este había sido en un principio el verdadero Tercer Mundo, y desde 1917 se multiplicaron las reacciones independentistas, de un cariz jamás visto anteriormente en países tan pobres, si bien en este caso las diferencias de escala dieron al conflicto una vida propia. Tras el derrumbe de la URSS, era de esperar que cada región volviera en gran medida a su estatus anterior: la República Checa o Polonia Occidental, por ejemplo, volverían a Occidente, otras en cambio regresarían a su tradicional papel de siervas, convirtiéndose su ex-nomenclatura en la élite del Tercer Mundo (con el visto bueno de los poderes estatales y corporativos de Occidente, quienes por lo general la prefieren a cualquier otra alternativa). Ese no era un panorama esperanzador y ha comportado, en efecto, un inmenso sufrimiento.
Otro motivo para estar preocupados proviene de la disuasión y la no-alineación. A pesar de lo grotesco que era el imperio soviético, su existencia ofrecía al menos un cierto espacio para la no-alineación y, por razones puramente cínicas, en ocasiones proveía asistencia a las víctimas de los ataques occidentales. Esas opciones han desaparecido, y el Sur padece ahora las consecuencias.
Una tercera razón nace con lo que la prensa económica denomina «los trabajadores mimados de Occidente, con sus lujosos estilos de vida». Con la Europa del Este volviendo al redil, los propietarios y los directores cuentan con nuevas y poderosas armas contra las clases trabajadoras y los pobres. La General Motors y la Volkswagen no sólo pueden transferir producción a México y Brasil (o al menos amenazar con hacerlo, lo que a efectos prácticos viene a ser lo mismo) sino también a Polonia o Hungría, donde pueden encontrar trabajadores capacitados con costes mucho menores. Ya se están recreando con ello, lo que resulta comprensible dados los valores que los guían.
Podemos aprender mucho sobre lo que la guerra fría (o cualquier otro conflicto) significó, observando quién está ahora sonriente y quién infeliz. Entre los primeros se encuentran las élites occidentales y la ex-nomenclatura, ahora mucho más ricos de lo que nunca hubieron soñado, mientras que entre los segundos está una parte sustancial de la población del Este, junto con las clases trabajadoras y los pobres de Occidente, a los que hay que añadir aquellos sectores populares del Sur que han buscado una vía independiente.
Todos estos motivos de preocupación, que son evidentes y surgen del poder y de los privilegios, provocan histeria entre los intelectuales occidentales las pocas veces que llegan a percibirlos. Por esta razón, las reacciones que predominan entre ellos se encuentran, en mi opinión, cubiertas de una extrema hipocresía. Una persona honesta respondería a la caída de una tiranía brutal de forma mucho más compleja que con el simple placer.
La ilusión capitalista
—La izquierda parece encontrarse hoy en la misma situación que a principios del siglo pasado. Como entonces, se enfrenta a un capitalismo en ascenso. Da la impresión de que hay más consenso ahora que en cualquier otro momento de la historia sobre el hecho de que el capitalismo es la única forma de organización económica posible, a pesar de que las desigualdades de riqueza son cada vez mayores. Frente a este telón de fondo, uno podría argumentar que la izquierda está desorientada, ¿Cómo ve el momento actual? ¿Es una cuestión de «vuelta a los orígenes»? ¿Deberían los esfuerzos encaminarse hacia la recuperación de la tradición libertaria?
—Creo que todo esto es bastante engañoso. Lo que se denomina capitalismo es básicamente un sistema de mercantilismo corporativo con enormes e incontables tiranías privadas ejercitando un vasto control sobre la economía, los sistemas políticos y la vida cultural y social, en una situación de cooperación con los estados poderosos que intervienen masivamente en la economía doméstica y en la sociedad internacional. Esto es dramáticamente cierto en los EEUU, a pesar de cómo lo enmascaran. Los ricos no están ahora más ansiosos que antes por acatar la disciplina de mercado, por mucho que la defiendan delante de la población. Por citar unos pocos ejemplos, la administración Reagan, que se apoyaba en la retórica del libre mercado, también presumía ante la comunidad trabajadora de ser la más proteccionista de toda la historia estadounidense de postguerra; de hecho, más que la suma de todas las otras administraciones. Newt Gringich, líder de la actual cruzada, es también diputado por un distrito extremadamente rico que recibe más subsidios federales que cualquier otro del país. Los conservadores que claman
por acabar con las comidas escolares para niños pobres también están pidiendo un aumento del presupuesto del Pentágono, el cual fue establecido a finales de los cuarenta en su forma actual porque –como la prensa económica fue tan amable de decirnos– la industria de alta tecnología no puede sobrevivir en una «economía pura, competitiva, sin subsidios y de libre empresa», por lo que el gobierno ha de ser su «salvador». Sin el estado, los electores de Gringich serían la pobre gente trabajadora. No habría computadoras, electrónica en general, industria aeronáutica, metalúrgica,
automatización… Los anarquistas no deberían dejarse llevar por semejantes engaños.
Las ideas del socialismo libertario son ahora más relevantes que nunca, y en realidad, la sociedad está muy abierta a ellas. A pesar de toda la propaganda en contra, fuera del ámbito intelectual la gente sigue siendo muy crítica. En los EEUU, por ejemplo, más del 80% de la población considera que el sistema económico es «inherentemente injusto», y el sistema político un «fraude que sirve a intereses específicos y no a la gente». Mayorías abrumadoras piensan que los trabajadores tienen muy poca voz en los asuntos públicos (lo mismo ocurre en Inglaterra), que el gobierno tiene la obligación de asistir a las personas necesitadas, que deberían tener preferencia los gastos en educación y sanidad ante los recortes presupuestarios y los recortes de impuestos, que las propuestas republicanas que circulan en el Congreso benefician a los ricos y dañan a la población en general, etc. Puede que los intelectuales sostengan puntos de vista diferentes, pero no resulta tan difícil ver l o que está pasando.
—Hasta cierto punto, las ideas anarquistas han sido reivindicadas ante la caída de la URSS, ya que las predicciones de Bakunin han resultado ser ciertas, ¿deberían los anarquistas encarar el futuro con una mayor confianza en sus ideas y en su historia?
—Pienso, o al menos deseo, que la respuesta se encuentre implícita en lo anterior. El momento actual presenta malos augurios, pero también signos de gran esperanza. El resultado final depende del uso que hagamos de las oportunidades que tenemos.
Traducción de Antonio Lozano
Publicada en el nº 106 de El Viejo Topo, en abril de 1997
Libros relacionados