Entrevista a Jorge Verstrynge

Entrevista a Jorge Verstrynge
Viajando a la inversa

 

Quizá por su frecuencia, los trayectos ideológicos que han llevado a tantas gentes de izquierda hasta las orillas de la derecha han dejado de asombrarnos. Más raro resulta el trayecto inverso, el que ha recorrido Jorge Verstrynge, antaño Secretario General de Alianza Popular y ahora colaborador habitual de esta revista. Con el título «Memorias de un maldito» Editorial Grijalbo acaba de publicar un texto autobiográfico en el que, entre otras cosas, Verstrynge ofrece las claves de su evolución.

 

—En tus memorias te señalas como «hombre de izquierda de la derecha», como si en realidad siempre hubieras sido un hombre de izquierdas…

—Al respecto sólo puedo decir que no existe ni un solo texto, y he escrito muchos, ni declaración, donde yo me reconozca personalmente como de derechas, ni siquiera de centro-derecha.

 

—…sin embargo también dices que sufriste una evolución de carácter ideológico. ¿No es eso una contradicción?

‑—Si las cosas se sitúan en su contexto verás que no hay contradicción. No olvides que yo nací en Tánger, y que viví todo el proceso de la descolonización. Sobre todo en Argelia, pero también en Marruecos, ese proceso pilló a muchos europeos de izquierdas entre dos fuegos. Muchos republicanos españoles, inequívocamente de izquierda, se instalaron en Argelia y se convirtieron en colonos. En las luchas por la independencia esos colonos de izquierda, que recibían el famoso aviso de «maleta o ataúd» por el que se les «invitaba» a regresar a la metrópoli, veían que quien defendía sus intereses era la derecha o la extrema derecha. Eso llevó a combinar cosas a priori incombinables: la derecha defendía tu casa a pesar de que tus ideas eran de izquierda.

 

¿Era ése tu caso?

—No, estoy hablando en términos generales. Mi madre era andaluza y nacional-católica. Mi padre, de nacionalidad belga, era de extrema derecha y había colaborado con los alemanes. Como es lógico, mi proceso de socialización no fue inicialmente de izquierda. Eso cambió a partir de los doce años, cuando aterrizó en casa mi padrastro, que era comunista. Hasta entonces se me había enseñado que se tenía que defender el imperio colonial, la identidad nacional y los valores tradicionales. Sin embargo, yo creo que en el decantamiento ideológico hay algo caracterial, que son los sentimientos, los que te empujan hacia los valores de izquierda y luego se produce la racionalización. Yo, sin llevarme mal con mis compañeros

de clase franceses, me llevaba muy bien con los alumnos árabes. A partir de ahí es cuando puedo empezar a hablar de esquizofrenia: tenia un padrastro comunista al que admiraba, sentimentalmente yo me volvía un adolescente de izquierdas por el talante humanitario, pero al mismo tiempo veía que quien nos defendía era la OAS. Así que yo leía a autores fascistas como Brasillach, Drieu La Rochelle o Céline, y a autores de izquierdas como Sartre, Prévert, Zola o Martin du Gard. Mi padre biológico era devoto de Hitler, y mi padrastro de Stalin. Y yo estaba en medio de eso.

¿Qué consecuencias tuvo el proceso de descolonización para tu

familia?

—Tuve que irme a Nimes. Allí continué en esa esquizofrenia: yo era bien recibido en el «Café Napoleón», que era el lugar de encuentro de los jóvenes facistoides, y en «Le Parisién», donde estaban los de las juventudes comunistas, los trotskistas, la extrema izquierda; los primeros me consideraban un joven prometedor; con los segundos recibí el apodo de «le bolcho», porque decían que era el más bolchevique de todos. Luego nos fuimos a España. Enseguida me di cuenta de que lo de nacional-sindicalismo era un cuento. Lo que había era capitalismo puro y duro: paternalista,

intervencionista, represor, clerical… lo tenía todo para ser abyecto. Conocí a muy pocos comunistas, porque o estaban en la cárcel o en la clandestinidad. Y neofascismo, en el sentido de lo que había en otros países europeos, tampoco existía; lo de aquí era extrema derecha a secas, defensora de los valores eternos, impulsora del sentido cristiano en la empresa, «Montañas Nevadas» y todo el percal, pero sin pensamiento.

 

­—En tus memorias confiesas que en aquella época sentías simpatías

por el nacionalcomunismo.

—Sí, sobre ello yo había leído cosas en Francia que me habían gustado. Y luego he seguido leyendo sobre ese tema durante muchos años. Claro, el nacionalcomunismo me permitía en

cierto modo superar la esquizofrenia: tú podías ser nacional y casi defensor del imperio y al mismo tiempo una persona muy avanzada socialmente. Por eso seguramente esa teoría me fascinó. Sin embargo, cuando ingresé en la universidad la esquizofrenia de alguna manera proseguía. Yo vi con simpatía el mayo del 68 –recuerdo a mi padre, no el biológico, sino el comunista, llorar delante de la televisión creyendo que había llegado el gran momento­– y al mismo tiempo entré en la cátedra de un señor que se llamaba Fraga Iribarne. Claro que, posteriormente, a medida que iba viendo las cosas desde dentro de la política me iba dando cuenta de que mi padrastro tenía razón, y no sólo cuando me decía que yo acabaría siendo el Secretario General del Gran Capital, sino porque la política que en definitiva estábamos impulsando era una política de clase, y yo no me había metido en política para hacer política de clase. De una clase, además, que no era la mía. Yo no era hijo ni de notario, ni de banquero, ni de embajador, ni de general. Mi padre biológico era pobre, mi padre comunista era pobre, mi madre era pobre, y yo era un desclasado y un sin patria que había dejado mi tierra por lo de la maleta o ataúd. Además, desde que tengo uso de razón soy ateo, y por lo tanto creo que existe una sola vida, que es precisamente ésta. De modo que, cuando cumplí los 38 años, probablemente más de la mitad de mi vida, me dije: ¿Vas a pasarte tu otra media vida defendiendo los intereses de una clase que no es la tuya y a la que las necesidades del país le importan mucho menos que sus propios intereses?

 

Y decidiste dejarlo. Resulta increíble, porque en aquel momento eras el número dos, se sabía que Fraga tendría que dejar de aspirar a la presidencia del gobierno y por tanto tú ibas a ser el nuevo candidato…

—Me marché haciendo que me echaran. Porque en este país, si te vas no eres nadie. Pero si te echan sí, así que forcé las cosas para que me echaran.

 

Tu iniciación política fue con Fraga, en aquella formación llamada Reforma Democrática. Por cierto, en tu libro relatas una anécdota muy sabrosa, ¿qué hacías cuando en RD, o más tarde en AP, se afiliaba un ultramontano?

—Hacía desaparecer su ficha. Lo hacía de acuerdo con el presidente provincial, claro. Cuando se había ido todo el mundo del local me metía en el cuarto de baño y encendía el mechero; las

fichas ardían enseguida. Y como no había ficha, ya no se les convocaba para el siguiente congreso. Estamos hablando de una época anterior al 23-F, en la que nos jugábamos mucho.

 

A la vista de esas purgas tan poco ortodoxas, podría pensarse que el primer proyecto de Fraga, Reforma Democrática, no era tan de derechas como luego lo fue Alianza Popular.

—Los planteamientos de RD eran de centro, incluso a veces de centro izquierda en los planteamientos económicos. No hay que olvidar, por ejemplo, que se pedía que el sector público no fuera inferior al 30% de la economía española, y una planificación económica indicativa.

 

Sin embargo las cosas se desarrollaron en otro sentido.

—Fraga se orientó políticamente en otra dirección porque, en el fondo, sus ideas no eran ésas. Él se encontró con que representaba al ala izquierda del régimen franquista, y la gente que no tenía o no quería tener contactos con socialistas y comunistas se agarró a él. Era gente que permanecía en el sistema pero que se sentía progresista. Eso incluía desde militares de corte naserista o peruanista hasta intelectuales que no veían clara la posibilidad de una ruptuta y creían que desde el sistema se podía propiciar cierta evolución. Lo que podríamos llamar la socialdemocracia del sistema es lo que constituye el núcleo de cuadros que conforma RD. Pero no fuimos capaces de darnos cuenta de que el líder del partido no pensaba así, y cuando ese líder se plantea ganar las elecciones parte de la base de que la fuerza mayoritaria en España, electoralmente hablando, es el franquismo sociológico, que él pretende movilizar a través de la incorporación de personalidades representativas de las distintas familias del franquismo. Desgraciadamente para él y para el país, Fraga abandona el proyecto que significaba Reforma Democrática y configura el proyecto de Alianza Popular, que tenía poco que ver con lo que hasta entonces habíamos impulsado.

Ya que hemos empezado a hablar de Fraga, uno de los pasajes más impresionantes de tus memorias es la conversación que sostienes con él sobre la forma de acabar con ETA. Si hubiera ganado Fraga, ¿tú hubieras sido ministro del Interior?

—Sí. Fraga siempre me decía que tenía que pasar por todos los departamentos para que el día de mañana pudiera ser capaz de gobernar, y yo intuía que él estaba pensando en algo que iba más allá de un ministerio concreto. Pero creo que en una primera etapa yo debía ir a parar a Interior o a Defensa. Es en ese marco en el que me habló de Nacht und Lebel, Noche y Niebla.

 

¿En qué consistía ese proyecto, si es que se puede calificar de tal?

—No sé si se le puede llamar proyecto. Yo sólo sé lo que me dijo: que me preparara para en su día aplicar eso. Noche y Niebla –ahora seguramente utilizaríamos en lugar de esa expresión la de «represión a la argentina»– es la desaparición física de un individuo. Esa desaparición no implica necesariamente la muerte. De pronto un individuo que está comprometido con determinada ideología política deja de existir. Desaparece incluso de los registros civiles. Aparentemente nadie lo ha detenido, nadie lo ha visto, no hay dónde enviarle una carta, ni siquiera se puede publicar una esquela porque no existe la certeza de que haya muerto. Esa clase de represión fue utilizada por los alemanes durante la guerra y por los militares en Argentina. Las fuerzas de izquierda fueron diezmadas en Argentina

como antes lo había sido la Resistencia por los nazis.

 

Supongo que cuando Fraga hablaba de eso lo hacia pensando en Euskadi…

—Se refería a la lucha contra ETA. Eso incluía un área geográfica que podía ser mayor que el territorio vasco. Pero sí incluía a la población vasca que proporcionaba soporte logístico a ETA.

 

—A estas alturas uno está ya curado de espantos, pero aún así oírte produce escalofríos.

—No nos engañemos: una parte importante de las actividades que han desarrollado los grupos paramilitares o los grupos clandestinos relacionados con Interior que finalmente culminarían en el GAL responde al esquema de Noche y Niebla. Yo no sé si alguien ha pensado en desarrollar un plan similar a Noche y Niebla, pero en España se han dado formas de represión que encajan en ese esquema.

 

Lasa y Zabala, por ejemplo.

—Por ejemplo. Dos desaparecidos de los que no se sabía nada. Eso es Noche y Niebla, aunque en plan chapucero.

 

—¿Qué sentiste tú cuando Fraga te dijo que tenías que prepararte para eso?

—Tuve muy claro que si eso se iba a proponer en serio yo no lo iba a cumplir. Yo tenía dos compromisos: uno conmigo mismo, que me exigía no actuar jamás contra mi pueblo, y los vascos son, mientras no decidan lo contrario, parte de mi pueblo. ¿Cómo iba yo a actuar criminalmente contra ellos? El otro compromiso era con mi segundo padre. Yo le había prometido que jamás sería ni cura –porque es una estafa; viven del miedo de los demás a la vida y a la muerte–, ni juez –porque es capaz de condenar y dormir bien–, ni policía –porque delata–, ni militar –porque mata.

 

En cuanto a Fraga y el problema vasco citas otros asuntos también escabrosos. Por ejemplo esa entrevista con Antonio Cortina, hermano por cierto de José Luis Cortina, el hombre del CESID, en la que prácticamente se te propone la colaboración para un golpe de estado.

—Sí, y ahí tengo un testigo, porque acudí a la reunión, enviado por Fraga, acompañado por Javier Carabias. Cortina fue uno de los fundadores de Reforma Democrática. Era un militar peruanista. Me preguntó que cuántos militantes tenía Alianza Popular. Le contesté que unos 20.000. «¿Podrías poner a

30.000 personas en la divisoria de Burgos con Álava?» me preguntó. «Sí le contesté, pero la logística…» «No te preocupes –me dijo–, la logística es cosa nuestra; nosotros ponemos autocares, tiendas y bocadillos.»

 

¿Nosotros? ¿Quiénes eran nosotros?

—Otros. No me dijo quién. «¿Y para qué hay que llevar ahí a nuestra gente?» le pregunté. Me explicó que había que organizar una columna que marcharía sobre San Sebastián. Al llegar a Guipúzcoa los choques con la población serían inevitables, y el ejército tendría que interponerse entre la columna

y la población. Fraga debería ir a la cabeza de la columna y, después de que el ejército se interpusiera, sería recogido por un helicóptero que lo trasladaría a Madrid, donde sería nombrado presidente del gobierno. Yo sabía que había pasado una cosa parecida en Argelia; se trató de una contramanifestación enorme de franceses por la rué d’Isly que se oponía a otra del FLN, sólo que allí el ejército no cayó en la provocación y acabó disparando contra los franceses y no contra los árabes, en contra de lo que se había preparado.

 

—Pero le extraño es que te convocaran a esa reunión sin que Fraga te hubiera dicho nada antes.

—Yo controlaba el partido, y era el único que podía decir si se podía organizar la columna o no. Fraga no sabía si eso era posible. Y no me había dicho nada antes, aunque sabía que iba a esa reunión. Carabias y yo salimos lívidos de allí; bajamos las escaleras corriendo. Nos habían propuesto un golpe de estado que estaba ya pensado y a nosotros nos necesitaban como cipayos. Se lo conté enseguida a Fraga, y él me indicó que en lo sucesivo no hablara más con Cortina y que ya se encargaría él de la cuestión. Nunca más se habló de eso. Yo, aunque no los veía capaces de llevar a cabo una idea tan descabellada, sabía ya que tenía que apartarme de todos ellos. Curiosamente, los nombres que se pusieron sobre la mesa en torno a esa operación volvieron a surgir en el 23-F.

 

Un nuevo proyecto de golpe de estado se vislumbra en otra conversación con Fraga, cuando te cita para especular sobre tres alternativas al triunfo socialista…

—Eso era ya hacia el final, en el 86, cuando hacía meses que yo había tomado la decisión de irme. Ya se lo había dicho a Félix Pastor, que entonces era el presidente del comité de disciplina de AP, y él me pidió que me quedara hasta después de las elecciones, porque de irme antes el golpe para el partido sería terrible. Accedí, y en las elecciones AP retrocedió en número de votos. Fraga me convocó a una reunión

en la que iba a estar presente su cuñado, Robles Piquer. Yo llegué tarde, y Fraga me resumió lo que habían hablado hasta ese momento. Estaban de acuerdo en que era dudoso que se pudieran ganar las elecciones al cabo de otros cuatro años y que había que ir pensando en otras alternativas que no eran electorales. Y las enumeró. Había tres posibilidades de que se creara una situación tan grave que estaría justificada la creación de un gobierno de concentración nacional. La idea era obligar a los socialistas a

compartir el poder, dado que acababan de ganar y no se les podía echar así como así. La primera posibilidad suponía la toma por sorpresa de Ceuta o/y Melilla por parte de Hassan II; otra posibilidad surgía de una situación de gran nerviosismo en las fuerzas armadas derivada de las bajas remuneraciones; y la tercera era un atentado de ETA contra Felipe González. La idea era que si se producía una de las tres alternativas AP exigiría una vicepresidencia y los ministerios de Interior, Justicia y Defensa. O sea, la madre del cordero. Cuando oí eso pensé que definitivamente se habían vuelto locos.

 

¿Pero se trataba de un delirio especulativo o de fomentar una de esas alternativas?

—No, no, nadie dijo que se le iba a ofrecer Ceuta y Melilla a Hassan, desde luego, ni que se iba a motivar a los militares, o que alguien iba a proporcionar a ETA el itinerario del coche de Felipe González. Pero esas posibilidades especulativas en ese momento eran verosímiles, excepto quizás la primera. Eran posibilidades que, si se dieran, había que aprovecharlas, aunque no inducirlas. En opinión de Fraga era muy posible que alguna de ellas pudiera darse. Aunque nosotros recibíamos información desde el ministerio de Defensa, yo personalmente nunca he leído nada relativo a una de esas posibilidades.

 

En tu libro citas sobre todo a Martín Villa, pero también a Fraga, aunque en un tono menor, como estructuradores del Gal.

—También Fraga, sí, aunque la guerra sucia en la época de Fraga tuvo menor densidad que en épocas posteriores. Fue más burda, más visible, con episodios tremendos como Vitoria o Montejurra, pero después se sistematizó. Es lógico que a medida que aumenta el control democrático la guerra sucia deba

reestructurarse y adaptarse; a Fraga no le dio tiempo, y la guerra sucia se hacía con el mismo aparatejo del franquismo. Con Martín Villa se entra en una etapa más, llamémosla, científica, en la que la guerra sucia se sistematiza. Es la época del Batallón Vasco-Español. Ya no eran policías o expolicías aislados, sino grupos.

 

¿Crees que existe una responsabilidad directa de Martín Villa en esta sistematización?

—Bueno, es evidente que con los medios de control que el ministro del Interior y el propio presidente del gobierno tenían sobre los cuerpos de seguridad algo debían saber del tema, salvo que no supieran leer o no recibieran la prensa. O lo organizaron, o lo dejaron organizar, o se hicieron los suecos. La guerra en Euskadi fue adquiriendo intensidad, y también el estado acentuó su política represiva, que finalmente se articularía en torno al GAL.

 

—Hablando del GAL, tú sostienes que su origen está en el Pacto del Capó.

—Estoy seguro, porque el principal argumento que emplean los golpistas en el 23-F es que se estaba poniendo en peligro la unidad nacional. En aquel momento, como ahora, hay una obsesión por el tema vasco, y una sensación de pérdida de control. Partir de la idea de que el Pacto del Capó se limita a las garantías personales dadas a aquéllos que tenían secuestrados a los diputados y a los miembros del gobierno en el Congreso es irrisorio. Por otra parte, es evidente que la implicación del ejército en el 23-F fue bastante superior a lo que se ha reconocido después. Yo estoy convencido que el Pacto del Capó incluía la intensificación de la acción contra ETA por parte de los poderes civiles que, si no la llevaban a cabo, sería efectuada por el ejército. Y quienes pactan el Pacto del Capó no son quienes lo firman, sino los que estaban detrás.

 

¿Y quienes estaban detrás?

—Pues por un lado los que habían ocupado el Congreso, más mandos militares que querían sacar de aquéllo algo más que una intentona fallida, y de otro lado el único que tenía poder en aquel momento, el rey. No había nadie más con capacidad de negociar.

 

¿Tú crees que es el rey quien toma esas decisiones?

—¿Y si no quién podría haber sido? Fuera del Congreso no quedaba nadie con suficiente autoridad. En España el monarca manda más de lo que la gente se piensa, y si no véase la composición del último gobierno, en el que está el señor Martín Fluxá, que procede directamente de la Casa Real, y está el señor Serra, evidentemente un protegido de la Casa Real, que participa en el gobierno de Felipe González y en el de José María Aznar. Dos días después de que el actual presidente del gobierno dijera que no se iba a negociar con ETA el rey, en la Pascua militar, dijo que sí se iba a negociar.

 

El golpe de Tejero sirvió, además, para legitimar a la monarquía como forma de gobierno…

—No del todo. Esa legitimación sólo puede alcanzarse con un referendo. Pero es verdad que hubo una cierta legitimación del estilo de «Os he salvado, he aquí para lo que sirvo».

 

Evidentemente, no eres monárquico.

—Un pueblo al que no se le deja escoger libremente cuáles han de ser sus árbitros es un pueblo al que se le considera menor de edad. Cuando el árbitro supremo no es una persona electa sino un monarca, es decir, alguien que ocupa ese lugar por derecho familiar y por encima de la voluntad popular, estamos ante un pueblo al que se mantiene en edad infantil. Además, los reyes no representan a sus pueblos. La realeza manifiesta una solidaridad dinástica que está muy por encima de la solidaridad nacional. Son fundamentalmente miembros de una dinastía, y eso explica que en un país pueda haber un rey de nacionalidad diferente a la de su pueblo. Aquí hemos tenido reyes alemanes, franceses, austríacos, italianos, y no nos ha tocado un sueco de casualidad. La misión sagrada de un rey es por lo visto reinar, pero en cualquier país. No saben lo que es patriotismo, pero a pesar de eso heredan. ¡Vaya chollo! Claro

que hoy en España ya se heredan los bancos, así que ¿por qué no se va a heredar la jefatura del estado?

 

Una de las probables consecuencias del Pacto del Capó fue la promulgación de la LOAPA y de la LOFCA. Pero el problema de la estructura del estado no sólo no se ha resuelto, sino que se ha

complicado.

—Ese problema no se resolverá hasta que no se alcance una estructura de carácter confederal. España ya no puede pensar en ser una federación, entre otras cosas porque determinados planteamientos nacionalistas no aceptan el concepto de paridad. Y la única forma de obviar el principio de paridad es la

confederación, donde cada uno pueda tener su especificidad y no haya forzosamente que establecer lo de café para todos. Y más vale que lo hagan pronto, porque sino lo que hoy llamamos España quedará desbordado por la integración europea, y aparecerán nuevas formas de organización política y nuevas formas de distribución territorial, le guste a Madrid o no. Los países fuertes, bien estructurados, no se verán afectados, pero los países débiles como España, Italia, Bélgica o la República Checa sí lo serán. Sufrirán movimientos centrífugos y regiones enteras se desgajarán. Europa es el eje Rin-Ródano-Po, donde está la mayor concentración industrial, y cómo no advertir que ese eje está ya centrifugando en torno suyo a regiones que consideran ya más interesante asomarse a ese ente económico que es la Europa renana que preocuparse por Andalucía o por el sur de Italia. De ahí se explican el caso lombardo, y el caso catalán, o el caso vasco.

 

Volvamos a tus memorias. Ahí explicas algo que desde fuera parecía incomprensible: el rechazo de AP a ingresar en la OTAN.

—AP se inclinó finalmente por la abstención, pero al principio se había decidido votar no. Y ello a causa de dos factores. El primero fue un berrinche de Fraga, que quería que su cuñado Robles Piquer fuera nombrado comisario europeo. Alfonso Guerra se negó en redondo, y luego Felipe González también. Como revancha Fraga decidió el voto negativo. El otro factor fue la presión de la patronal. La CEOE creía que si Felipe perdía el referendo tendría que optar o por dimitir o por convocar elecciones anticipadas, y si hacía esto último lo haría en situación de debilidad, con su base electoral dividida. Era posible que los socialistas perdieran las elecciones, y la CEOE jugó esa carta.

 

—Resulta sorprendente que la CEOE pasara de las presiones de EE. UU.

—El grado de chulería de la patronal española es lo bastante alto como para pasar de EE.UU. Ellos van a lo suyo. Al menos entonces era así. En nuestro caso su influencia era enorme, porque quien financia manda.

 

¿Y financiaba mucho? ¿Cómo se llevaba a cabo esa financiación?

—De muchas maneras. Incluso con maletas llenas de dinero. También los bancos a veces nos concedían créditos que tenían que firmar personas insolventes para que a su vencimiento el crédito resultara fallido. Recuerdo una vez que el Banco de Santander nos dio cuarenta millones; nosotros teníamos que buscar a 20 insolventes para que firmara cada uno de ellos un crédito de dos millones. Pues bien, no había forma de encontrarlos; en AP todos eran muy solventes.

 

¿Esa financiación se traducía en algún tipo de influencia a la hora de confeccionar las listas electorales?

—Desde luego. A veces se pasaban. Habitualmente, el candidato apoyado por la CEOE iba a misa. En los dos sentidos de la palabra. La CEOE siempre ha mandado mucho en la derecha española. No sé ahora, pero así como Cuevas y yo no nos llevábamos muy bien, Aznar y él tenían una relación muy especial. Cuevas mimaba ya entonces a Aznar.

 

—Ya que citas la misa, cuéntame lo de la llamada del Secretario

de la Conferencia Episcopal.

—Ah, eso es muy divertido. El Congreso aprobó la Ley del Aborto, y ésta pasó al Senado. Ahí AP organizó una campaña de obstrucción sistemática discutiendo cada coma y cada acento. El tema empezó a eternizarse, y la izquierda no lograba que se aprobara el texto. Un día, estando yo en el despacho de Fraga, llamó el Secretario de la Conferencia Episcopal. Fraga tomó el teléfono y se puso de pie; ponía cara de no entender nada. Cuando colgó me dijo que el obispo le había pedido que dejara de oponerse a la ley y que permitiera su aprobación. Fraga añadió: «Porque mi madre era de esta cofradía, que si no yo me daba de baja ahora mismo». Y es que la derecha española es más papista que el Papa. De todos modos, cuando se lo conté a Guerra él me dijo: «mañana sabrás por qué. Y efectivamente, al día siguiente los periódicos traían una foto de Alfonso rodeado de obispos; se había firmado la actualización del acuerdo de financiación de la Iglesia a través del impuesto sobre la renta.

 

Dejemos de contar cosas que están en tu libro. Si explicamos tanto nuestros lectores dejarán de comprarlo (risas). Cuando eras Secretario General tenías en tu equipo a la mayor parte de los políticos

que ahora están en el poder. Me gustaría que me dijeras sucintamente cuál es tu impresión sobre ellos. Empezaré preguntándote por José María Aznar.

—Fue el mejor ayudante que tuve. Nunca complotó, nunca dio un mal paso. Era inteligente, frío. Nunca supe qué pensaba acerca de temas como el divorcio o el aborto. Nunca tuve una queja de él, y cuando salí de AP fue el único que vino a verme a casa para pedirme que me quedara. Los demás estaban muy contentos al ver que se corría en un puesto el escalafón. Claro, es un dirigente conservador-liberal de un partido conservador-liberal. En ese marco es una persona valiosa.

 

Álvarez del Manzano.

—Es un buen técnico municipal y no es mala persona. Pero es un poco meapilas y carece de voluntad. Con él Madrid ha decaído mucho.

 

Abel Matutes.

—Inteligente y buena persona. Es conciliador, y un buen negociador. Hubiera sido un buen presidente para la derecha, pero él creía que en España un banquero no podía ser jefe de gobierno. Se equivocaba, porque ahora es presidente un inspector de hacienda.

 

Loyola de Palacio.

—Era una mujer voluntariosa, que sentía un cierto desprecio por sus correligionarios vascos. Yo tuve con ella un incidente estúpido; fue a quejarse a Fraga diciendo que yo la había llamado chacha. Aprovecho para aclararle ahora que cuando dije que a esa «chica» había que sustituirla en ningún momento me refería a ella como chacha, profesión que, por otra parte, no tiene nada de indigno, sino como mujer joven.

 

Herrero de Miñón.

—Genialoide. Puede redactar una Constitución magnífica por la mañana y por la tarde declarar la guerra a Portugal para recuperar el Alentejo. Es absolutamente imprevisible y nada equilibrado.

 

Hernández Mancha.

—Un cantamañanas.

 

Ruiz Gallardón.

—Políticamente ha mejorado. Si su evolución es de corazón, bienvenida sea.

 

Isabel Tocino.

—Es el perfecto ejemplo del trepa en política. Menos inteligente de lo que ella se cree, debe una parte importante de su carrera a que sus convicciones religiosas eran próximas a las de Fraga, y a otras cosillas.

 

Rodrigo Rato.

—No es mala persona. Aprovechará el futuro que se le está abriendo.

 

Álvarez Cascos.

—Un niño bien de Gijón. Le conozco poco. Se aceraba a la sombra que mejor le cobijaba, y nunca tuve una relación especial con él.

 

Hablemos ahora de políticos que no pertenecían a AP. Felipe González.

—Un gobernante importante en un momento importante, más allá de sus errores y de sus descuidos.

 

Alfonso Guerra.

—Es muy inteligente y sensible. Le faltó valor. Lleva mucho tiempo faltándole valor.

 

Calvo Sotelo.

—Hay quien me ha dicho que es inteligente y que tiene un gran sentido del humor. Yo no advertí ninguna de esas cualidades.

 

Arzallus.

—Paradójicamente, ha hecho más por el mantenimiento de la unidad del estado español que muchos de los políticos que en Madrid hacen constantemente gárgaras con el tema de la unidad del estado.

 

Carrillo.

—A mí me ha ayudado mucho, y en los momentos más tristes y duros de mi tránsito hacia la izquierda siempre me animó. Es una pena que ni IU ni el PSOE hayan sabido aprovecharlo.

 

Anguita.

—Es la conciencia de la izquierda. Es un personaje honesto al que le ha tocado dirigir a IU y al PC en una etapa muy difícil. Lo que pasa es que muchas veces a la conciencia se la hace callar. Es el único que propone alternativas reales.

 

Almunia.

—Inteligente. Su importancia política es menor de lo que él podría dar. Es una lástima que sea poco socialista.

 

Borrell.

—Mis experiencias personales con él no son tranquilizadoras. Tiene la tendencia a creer que desciende de la pantorrilla de Júpiter.

 

Pujol.

—No es mi tipo. Es inteligente, tiene una gran capacidad de pacto y de colar exigencias, pero es demasiado ajedrecista para mí.

 

Fuente: El Viejo Topo 128 (abril, 1999)