Algo se forma entre el ver y el oír; entre el mirar y el escuchar. Algo más, como en las combinaciones químicas en que un cuerpo nace de la unión entre dos elementos. El agua, por ejemplo. Y para que algo nuevo nazca mediante este proceso han de ser ellos diferentes o contener, si son sustancias compuestas, un elemento diferente que es liberado al producirse la combinación. Es decir, que lo igual se suma simplemente y lo diverso es lo que, uniéndose, da origen a algo nuevo.
Desde luego, no resulta cosa tan simple el buscar qué es lo que se produce cuando dos sentidos se combinan entre sí, porque es un tanto inasible, como lo son en grado sumo todas las cosas de nuestra psique. Y antes aún, porque cada sentido tiene sus ayudantes en otros sentidos, revelados o no. ¿Sabemos acaso cuántos sentidos en verdad tenemos? ¿No existirán sentidos desconocidos todavía, implicados en otros, o emplazados en lugares del sistema nervioso no identificados quizás?
No es desde un punto de vista fisiológico, sino psicológico como nosotros abordamos aquí los sentidos. Y aún verdad más que de una consideración psicológica, se trata en esas notas, de una consideración modestamente fenomenológica; de una reflexión sobre los datos de nuestro sentir.
Pues de lo que sentimos se trata antes que nada. Descifrar lo que se siente, percibir con cierta nitidez lo que dentro de uno mismo pasa, es una exigencia del ser persona. La vida que dentro de nosotros fluye pierde una cierta transparencia.
Los sentidos, es decir, lo que a nosotros llega a través de ellos, se recorta sobre un cierto fondo. Un dato sensorial supone y lleva consigo todo un mundo, quizás el mundo todo. Mas de una cierta manera. Un sentido es un camino hacia la realidad, una vía de acceso a ella. Lo cual sucede, sin duda, porque la realidad es inagotable. Y porque hemos perdido, si alguna vez lo tuvimos, el contacto inmediato con lo real en sí mismo.
Vista y oído son los dos sentidos príncipes, los dos más nobles, los más diferenciados también, ya que tacto y gusto son como modulaciones de una sensibilidad general. El olfato se acerca un poco al oído; los dos se recogen dentro de una cavidad sinuosa.
El oído recoge los sonidos, es obvio. Sin embargo, estos sonidos son sentidos como llamadas, avisos, señales que anuncian que algo va a llegar o que algo se está yendo. Los rumores tienden a hacerse sonidos dentro de una atención espontánea, que es la que nos muestra más que la atención voluntaria, el originario sentir que nos habita y que nos mueve. Cuántas veces creemos que nos llama una voz cuando solamente se trata de un sonido emitido ni siquiera por un ser animado: por una puerta que chirría, por un cristal que vibra. Y en el viento discernimos lamentos, llantos, quejas. Los rumores y aun los sonidos tienden inmediatamente a cobrar alma, como si el sentido del oído fuese un órgano conectado muy íntimamente con ella, con sus secretos, temores y esperanzas. Y, así, al filo del oído, de los errores que nos hace cometer, podemos discernir esa última, secreta, indefinible esperanza que nos habita, de ser llamados por nuestro nombre por alguien y aun por algo que no conocemos, de oírnos llamar de una vez por todas. Una llamada que nos procure la íntima certeza de sabernos conocidos, conocidos del todo, enteramente identificados por alguien o por algo más allá de lo cuotidiano.
Lo que se oye mueve el ánimo todavía más de lo que se ve. El grito de la víctima es más desgarrador que su propia vista. Y una palabra sola puede más que la presencia real de una persona, cuando se trata de creerla, de creer en ella. Lo que se oye es más prenda de fe que lo que se ve. Lo cual no deja de estar en relación con la definición tradicional de la fe que dice que es creer lo que no vemos. No obstante, en esta misma tradición se cree por la palabra escuchada y guardada.
Entre lo visto y quien ve existe una distancia. Una distancia que no solo es física –que existe también el oír– sino en el ánimo, en la actitud del que ve, que aunque se acerque físicamente para ver mejor el objeto de mira, se está alejando al mismo tiempo para darle espacio, lugar donde se recorte. Y así lo visto se convierte o tiende a convertirse en objeto. Lo que se oye, al contrario, se adentra en al ánimo, en el interior. Cuando se produce una reacción motora, un movimiento, si se trata del ver, es ir a tocar lo visto –se haga o no– y cuando se trata del oír, es también ir hacia ello, pero no a tocarlo. En principio es un ir que es un acudir o un presentarse, a no ser que en lo oído específicamente haya señales de algo que hay que ir a ver. Lo que llega por el oído llama a la unión –así Ulises hubo de taparse los oídos para no oír el canto de las sirenas. Es la voz la portadora del destino.