El universo accidental. El mundo que creíamos conocer

En octubre del 2012 asistí a una conferencia impartida por el Dalai Lama en un tenebroso auditorio en el Massachusetts Institute of Technology. Incluso sin palabras el momento hubiera sido profundo: uno de los líderes espirituales del mundo sentado, con las piernas cruzadas, en el suelo de uno de los modernos templos de la ciencia. Entre otras cosas, el Dalai Lama habló de la sunyata, un concepto central del budismo tibetano que puede traducirse como “vacuidad”. De acuerdo con dicha doctrina, los objetos del universo físico carecen de existencia inherente e independiente: todos los significados que se les atribuyen tienen su origen en construcciones e ideas surgidas de nuestra mente. Como científico, creo firmemente que los átomos y las moléculas son reales (aunque sean en su mayor parte espacio vacío) y que existen independientemente de nuestras mentes. Por otro lado, he sido testigo de primera mano de hasta qué punto puede uno sentirse perturbado al experimentar ira, celos o humillación, estados emocionales todos ellos manufacturados por nuestra propia mente. La mente es ciertamente su propio cosmos. Como escribió Milton en El paraíso perdido, “[la mente] vive en sí misma y puede hacer del cielo un infierno, y un infierno del cielo”. En nuestra constante búsqueda de sentido en esta existencia provisional y desconcertante, atrapados como estamos en nuestro kilo y medio de neuronas, a veces resulta difícil decir qué es real. A menudo inventamos lo que no está ahí. O ignoramos lo que sí está. Tratamos de imponer orden, tanto en nuestras mentes como en nuestra concepción de la realidad exterior. Tratamos de conectar. Tratamos de hallar la verdad. Soñamos y esperamos. Y por debajo de todos estos empeños nos ronda la sospecha de que aquello que vemos y entendemos del mundo no es más que una diminuta parte del todo.

La ciencia moderna, ciertamente, ha desvelado un cosmos oculto no visible a nuestros sentidos. Por ejemplo, ahora sabemos que el universo está bañado en “colores” de luz que no podemos ver con los ojos: ondas de radio, rayos X, etcétera. Cuando los primeros telescopios de rayos X apuntaron hacia el cielo a comienzos de la década de 1970, nos quedamos estupefactos al descubrir toda una colección de objetos astronómicos previamente invisibles y desconocidos. Ahora sabemos que el tiempo no es absoluto, que el ritmo del tic-tac de los relojes varía en función de su velocidad relativa. Estas incongruencias en el paso del tiempo nos pasan desapercibidas a las velocidades ordinarias a las que transcurren nuestras vidas, pero han sido confirmadas por instrumentos muy sensibles. Ahora sabemos que las instrucciones para construir un ser humano, o cualquier forma de vida, están codificadas en una molécula en forma de hélice que se encuentra en cada célula microscópica de nuestros cuerpos. La ciencia no ha revelado el sentido de nuestra existencia, pero está retirando algunos de los velos que lo cubren.

La palabra “universo” procede del latín unus, que significa “uno”, combinado con versus, que es el participio pasado de vertere, que significa “girar, dar la vuelta”. Así, el significado original y literal de “universo” era “el punto donde todo se une y gira”. Durante los dos últimos siglos, la palabra ha adquirido el significado de “todo lo que hay” o “la totalidad de la realidad física”. En el primer ensayo de este libro, “El universo accidental”, discuto la posibilidad de que existan múltiples universos, múltiples continuos espacio-temporales, algunos de los cuales con más de tres dimensiones. Pero incluso si solo existe un continuo espacio-temporal, un único “universo”, argumentaré que hay muchos universos dentro de dicho continuo, algunos visibles y otros no. Lo que ciertamente hay es una multiplicidad de puntos de vista. Estos ensayos exploran algunos de dichos puntos de vista, tanto los conocidos como los desconocidos.

 

Prefacio del libro de Alan Lightman El universo accidental. El mundo que creíamos conocer.

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