El triunfo del nacionalpopulismo

El triunfo del nacionalpopulismo

En las recientes elecciones del 28 de mayo hay claves difíciles de jerarquizar. Entre ellas, no la principal, el auge del nacionalpopulismo. En él cabrían Díaz Ayuso, Bildu, García Albiol o las candidaturas independentistas catalanas de extrema derecha.

Sin duda, España no es inmune a una ola reaccionaria caracterizada por el retroceso de la izquierda –en nuestro entorno más inmediato, Francia, Italia o Grecia; o en los países nórdicos– y la ocupación de ese vacío por formaciones de derecha conservadora, de extrema derecha o por coaliciones que aúnan nacionalismo y formas populistas, generando un sujeto político de perfiles variados, según el momento y el lugar, que apelan demagógicamente a un pueblo ninguneado por las élites. Cuando ese pueblo se presenta en forma de colectivo con rasgos culturales que facilitaron su conversión en nación, tendremos el nacionalismo como propuesta compartida por organizaciones que se sitúan tanto a la izquierda como a la derecha del espectro.

De esta manera, encaja la subida de Vox con la ya habitual victoria arrasadora de Díaz Ayuso o el constante ascenso de EH Bildu en el País Vasco.

A diferencia de otras latitudes, en las que la dicotomía nosotros/ellos se resuelve mediante la demonización del extranjero, en España los nacionalismos contrapuestos se refuerzan mutuamente, y ello porque se parecen mucho más de lo que ambos estarían dispuestos a reconocer. Se asiste de esta manera a una suerte de coalición cruzada de hecho. En estas elecciones el PP, particularmente Díaz Ayuso, ha basado una parte esencial de su campaña en Bildu, que, a su vez, ha aprovechado para erigirse en la principal defensora del pueblo vasco frente al enemigo español. Asistimos desde hace años a la búsqueda de hechos diferenciales por parte de los nacionalistas, sobre todo vascos y catalanes, para fundamentar su voluntad primero de autogobierno y posteriormente de independencia. El nacionalismo busca su identidad en una historia que exhuma episodios y personajes trasformados en precursores de una voluntad inquebrantable/inasequible al paso del tiempo. La Covadonga de Vox, el 1714 del nacionalismo catalán o las guerras carlistas de los nacionalistas vascos no son más que elaboraciones interesadas para fundamentar reivindicaciones que los protagonistas de aquellos acontecimientos no podían ni imaginar. La última novedad viene dada por la búsqueda –y el hallazgo exitoso, a juzgar por los resultados– de la identidad madrileña, precisamente el lugar que siempre presumió –con bastante razón– de su carácter cosmopolita y de la imposibilidad de sentirse extranjero en él. Una buena prueba de que los mecanismos que explican la invención de las identidades responden a elaboraciones conscientes e intencionadas –no a supuestas características inmunes al paso del tiempo que conservan los pueblos–, la ofrece esa identidad madrileña basada en la libertad… para tomar cañas. Pero la senda que recorre Ayuso reproduce con otros mimbres la que abrieron otros populismos con semejante éxito. Es inevitable dirigir la mirada al espejo catalán: la identificación de Cataluña con la democracia frente a una España opresora y eternamente castradora, al no ser abiertamente descalificada por la fuerza de los hechos y de la argumentación, acaba abriendo grietas por donde se cuelan estas otras identidades imaginadas. Ayuso está devolviendo la imagen de un discurso victimista –ventajista– que sigue propagándose desde los nacionalistas periféricos y desde cierta izquierda. Por ejemplo, hablar de dumping fiscal madrileño tiene mucho sentido, pero lo tendría mucho más si se buscara su eliminación mediante la devolución al gobierno central de la mayor parte de los impuestos que deberían garantizar la igualdad entre españoles. Si se descentraliza la política fiscal, si se trasfiere determinada capacidad impositiva a las comunidades autónomas –a partir de las demandas nacionalistas, con el visto bueno de esa misma izquierda– y, sobre todo, si se pretende mantener la excepción del concierto económico vasco y el convenio económico navarro, e incrementar la capacidad fiscal de la Generalitat catalana, no tiene ningún sentido constatar la injusticia y la desigualdad del sistema solo para el caso de Madrid; hacerlo es el mayor regalo que se puede prestar a la argumentación de su presidenta.

En el caso madrileño no es posible apelar a las propiedades ‘duras’ que remiten a la historia y a una idiosincrasia mantenida –¿milagrosamente?– durante siglos; se opta por el recurso cañí, aprovechando una pandemia que recluyó a la ciudadanía en sus hogares. También los nacionalismos vasco y catalán comparten el recurso a las señas ‘blandas’, teóricamente despolitizadas e insertas en la vida cotidiana. Por ejemplo, la masiva afición vasca por el ciclismo, el montañismo ─compartido por el escultismo catalán─ o los deportes populares, espacios para el disfrute comunitario, en los que no suele faltar el recuerdo a los presos de ETA ausentes, pero sí el de sus víctimas igualmente ausentes… para siempre. Cómo olvidar al FC Barcelona, emblema de todo catalán que se precie, según la vulgata nacionalista; si Santi Vila, consejero de Economía, afirmó que sin el procés habría sido imposible hacer tragar a la ciudadanía los recortes sociales aprobados por la Generalitat aquellos años, también en el ámbito futbolístico la bandera sirve para tapar la corrupción. La primacía de los criterios particularistas sobre los valores de alcance universal e igualitario y los derechos de ciudadanía no puede tener otra consecuencia que la erosión de la democracia. Frente a la fraternidad y la solidaridad que deberían constituir valores irrenunciables para la izquierda, la reducción del espacio común desde el que defender los derechos de todos nos acerca al tribalismo.

 

Martín Alonso y F. Javier Merino son autores de Alquimistas del malestar. Del momento Weimar al trumpismo global, Trea, Gijón, 2022.

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