Más de 52.000 refugiados han quedado atrapados en Grecia tras el cierre de la llamada Ruta de los Balcanes. Una parte se encuentra en campos como los de Idomeni y el Pireo pero la inmensa mayoría deambula por las carreteras, los campos y los pueblos helenos que se han convertido para ellos en un callejón sin salida.
Parecen un ejército de almas en pena vagando sin descanso. Intentando encontrar el mitológico río Lete que les permita olvidar sus vidas pasadas, los traumas de la guerra, el largo camino a través de Turquía y luego la peligrosa travesía en una lancha saturada.
Tras el acuerdo entre la Unión Europea y Turquía, estas personas no pueden ser expulsadas de Grecia pero tampoco pueden seguir camino a otros países de la Unión Europea. La legislación vigente, la Convención de Dublín, establece que los refugiados deben solicitar asilo en el país que les recibe. Esto les ha dejado atrapados en Grecia, que tras varios años de duras políticas de austeridad es incapaz de brindarles una acogida digna porque es incapaz de atender a su propia y empobrecida población.
Instalaciones olímpicas emblemáticas como los estadios de béisbol y hockey acogen ahora las miles de tiendas de campaña de color blanco que proporciona Acnur. Antes de la llegada de los refugiados, éstas y otras instalaciones olímpicas ya se encontraban totalmente abandonadas porque Grecia, que ha tenido que bajar las pensiones once veces en los últimos años, no puede darse el lujo de mantener estadios que nadie usa.
La frontera norte de Grecia está salpicada de tiendas de campaña en todo su recorrido con Macedonia pero también con Albania. No se trata sólo de Idomeni. En cada pueblo o campo de labranza hay grupos de personas compartiendo un poco de comida o de fuego improvisado, cargando bolsas de plástico con las pocas pertenencias que pueden llevar consigo que normalmente son mantas y ropas de abrigo. Los niños deambulan solos por las gasolineras de los pueblos fronterizos que se han convertido para estas personas en el único acceso a los servicios básicos y que tampoco dan abasto.
En este inmenso contingente de refugiados predominan las mujeres solas con niños pequeños, algunas con bebes de pocos meses que han nacido en el camino hacia Grecia o en las precarias tiendas de campaña diseminadas por todo el país. Algunos niños viajan solos porque sus padres han muerto por el camino o porque se han extraviado en la travesía. Los más grandes, muchas veces de no más de 12 años, asumen el cuidado de los más pequeños.
Es un espectáculo difícil de entender en un continente que exhibe las cifras más altas de bienestar del mundo, que puede permitirse subvencionar el ganado o la tauromaquia pero que se muestra incapaz de proporcionar asistencia básica a seres humanos que vienen escapando de la violencia y la guerra.
La solución a este gigantesco drama humanitario no pasa por convertir Turquía en un gran campo de contención ni por abandonar a los refugiados en Grecia amparándose en la Convención de Dublín. Pasa por buscar una salida en la que participe toda Europa, distribuyendo a estas personas según la capacidad de cada país, de su PIB, de su población y también de las aspiraciones de los propios refugiados que en muchos casos intentan reencontrarse con familiares o amigos. Pasa también por ayudar a Grecia a resolver sus problemas sin seguir castigando a su población con programas de reestructuración que han demostrado ser ineficaces para sacar el país de la profunda crisis económica en la que sigue inmerso.
Ante la inminente llegada de la temporada turística, la policía griega ha comenzado a “limpiar” de refugiados las zonas más características de Atenas. El pintoresco puerto del Pireo o la Plaza Viktoria, que hasta hace poco eran centros neurálgicos de encuentro para los refugiados, están libres de tiendas de campaña. Pero sus moradores no han ido lejos. Rondan por las calles menos visibles buscando un sitio donde sentarse y pasar inadvertidos, algo complicado cuando hablamos de miles y miles de “almas”.
En sus rostros se refleja el desánimo y la incertidumbre. Las mismas expresiones de destierro que reconocemos en las fotografías descoloridas de los republicanos que atravesaron la frontera para caer en el infernal campo de Argelès-sur-Mer o de los que desembarcaron en algún puerto de México sin saber qué sería de sus vidas al día siguiente. En las calles y en los campos de Grecia se están escribiendo las mismas historias de exilio que hemos leído y con las que hemos llorado ante las pantallas de cine.
Un comunista italiano, Altiero Spinelli, fue capaz de imaginar en 1941, cuando el continente se desangraba por la guerra, una Europa libre y unida, sin fronteras, solidaria y garante de los derechos de las personas. Su sueño, plasmado en el Manifiesto de Ventotene, dio origen a una Unión Europea que ahora no consigue dar respuesta a sus principales desafíos, que deja naufragar el sueño de Spinelli en el Mar Egeo.
Libros relacionados: