
Ya no me inquieta verme en el espejo. Toda la vida intentando evitarlo, sobre todo esa imagen captada al azar, tan irreconocible y que has de aceptar como la tuya propia, muy diferente de la que ex professo compones cuando te vistes y arreglas, que más que una forma real, objetiva, es la imagen que proyectas de tu voluntad de ser, no, ya no me inquieta, al contrario, me gusta mirarme, me gusta contemplar todo eso que he hecho de mí: la noble y elevada arquitectura de la frente, los ojos vivaces y malignos, las hondas comisuras bajo los pómulos, y ese mentón voluntarioso, y esa línea horizontal de los labios que no hace mucho ocultaban una hermosa dentadura, sí, me gusta contemplar ese anciano sano y robusto de setenta y dos años que contra viento y marea ha mantenido su propio designio de vida… ese cabello que flamea por los lados, esas blancas patillas, esa cara barbilampiña, claro desafío a las barbas obscenas de los burgueses de hoy. Esos ojos vivaces y malignos…
¡Parece un gato salvaje! dicen que dijo Wagner cuando vio el retrato que le envié. Si Goethe me hubiese conocido en mi aspecto actual, no habría dudado en proponerme como modelo físico de su Mefistófeles… ¿Qué hora es? Las nueve en punto. Me acostaré pronto, muy pronto. Será la manera de acabar cuanto antes con este estúpido día… Ese anciano sano y robusto, ¡qué barbaridad! La mejoría ha sido tan rápida y pasmosa que hasta había olvidado los tormentos de estos últimos días.
Pero se acabó. Estoy muy bien ahora, sí, muy bien. Otro día de convalecencia y listo. Veremos qué dice el médico mañana. ¿El médico? Nadie conoce mejor su cuerpo que uno mismo. Los médicos poseen conceptos generales, inducidos de multitud de casos concretos, que a veces aplican sin la apreciación debida de la individualidad, pero si uno es buen observador y posee los conocimientos necesarios, como es mi caso, ningún médico profesional, es decir, general, abstracto, puede darle lecciones de cómo funciona su cuerpo…
Quizá debería escribir. No, ahora no. O al menos tomar nota de estos pensamientos. No, tampoco. ¿Para qué? Pienso y ya está. La vieja cuestión de si cuando pensamos utilizamos palabras resulta bastante estúpida. Depende de cómo pensemos. Llamamos pensar a la actividad consciente del cerebro. Esta actividad puede ser de dos clases: evocativa o discursiva. La primera no necesita palabras, la discursiva sí. Ahora mismo mi cerebro es una máquina discursiva, los pensamientos se formulan y encadenan con el mismo rigor que si los estuviese escribiendo. Veo las palabras como si, por impulso del pensamiento, fuesen apareciendo en un papel, negro sobre blanco, y sin que falte ni un punto ni una coma. Podría estar escribiendo, punto. Pero no, coma, sólo pienso, punto. No, coma, no quiero escribir ahora, punto.
Además, la noche nunca me ha sido propicia. Eso para los románticos, los viejos románticos hoy perdidos, que andaban buscando fantasmas entre las sombras. Goethe siempre escribía en las primeras horas del día… ¿Y leer? No, ahora no, menos aún. Más pensar y menos leer. Yo que he leído ríos de palabras, yo que he navegado por océanos de papel siempre he defendido lo mismo, más pensar y menos leer, y cuando se lea que sea lo básico, lo fundamental, lo imprescindible. Yo no he hecho otra cosa, y aún así apenas me ha dado tiempo.
Lo que impugno es la actitud del hombre de cabeza hueca, que lee un libro como quien toma el té, como quien juega a las cartas, para matar el tiempo. Pero ocurre que con el té o con las cartas lo que se mata es eso, el tiempo, mientras que con cierto tipo de lecturas se matan además otras cosas, las ideas propias, por ejemplo, las intuiciones verdaderas, de las que uno puede llegar a avergonzarse, ¡y tan verdaderas como son!, al verlas puestas en duda por la presunta autoridad de la letra impresa. Ojos para ver, oídos para escuchar, entendimiento para comprender y razón para establecer lo general y deducir lo particular, eso y por ese orden es todo lo que se necesita…
¡Qué día tan estúpido! Cuánto hace que no he estado en el Hotel Inglaterra, charlando en la sobremesa ante una taza de buen café, saboreando uno de mis espléndidos cigarros, con la presencia inevitable, claro está, de los ocupantes de otra mesa, como la otra tarde el profesor Geyer, acompañado de dos jóvenes, sin duda alumnos suyos, que con sus miradas furtivas y el tono susurrante de su hablar –innecesario dada la distancia– amenazaban con acercarse para las consabidas presentaciones. Como si lo oyera: sí, es el doctor Schopenhauer, el genio de nuestra filosofía, si lo desean se lo puedo presentar, es amigo mío, no hay que perderse la ocasión, ¿no les parece? ¿Desde cuándo, profesor Geyer, somos amigos? ¿Mencionaste para algo mi obra hasta que mi fama no fue notoria? ¿Dónde estabas cuando se me ignoraba al tiempo que se me utilizaba clandestinamente?
Y como Geyer otros muchos. Ahora sí, ahora todos me conocen, ahora todos celebran mi fama y pretenden de alguna manera participar de su resplandor. Están en todas partes. Cuando me ven cuchichean con sus alumnos, con sus amigos, con sus queridas: mira, es Schopenhauer, el genio de la filosofía alemana, es amigo mío. ¿Dónde estabais antes, cretinos? Hace cuarenta años que mi obra fundamental fue publicada ¡Cuánto tiempo ha tardado en derribar la barrera de silencio que los indignos levantaron a su alrededor! Pero la verdad acaba imponiéndose, eso lo sé yo mejor que nadie… ¿Que no se ha impuesto todavía? Cierto, todavía no. Pero el camino ya está abierto.
Mi obra es conocida. Ya nadie tendrá excusa. Las “osadas” construcciones de los “genios” de la filosofía alemana se han venido abajo como castillos de naipes desbaratados. Fichte y Schelling se perdieron ya en el olvido. Hegel, el mayor embaucador de todos los tiempos, se descompone en facciones y en fracciones de facciones que lo niegan y lo reniegan en sucesivas piruetas de paranoia dialéctica. ¿Cómo han podido pasar por filósofos semejante raza de charlatanes? Atención a lo que escribe uno de tantos residuos hegelianos: “Las verdades de la filosofía no necesitan ser demostradas empíricamente, pues su relación no es con la realidad, sino consigo misma; su materia prima no son los datos de la realidad, sino las categorías”. ¡Acabáramos!
¡Haber empezado por ahí! O sea, que la filosofía, según esos señores, no tiene nada que ver con la realidad del mundo; o sea, que la filosofía, según esos señores, es pura fantasmagoría, pura imaginación desbocada sin sustento real alguno… Y es cierto. Eso es lo que ha sido la filosofía alemana en los últimos sesenta años: una colosal engañifa. En mis tiempos de estudiante una frase de Hegel se me quedó grabada en la mente en mi ingenuo intento de desentrañarla: “Que lo verdadero es real tan sólo como sistema, o que la sustancia es esencialmente sujeto se expresa diciendo que lo absoluto es espíritu”. ¡Genial! No hay nada detrás de esas palabras, eso sí que es lo absoluto… pero el vacío absoluto. Y sin embargo, miles de frases como ésa han levantado el imperio de la filosofía alemana de este medio siglo.
Pero el final ha llegado… Sí, más de treinta años tuvieron que pasar entre la publicación de mi gran obra y el principio de un reconocimiento cada vez más amplio y acelerado. Si Goethe, quizá el primero de mis lectores, hubiese hablado entonces… una palabra, tan sólo una palabra… Goethe, siempre Goethe.
Imagino un futuro no lejano en que mi obra sea conocida y celebrada como se merece, imagino al erudito de turno escudriñando al detalle el vasto territorio de mis escritos, ese tipo de erudito que consagra su vida al conocimiento de cosas tan fundamentales para el bien de la humanidad como establecer cuántas veces utiliza Tito Livio el ablativo absoluto en los libros de su historia, imagino a ese erudito, sí, contando las veces que he citado a Goethe en toda mi obra… ¿Lo tienes ya, mentecato? ¿Cuántas? ¿Cuarenta? ¿Cuatrocientas? ¿Cuatro mil? ¡Qué importa, estúpido!… Y en cambio, lo que al erudito de turno, y a todos los que son como él, se le escapa, es que de las posibilidades de la especie humana Goethe ha sido, quizá, la realización más alta.
Goethe… ahí está, en el retrato que él mismo me regaló, la imagen del gran poeta presidiendo la estancia del gran filósofo… ¿Cuándo lo vi por primera vez?… En 1808, sin duda. En casa de mi señora madre, sin ninguna duda, casa que ella había convertido en centro elegante de reuniones, más que elegante, espiritual en el sentido francés de la palabra, donde tenía cabida lo más aparente de la sociedad artística e intelectual, aunque poco importaba que esa apariencia se correspondiese con la realidad mientras se exhibiesen los modales requeridos y el encanto imprescindible para entretener a las damas.
Hoy se habla de la Weimar de aquellos años como de la Atenas alemana, y es que el tiempo y la distancia lo embellecen todo. Pero algo hay de cierto. Muertos ya Herder y Schiller, los Brentano, Von Arnim, Werner, Fernow, Falk, raramente Wieland y otros varios personajes de distintas calidades y valías –a los que sin embargo mi bueno y atrabiliario profesor Passow tildaba sin excepción de vulgares bípedos– frecuentaban el salón de mi señora madre…
El rey era Goethe. Su aparición solía coincidir con la de alguna cara nueva que se había hecho invitar con la sola intención de ver y oír al poeta… En realidad, yo fui una de esas caras nuevas. Sí, Weimar era una ciudad pequeña, yo tenía veinte años, pero mi señora madre había decidido que no residiría en su casa. Quería que le respetase su independencia, esa independencia que –claramente lo decían sus palabras– nunca le había respetado su difunto esposo, mi buen padre, ya se sabe, la astuta simulación de la casada se convierte en el obsceno descaro de la viuda. Pero me convenía el arreglo. Iba sólo a comer, luego me llevaba la cena que la cocinera me había preparado y me volvía a mi sencillo hospedaje o a casa de mi profesor de letras clásicas, Passow, el misántropo fustigador de la sociedad que, dos tardes a la semana, acudía al salón de la señora Schopenhauer, como yo cuando sabía que había de aparecer Goethe.
Y sin embargo, durante el tiempo de mi primera estancia en Weimar apenas nos cruzamos unas palabras. Yo tenía veinte años, él cincuenta y nueve. Todavía no estaba preparado, apenas tenía claro a lo que aspiraba. Me limitaba a observarle, la elegancia discreta de su vestir, la actitud siempre digna, cortés, unas veces retraído, otras expansivo y como iluminado… Años después, entre el otoño de 1813 y la primavera de 1814, ya en posesión de mi flamante diploma de doctor, la cosa sería distinta…
Fue el 9 de noviembre, precisamente el mismo día del primer encontronazo con mi señora madre desde que, en mi segunda estancia en Weimar, residía, esta vez sí, en su misma casa. Pero el portazo de turno no tuvo más consecuencia que un largo encierro en mi habitación. Goethe había de comparecer: yo no podía faltar. Esta vez ya no sería una mera sombra para él, una de tantas figuras borrosas y prescindibles. Hacía un mes que le había enviado mi tesis doctoral, y sabía que la había leído… no recuerdo por qué, pero lo sabía. ¿Por Adele? No, mi hermana era muy joven entonces… pero, no, no tan joven… porque, si yo había cumplido veinticinco años, ella tendría… dieciséis… sí, quizá me confundo. Bien, qué más da, el caso es que yo sabía que Goethe había leído mi trabajo Sobre la cuádruple raíz del principio de razón suficiente… “¿La cuádruple raíz? Parece algo para boticarios, ¿no?”, comentario de mi señora madre ante el ejemplar que le pongo bajo las narices. Y yo: “Tenga por muy cierto, señora mía, que todavía será leído cuando de sus escritos no quede ni rastro”. Y ella: “Cuando de mis escritos no quede ni rastro de los tuyos estará por venderse toda la edición”. Y de alguna manera los dos acertamos…
Tras el cristal de la ventana de la habitación observo la tarde desapacible de otoño, los tristes movimientos de la gente común de la ciudad, asolada por la enfermedad y la miseria, consecuencias palpables del paso reciente de la guerra. No hace un mes que Napoleón ha sido derrotado en Leipzig; con la puerta cerrada de la habitación, tengo la certeza de cuál es el tema de conversación de los invitados ya presentes. Una epidemia más horrible y pertinaz que la del tifus se va extendiendo por todo el país: el patriotismo alemán.
Cuando entre en la sala el gran hombre los prudentes bajarán la voz o cambiarán de tema. Todo el mundo lo sabe. El gran hombre está por encima de todas las patrias y, si admiró a Napoleón en su gloria, no lo admirará menos en la derrota. Abro un poco la puerta para poder captar el momento… ya está, ya entra en la casa. Aguardo un poco, unos minutos, un poco más. El corazón late con fuerza ¿Cómo habré de abordarle? Impensable la mediación de la anfitriona. ¿Y si apenas me atiende? ¿Y si, después de todo, no ha leído mi obra? ¿Y si no le ha interesado? ¿Y si sigo siendo para él una sombra prescindible?
Salgo, desciendo por la escalera, avanzo por el breve pasillo, el corazón golpea con fuerza, abro la puerta…Veo ahora mismo la escena con la viveza y precisión propias de los recuerdos de los grandes momentos de la vida. Todas las lámparas encendidas, sentados en torno de una mesita, dos señoras y un caballero se entretienen en recortar siluetas, manía de aquellos años tan omnipresente como insulsa, una joven vestida de rosa, sentada ante el piano cerrado, muestra una partitura a dos jóvenes que se inclinan delicadamente sobre ella en el sofá del fondo varias personas hablan de un asunto sin duda muy grave –la patria soñada, supongo– en las butacas del centro la anfitriona y dos señoras contemplan y comentan unos grabados con el arqueamiento de cejas propio de la gente entendida.
No le veo, no le veo… Ah, sí, allá está, precisamente ante su mesita, la que solía utilizar, no me acordaba, para enfrascarse en sus dibujos cuando no se sentía especialmente sociable, y está hablando con Majer, qué suerte, precisamente con Majer, la única amistad interesante que he hecho desde mi llegada a Weimar. Nada de raro tendrá que me acerque, ayer mismo dejamos interrumpido un tema apasionante. Pero estoy inmóvil, de pie, en el centro de la sala. He de moverme, he de tomar alguna dirección, no puedo seguir así un segundo más. Miro a Majer, él me mira y sonríe, Goethe también me mira, pero no sonríe, se levanta, avanza unos pasos, unos pasos en dirección a mí, que estoy de pie, inmóvil en el centro de la sala.
–Así que usted es el doctor Schopenhauer –la voz de Goethe se alza sobre el rumor general y todas las miradas convergen en nosotros–. Le felicito –y dirigiéndose a la concurrencia–, he aquí una de las cabezas mejor organizadas que he conocido. –El cuerpo de Goethe me impide ver la expresión de mi madre–. Me ha interesado su obra, sí señor, me ha interesado mucho.
–Gracias, Excelencia, estaba seguro que sabría apreciar lo que tiene de bueno.
–Tiene mucho de bueno, pero lo que en especial me ha interesado es el tratamiento que hace de la intuición como forma de conocimiento. Véngase, siéntese con nosotros, precisamente Majer me estaba comentando…
Un poco de conversación, un poco de música, un poco de pastas y té y se acaba, para los demás, una de tantas veladas. Para mí, no, para mí no acaba nada, para mí se inicia el camino de la gloria basada en la dedicación total, en el esfuerzo continuo y en la comunicación ininterrumpida con los más grandes, pensaba.
Fuente: páginas iniciales del libro de Antonio Priante El silencio de Goethe