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El título mismo de esta contribución relaciona, y no por casualidad, la vuelta del fascismo a la escena política con la crisis del capitalismo contemporáneo. El fascismo no es sinónimo de régimen policial autoritario que rechaza la sumisión del poder a los azares de la democracia electoral parlamentaria, etc. El fascismo es una respuesta política particular a los desafíos a los que puede verse confrontada la gestión de la sociedad capitalista en determinadas circunstancias.
Unidad y diversidad de los fascismos
Los poderes políticos que es posible calificar a ciencia cierta de fascistas han ocupado el primer plano de la escena y han ejercido el poder en varios países europeos, en particular durante la década de 1930 y hasta 1945 (Mussolini, Hitler, Franco, Salazar, Pétain, Horthy, Antonescu, Ante Pavelic y algunos más). La diversidad de las sociedades que han sido sus víctimas –una sociedad capitalista desarrollada aquí, una menos desarrollada y dominada allí; una asociada a una guerra victoriosa, otra producto de una derrota– nos impide confundirlas. Especificaré, por consiguiente, los diferentes efectos que esta diversidad de estructuras y de coyunturas ha tenido en las sociedades afectadas.
De todos modos, y más allá de esta diversidad, todos estos regímenes fascistas tienen en común dos características:
(I) En todos los casos aceptan inscribir su gestión de la política y de la sociedad en un marco que no cuestiona los principios fundamentales del capitalismo, a saber, la propiedad capitalista privada, incluida la –moderna– de los monopolios. Es por ello que califico a estos fascismos de modos particulares de gestión del capitalismo y no de formas políticas que cuestionan su legitimidad, pese a que en las retóricas de los discursos fascistas el “capitalismo” o la “plutocracia” sean objeto de largas diatribas. La mentira que oculta la verdadera naturaleza de tales discursos se pone de manifiesto en cuanto se examina la “alternativa” propuesta por estos fascismos, que siempre callan por lo que respecta a lo esencial: la propiedad capitalista privada.
Es cierto que la opción fascista no constituye la única respuesta a los desafíos a los que se ve confrontada la gestión política de una sociedad capitalista. Es solo en determinadas coyunturas de crisis violenta y profunda cuando la solución fascista parece ser, para el capital dominante, la mejor, o incluso tal vez la única posible.
El análisis tiene, por tanto, que centrar su atención en la de estas crisis.
(II) La opción fascista de gestión de la sociedad capitalista en cuestión se basa siempre –por definición– en el rechazo categórico de la “democracia”. Los principios generales sobre los cuales se basan las teorías y las prácticas de las democracias modernas –el reconocimiento de la diversidad de opiniones, el recurso a procedimientos electorales para extraer de ellos una mayoría, la garantía de los derechos de la minoría, etc.– se sustituyen siempre por los valores opuestos de la sumisión a las exigencias de la disciplina colectiva, de la autoridad del jefe supremo y de los jefes ejecutantes. Esta inversión de valores se acompaña siempre de un retorno a temas nostálgicos capaces de dar a los procedimientos de sumisión de la sociedad puestos en práctica una legitimidad aparente. En este sentido, la proclamación de un retorno supuestamente necesario al pasado (“medieval”), a la sumisión a la religión de Estado, o a cualquier supuesta apelación específica a la “raza” o a la “nación” (étnica), constituye la panoplia de los discursos ideológicos desplegados por los poderes fascistas implicados.
Los fascismos históricos de la historia europea moderna a la que nos referimos y que comparten estas dos características, no por ello son menos diversos, y entran en una u otra de las cuatro categorías siguientes:
1) El fascismo de las mayores potencias capitalistas desarrolladas, que aspiran a convertirse en potencias hegemónicas dominantes a escala del sistema capitalista mundial, o como mínimo regional.
El nazismo constituye el modelo de esta categoría de fascismo.
Alemania, convertida en una gran potencia industrial a partir de 1870, competidora de las potencias hegemónicas de la época (Gran Bretaña, y en segundo lugar Francia) y de la que aspiraba a convertirse en una de ellas (Estados Unidos), topa con las consecuencias del fracaso de su proyecto, marcado por la derrota de 1918. Hitler formula claramente su proyecto: establecer en Europa, Rusia incluida, y tal vez más allá, la dominación hegemónica de “Alemania”, es decir, del capitalismo de los monopolios de este país que han mantenido el ascenso del fascismo. Está dispuesto a aceptar un compromiso con sus principales adversarios: para él Europa y Rusia; para Japón la China; para Gran Bretaña el resto de Asia y África, y para Estados Unidos las Américas. Su error fue pensar que ese compromiso era posible: Gran Bretaña y Estados Unidos no lo aceptaron; Japón, en cambio, sí lo hizo.
El fascismo nipón pertenece a la misma categoría. Desde 1895, el Japón capitalista moderno aspira a imponer su dominio a toda el Asia del Este. En este caso el deslizamiento se produce “suavemente” desde la forma “imperial” de gestión de este capitalismo nacional ascendente –basado en unas instituciones de apariencia “liberal” (una “Dieta” elegida), pero íntegramente controladas, de hecho, por el emperador y la clase aristocrática transformada por la modernización– a una forma brutal, directamente gestionada por el Alto Mando militar. La Alemania nazi contrae una alianza con el Japón imperial/fascista, mientras que Gran Bretaña y Estados Unidos (después de Pearl Harbour, 1941) entran en conflicto con Tokio, igual que la resistencia de China, siendo las deficiencias del Kuomintang compensadas por el relevo de los comunistas maoístas.
2) Los fascismos de las potencias capitalistas de segundo rango.
La Italia de Mussolini constituye el ejemplo por excelencia de esta categoría. El mussolinismo –el inventor del fascismo, incluido su nombre– fue la respuesta que la derecha italiana (antiguas aristocracias, nuevas burguesías, clases medias) dio a la crisis de los años veinte del siglo XX y al peligro comunista naciente. Pero ni el capitalismo italiano, ni su instrumento político, el fascismo mussoliniano, tenían la ambición de dominar Europa, y mucho menos el mundo. Y pese a las baladronadas del Duce respecto al tema de la reconstrucción del imperio romano (!), Mussolini sabía que la estabilidad de su sistema se basaba en su alianza –en calidad de segundo subalterno– bien respecto de la Gran Bretaña –dueña del Mediterráneo–, bien respecto de la Alemania nazi; y esta vacilación la mantuvo hasta la víspera de la Segunda Guerra Mundial.
Podemos considerar que los fascismos de Salazar y de Franco pertenecen a esta misma familia. Dos dictadores elevados al cargo por la derecha y la Iglesia católica en respuesta a los peligros liberales republicanos o republicanos socializantes. Que nunca, por este motivo, han sido condenados al ostracismo por sus violencias antidemocráticas (con el pretexto anticomunista) por las principales potencias imperialistas. Recuperados desde 1945 por Washington (Salazar miembro fundador de la OTAN, y España aceptando la instalación de bases norteamericanas) y después por la Comunidad Europea –garante por naturaleza del orden capitalista reaccionario–, después de la revolución de los claveles (1974) y de la muerte de Franco (1975), estos dos sistemas se unieron al campo de las nuevas “democracias” de baja intensidad de nuestra época.
3) Los fascismos de las potencias vencidas, como Vichy en Francia (e igualmente Degrelle en Bélgica, el seudopoder “flamenco” apoyado por los nazis, y otros) son los ejemplos de esta categoría. En Francia, la gran burguesía eligió “a Hitler antes que al Frente Popular” (véanse a este respecto los libros de Annie Lacroix-Riz). Por ello, estos fascismos, asociados a la derrota y a la sumisión ante el despliegue de la “Europa alemana”, se vieron obligados a abandonar el primer plano de la escena política el día siguiente a la derrota de los nazis, y ceder el lugar a los Consejos de la Resistencia, asociándose durante un tiempo a los comunistas y a otros resistentes (De Gaulle en particular), a la espera de que –con el inicio de la construcción europea, la adhesión al plan Marshall y a la OTAN, es decir, la sumisión consentida a la hegemonía de Estados Unidos– las derechas conservadoras y la socialdemocracia anticomunista rompieran definitivamente con la izquierda radical salida de la Resistencia antifascista y potencialmente anticapitalista.
4) Los fascismos en las sociedades dependientes de la Europa del Este.
Descendemos unos cuantos grados más cuando consideramos las sociedades capitalistas de la Europa del Este (Polonia, Estados Bálticos, Ruma nía, Hungría, Yugos la vía, Grecia, Ucrania occidental, por aquel entonces polaca). Hemos de hablar aquí de capitalismos atrasados y por ello dependientes. En el período de entreguerras, las clases dirigentes reaccionarias de estos países se apuntan al des pliegue de la Alemania nazi.
Debemos, sin embargo, examinar aquí caso por caso el modo de su articulación política en el proyecto hitleriano.
En Polonia, la vieja hostilidad a la dominación rusa (la de la Rusia de los zares), convertida en hostilidad a la Unión Soviética comunista, favorecida por la popularidad del Papado católico, habría tenido que hacer normalmente de este país un vasallo de Alemania, a la manera de Vichy. Pero Hitler no lo entendió así: los polacos, como los rusos, los ucranianos y los serbios constituían para él pueblos destinados al exterminio, junto con los judíos, los gitanos y algunos más. No quedaba, pues, lugar para un fascismo polaco aliado de Berlín.
La Hungría de Horthy y la Rumanía de Antonescu fueron, en cambio, tratadas como aliados subalternos de la Alemania nazi. Los fascismos de estos dos países fueron ellos mismos el producto de unas crisis sociales particulares de cada uno de ellos: el miedo al “comunismo” después de la experiencia de Bela Kun en Hungría, la movilización nacional chauvinista contra los húngaros y los rutenos en Rumanía.
En Yugoslavia, la Alemania hitleriana (y tras ella la Italia mussoliniana) jugaron la carta de una Croacia “independiente”, confiada a la gestión de los ustachis antiserbios, con el apoyo determinante de la Iglesia católica, mientras que los serbios eran destinados al exterminio.
La revolución rusa había evidentemente cambiado la situación respecto a las perspectivas de las luchas de las clases populares y a las reacciones de las clases poseedoras reaccionarias ante estas luchas, no solamente en todo el territorio de la Unión Soviética de antes de 1939, sino también en los territorios perdidos –los Estados Bálticos y Polonia, a la que se había anexado, por el tratado de Riga de 1921, la parte occidental de Bielorrusia (Volhinia) y de Ucrania (la Galitzia meridional, la Bukovina y la Ucrania subcarpática antiguamente austríacas o húngaras, y la Galitzia del Norte, antigua provincia del imperio de los zares que se había convertido en polaca).
En toda esta región se habían dibujado dos campos a partir de 1917 (e incluso a partir de 1905, con la primera revolución rusa): por un lado, los pro-socialistas (convertidos en pro-bolcheviques), populares entre grandes segmentos del campesinado (que aspiraban a una reforma agraria radical en beneficio suyo) y entre los medios intelectuales (y judíos en particular); y por el otro, los anti-socialistas (y por ello complacientes con respecto a los poderes antidemocráticos que se movían en la esfera de influencia fascista) en todas las clases poseedoras. La reintegración de los Estados Bálticos, de la Bielorrusia y la Ucrania occidentales en la Unión Soviética en 1939, iba a acusar la violencia de este contraste.
El mapa político de los conflictos entre “pro-fascistas” y “antifascistas” de esta parte de la Europa del Este se complicó debido, por una parte, al conflicto entre el chauvinismo polaco (que se obstinaba en su proyecto de “polonizar” mediante la colonización de población las regiones bielorrusa y ucraniana anexionadas) y los pueblos víctimas; y, por otra parte, el conflicto entre los “nacionalistas” ucranianos, a la vez anti-polacos y anti-rusos (por anti-socialistas), y el proyecto hitleriano, que no contemplaba ningún estado ucraniano en calidad de aliado subalterno, y condenaba simplemente a su pueblo al exterminio.
Remito aquí al lector a la obra decisiva de Olha Ostriitchouk (L’Ukraine face à son passé, 2013), cuyo riguroso análisis de la historia contemporánea de esta región (la Galitzia austríaca, la Ucrania polaca, la Pequeña Rusia, y después la Ucrania soviética) permitirá al lector comprender la raíz de unos conflictos que todavía se arrastran, así como el lugar que los fascismos locales ocupan en ellos.
La mirada complaciente de las derechas occidentales respecto a los fascismos pasados y presentes Las derechas parlamentarias europeas de entreguerras siempre han tenido una actitud complaciente respecto a los fascismos de la época, e incluso respecto del más repugnante nazismo.
El propio Churchill, un personaje por lo demás terriblemente British, nunca ocultó la simpatía que sentía por Mussolini. Los presidentes de Estados Unidos y los partidos del establishment –republicanos y demócratas– solo tardíamente descubrieron el peligro que podían representar la Alemania hitleriana y sobre todo el Japón imperial/fascista. Con todo el cinismo que caracteriza al establishment estadounidense, Truman confesaba en voz alta lo que los demás decían en voz baja: dejemos que la guerra agote a sus protagonistas –Alemania, la Rusia soviética, los vencidos europeos– para intervenir lo más tarde posible y sa car las castañas del fuego. ¡Esta no es precisamente la ex presión de una posición antifascista de principio!
Y ninguna vacilación respecto a la recuperación de Salazar y de Franco en 1945. Por otro lado, la connivencia con los fascismos europeos ha sido una constante en la política de la Iglesia Católica. Para calificar a Pío XII de colaborador de Mussolini y de Hitler no hay que forzar en absoluto la realidad.
El propio antisemitismo hitleriano solo suscitó el oprobio muy tardíamente, una vez que alcanzó el estadio supremo de su locura asesina. La prioridad dada al odio al “judeobolchevismo” fomentado por el discurso hitleriano convenía a muchos políticos. Solamente al final, después de la derrota del nazismo, se volvió obligatorio condenar al antisemitismo por principio. La tarea se vio facilitada por el hecho de que los herederos autoproclamados con el título de víctimas de la Shoah se habían convertido en los sionistas de Israel, aliados del imperialismo occidental contra los palestinos y los pueblos árabes que, sin embargo, nunca habían ejercido un papel protagonista en los horrores del antisemitismo europeo.
Evidentemente, el derrumbamiento de los nazis y de la Italia mussoliniana obligaba a las fuerzas políticas de derechas de la Europa occidental (al oeste del “telón de acero”) a desmarcarse de quienes –entre ellos– habían sido cómplices y aliados del fascismo. De todos modos, los movimientos fascistas solo se vieron obligados a abandonar el primer plano de la escena y a ocultarse entre bastidores, pe ro no a desaparecer.
En la Alemania occidental, en nombre de la “reconciliación”, el poder local y sus patronos (Estados Unidos y, de manera accesoria, Gran Bretaña y Francia) dejaron tranquilos a casi todos los autores de crímenes de guerra y de crímenes contra la humanidad. En Francia, los vichistas hicieron su reaparición en la escena política con Pinay e iniciaron el proceso de las “liquidaciones abusivas” por colaboracionismo atribuidas a la Resistencia. En Italia el fascismo guardó silencio, pero siempre ha estado presente en las filas de la democracia cristiana y de la Iglesia católica. En España, el compromiso de la “reconciliación” impuesta en 1980 por la Comunidad Europea (convertida a continuación en la Unión Europea) prohibió pura y simplemente el recuerdo de los crímenes franquistas.
La adhesión de los partidos socialistas y socialdemócratas de la Europa occidental y central a las campañas anticomunistas emprendidas por las derechas conservadoras tiene su parte de responsabilidad en la vuelta a escena ulterior del fascismo. Estos partidos de la izquierda “moderada”, sin embargo, habían sido auténtica y decididamente antifascistas. Pero a partir de ese momento habrá que olvidarlo. Con la conversión de estos partidos al social-liberalismo, su adhesión incondicional a la construcción europea concebida sistemáticamente para garantizar el orden capitalista reaccionario y su sumisión no menos incondicional a la hegemonía ejercida por Estados Unidos, entre otros a través de la OTAN, se consolida el bloque reaccionario que reúne a las derechas clásicas y a los social-liberales y que podría integrar si fuese necesario a las nuevas extremas derechas. Después de esto, la rehabilitación de los fascismos de la Europa del Este se ha llevado a cabo a buen paso a partir de 1990.
Todos los movimientos fascistas de los países implicados habían sido fieles aliados o colaboradores en grados diversos del hitlerismo. Ante la proximidad de la derrota, muchos de sus dirigentes activos habían sido desplegados de nuevo en Occidente y de este modo habían podido “rendirse” a los ejércitos de Estados Unidos.
Ninguno de ellos fue entregado a las autoridades soviéticas, yugoslavas o a ninguna de las nuevas democracias populares para que fuesen juzgados por sus crímenes (y ello en flagrante violación de los acuerdos entre los Aliados). Todos ellos encontraron refugio en Estados Unidos y en Canadá. ¡Y todos ellos fueron mimados por las autoridades debido a su feroz anticomunismo!
Olha Ostriitchouk proporciona en su libro sobre Ucrania todo lo necesario para establecer sin réplica posible la colusión entre los objetivos de la política de Esta dos Unidos (y de Europa tras ellos) y los de los fascistas locales de la Europa del Este (en ese caso de Ucrania). Por ejemplo, cuenta que el “profesor” Dontsov publicó en Canadá, hasta su muerte (en 1975), toda su obra no solo violenta mente anticomunista (el calificativo de judeo-bolchevismo es de cajón en su caso), sino también fundamentalmente antidemocrática.
La “revolución naranja” (es decir, la contrarrevolución fascista) estuvo también apoyada (y no solo eso, sino también financiada y organizada) por los poderes de los Estados llamados democráticos de Occidente. Y todo esto continúa… Poco antes, en Yugoslavia, Canadá había sido el precursor de los ustachis croatas.
El truco al que recurren los medios de comunicación “moderados” (que no pueden reconocer abiertamente que apoyan a unos fascistas confesos) para ocultar su adhesión a esta aventura es muy sencillo: sustituyen el calificativo de “fascista” por el de “nacionalista”. Así, el profesor Dontsov ya no es un fascista, sino un “nacionalista” ucraniano, ¡del mismo modo que Marine Le Pen ya no es una fascista sino una nacionalista! (como escribe Le Monde, por ejemplo).
Ahora bien, estos auténticos fascistas ¿son verdaderamente “nacionalistas” simplemente porque se autocalifican de tales? Es dudoso. Pues una opción nacionalista, hoy en día, solo merece este calificativo si cuestiona el poder de las fuerzas realmente dominantes en el mundo actual, es decir, el de los monopolios de Estados Unidos y Europa. Ahora bien, estos supuestos “nacionalistas” son amigos de Washington, de Bruselas y de la OTAN. Su “nacionalismo” se reduce entonces al odio chovinista contra otros pueblos vecinos, muchas veces inocentes y que nunca han sido responsables de sus desgracias: son, pues, los rusos (y no el zar) para los ucranianos, los serbios para los croatas, o los “inmigrantes” para la nueva extrema derecha de Francia, de Austria, de Suiza, de Grecia y de otras partes.
La colusión que vincula hoy a las principales fuerzas políticas en Estados Unidos (los dos grandes partidos, republicanos y demócratas), y en Europa (las derechas parlamentarias y los social-liberales) con los fascistas del Este constituye un peligro que no hay que subestimar. Hilary Clinton se ha erigido en portavoz de vanguardia de esta colusión y lleva a su extremo la histeria guerrera. Más incluso que Bush (si esto es posible), ella opta por la guerra preventiva a ultranza (y no solamente por la reedición de la guerra fría) contra Rusia (mediante un intervencionismo todavía más abierto en Ucrania, Georgia y Mol da via, entre otros), contra China, contra los pueblos en revuelta en Asia, África y Amé rica Latina. Desgraciadamente, esta huida hacia adelante de Estados Unidos en respuesta a su ocaso corre el riesgo de encontrar suficientes apoyos para permitir que Hilary Clinton se convierta en “la primera mujer presidente de Estados Unidos.” Procuremos no olvidar lo que se oculta detrás de esta falsa feminista.
Sin duda el peligro fascista puede parecer todavía hoy incapaz de amenazar el orden “democrático” en Estados Unidos y en Europa al oeste del antiguo “telón de acero”. La colusión entre las derechas parlamentarias clásicas y los social-liberales hace inútil para la dominación del capital el recurso a los servicios de las derechas extremas que se inscriben en estos movimientos históricos fascistas. Pero entonces, ¿qué conclusión podemos sacar de los éxitos electorales de estas derechas extremas en esta última década? Los pueblos europeos son de forma clara igualmente víctimas del despliegue del capitalismo de los monopolios generalizados (remito aquí a mi libro La implosión del capitalismo contemporáneo).
Se comprende entonces que, confrontados a la colusión derecha/izquierda llamada socialista, se refugien en la abstención electoral o en el voto de extrema derecha. La responsabilidad de la izquierda potencialmente radical es aquí mayor, pues si esta izquierda tuviese la audacia de proponer avances reales más allá del capitalismo actualmente existente, ganaría la credibilidad de la que carece. Se necesita una izquierda radical audaz para dar a los movimientos de protesta y a las luchas defensivas en curso, siempre dispersas, la coherencia que les falta. El “movimiento” podría entonces invertir las relaciones de fuerza sociales a favor de las clases populares y hacer posibles avances realmente progresistas.
Los éxitos conseguidos por los movimientos populares de América del Sur son un buen testimonio de ello.
En el estado actual de las cosas, los éxitos electorales de la extrema derecha le van muy bien al capitalismo existente.
Permiten a los medios de comunicación confundir en un mismo oprobio a los “populistas de la extrema derecha y a los de la extrema izquierda”, y olvidarse de que los primeros son pro-capitalistas (como pone de manifiesto la calificación que ellos mismos se dan de extrema derecha) y por consiguiente posibles aliados, mientras que los segundos son los únicos adversarios potenciales peligrosos del sistema de poder del capital.
Se observan, mutatis mutandis, coyunturas análogas en Estados Unidos, pese a que su extrema derecha no se ha calificado nunca de fascista. El maccarthismo ayer, los fanáticos del Tea Party y los belicistas (como Hilary Clinton) defienden hoy abiertamente las “libertades”, entendidas exclusivamente como las de los propietarios y los gestores del capital de los monopolios, contra “el Estado”, sospechoso de ceder a las exigencias de las víctimas del sistema.
Una última observación relativa a los movimientos fascistas: su inclinación a no saber contenerse en sus exigencias. El culto al jefe y a la obediencia ciega, la valoración acrítica y suprema de construcciones mitológicas seudo-éticas o seudo-religiosas que vehiculan el fanatismo, el reclutamiento de milicias de acción violenta erigen al fascismo en una fuerza difícil de controlar.
Los errores, incluso más allá de las derivas irracionales desde el punto de vista de los intereses sociales al servicio de los cuales se alinean los fascistas, son inevitables. Hitler, un auténtico enfermo mental, pudo así obligar al gran capital, que lo había puesto en el lugar que ocupaba, a seguirle hasta el fin en su locura, y ganar incluso el apoyo amplio de todo un pueblo.
Aunque este no sea más que un caso extremo, y aunque Mussolini, Franco, Salazar y Pétain no fuesen deficientes mentales, un buen número de sus acólitos y de sus esbirros no vacilaron en sus derivas criminales.
Los fascismos del Sur contemporáneo La integración de América Latina en el capitalismo mundializado del siglo XIX se basaba en la explotación de sus campesinos reducidos al estatus de “peones” y en su sumisión mediante el ejercicio de las prácticas salvajes de los poderes directos de los grandes propietarios, un buen ejemplo de lo cual es el sistema de Porfirio Díaz en México. La profundización de esta integración en el siglo XX ha producido la “modernización de la pobreza”. El éxodo rural acelerado, más marcado y más precoz en América Latina que en Asia y en África, sustituyó las antiguas formas de la pobreza rural por las del mundo contemporáneo de las favelas urbanas. Paralelamente, las formas del control político de las masas han sido “modernizadas” mediante la instalación de dictaduras, la abolición de la democracia electoral, la prohibición de partidos y sindicatos, la creación de unos servicios secretos “modernos” por sus técnicas de información, detención, tortura, etc. Se descubre entonces que estas formas de gestión de la política son visiblemente análogas a las de los fascismos en los países del capitalismo de pendiente de la Europa del Este. Las dictaduras de la América Latina del siglo XX están al servicio del bloque reaccionario local: latifundistas, burguesías compradore (cómplices del capital foráneo en detrimento del propio país) y a veces clases medias beneficiarias de este modo de lumpen desarrollo –y sobre todo, del capital extranjero dominante, en este caso el de Estados Unidos, que por este motivo ha apoyado a estas dictaduras hasta su derrocamiento por la explosión reciente de movimientos populares. La fuerza de es tos movimientos y los avances sociales y democráticos que los han impuesto excluye –por lo menos a corto plazo– el retorno de formas dictatoriales parafascistas.
Pero el futuro sigue siendo incierto: el conflicto entre el movimiento de las clases populares y el capitalismo local y mundial no ha hecho más que comenzar. Como todos los fascismos, las dictaduras de Amé rica Latina tampoco han podido evitar determinadas derivas, algunas de las cuales han sido fatales. Pensemos en Videla tomando la iniciativa de la guerra de las Malvinas para capitalizar en su beneficio el sentimiento nacional argentino.
El lumpen-desarrollo propio del despliegue del capitalismo de los monopolios generalizados a partir de los años ochenta del siglo XX (remito aquí de nuevo a mi libro La implosión del capitalismo contemporáneo), que recogió el testigo de los sistemas nacionales populares de la era de Bandung (1955-1980) en Asia y en África produjo igualmente formas vecinas a la vez de modernización de la pobreza y de modernización de la violencia represiva. Las derivas de los sistemas post-nasserista y postbaasista en el mundo árabe son dos buenos ejemplos. Pues no hay que meter en el mismo saco a los regímenes populares de la era de Bandung y a los de sus herederos adheridos al neoliberalismo mundializado, por el hecho de que ni unos ni otros fuesen “democráticos”. Los regímenes de Bandung, pese a su praxis política autocrática se beneficiaban de una auténtica legitimidad popular debido a la vez a sus realizaciones efectivas en beneficio de la mayoría de los trabajadores y a sus posiciones anti-imperialistas. Las dictaduras policiales que vinieron después perdieron esta legitimidad en la medida en que aceptaban someterse al despliegue del modelo neoliberal mundializado y del lumpen desarrollo que lo acompaña. El poder popular y nacional, aunque no democrático, cedió entonces su lugar a la violencia policial al servicio simplemente del proyecto neoliberal, antipopular y antinacional.
Los levantamientos populares de los últimos años, a partir de 2011, han puesto en cuestión a las dictaduras implicadas. Pero solo las han puesto en cuestión. Una alternativa no encuentra la forma de estabilizarse si no consigue
combinar los tres objetivos en torno a los cuales se han movilizado las revueltas: el compromiso con la vía de una democratización de la sociedad y de la política, los avances sociales progresistas y la afirmación de la soberanía nacional.
Estamos aún lejos de ello, porque las alternativas posibles en el corto horizonte visible siguen siendo múltiples. ¿Un posible retorno al modelo nacional popular de la era de Bandung, tal vez con una apariencia externa de democracia? ¿Una cristalización más marcada de un frente democrático, popular y nacional? ¿Una zambullida en la ilusión nostálgica que en este caso adopta la forma de una “islamización” de la política y de la sociedad?
En el conflicto que opone –en medio de una gran confusión– estas tres respuestas tendenciales posibles al desafío, las
potencias occidentales (Estados Unidos y sus aliados subalternos europeos) han hecho su elección: el apoyo preferencial a los Hermanos Musulmanes y/o a las demás organizaciones “salafistas” del Islam político. La razón de ello es simple y evidente: estas fuerzas políticas reaccionarias aceptan inscribir el ejercicio de su poder en el neoliberalismo mundializado (y por consiguiente abandonan toda perspectiva de justicia social y de independencia nacional); y este es el único objetivo perseguido por las potencias imperialistas.
Por lo tanto, el proyecto del Islam político pertenece a la familia de los fascismos de sociedades dependientes. Comparte, en efecto, con todos estos fascismos, sus dos características fundamentales: (I) el no cuestionamiento del orden capitalista en lo que tiene de esencial (que en este caso equivale al no cuestionamiento del modelo de lumpen-desarrollo asociado al despliegue del capitalismo neoliberal mundializado); (II) la opción por formas de gestión política policiales y antidemocráticas (prohibición de partidos y de las organizaciones, islamización forzosa de las costumbres, etc.).
La opción antidemocrática de las potencias imperialistas (que desmiente la retórica prodemocrática con que nos invade su propaganda) acepta, por consiguiente, las “derivas” posibles de los regímenes islámicos en cuestión. Pues, igual que los otros fascismos y por las mismas razones, estas derivas están inscritas en los “genes” de su forma de pensar: la sumisión indiscutida a los jefes, la valorización fanática de la adhesión a la religión de Estado, la constitución de grupos de choque utilizados para imponer la sumisión. En la práctica, como ya podemos ver, el proyecto “islamista” solamente avanza en el marco de la guerra civil (entre suníes y chiítas, entre otros) y no produce otra cosa que el caos permanente. Este modo de poder islamista es, por tanto, el garante de que las sociedades en cuestión sigan atrapadas en la incapacidad absoluta de afirmarse en la escena mundial. Forzoso es constatar que unos Estados Unidos en decadencia han renunciado a obtener algo mejor –un poder local estabilizado y sumiso– en favor de este “second best”.
Encontramos evoluciones y opciones análogas en otros lugares, no solo en el mundo árabe musulmán; en la India hinduista, por ejemplo. El BJP [Bharatiya Janata Party], que acaba de ganar las elecciones en la India, es un partido religioso hinduista reaccionario que acepta inscribir su poder en el neoliberalismo mundializado. Es el garante de que la India, bajo su gobierno, retrocederá en su proyecto de emergencia. Calificarlo de fascista, por consiguiente, no es forzar mucho la realidad.
En conclusión
El fascismo está de vuelta en el Oeste, en el Este y en el Sur; y su retorno está asociado naturalmente al despliegue de la crisis sistémica del capitalismo contemporáneo de los monopolios generalizados, financiarizados y mundializados. El recurso a los servicios del movimiento fascista por parte de los centros dominantes de este sistema acorralado, que ya están en marcha o que podrían ser invitados a estarlo muy pronto, nos obliga a estar muy vigilantes. Pues esta crisis está llamada a hacerse más profunda y, en consecuencia, la amenaza de un recurso a las soluciones fascistas se convierte en una amenaza real. La adhesión de Hilary Clinton a las tesis de los políticos más belicistas de Washington no augura nada bueno para el futuro inmediato .
Artículo publicado originalmente en el nº 320 de la revista El Viejo Topo, septiembre de 2014
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