A finales del siglo XIX estábamos empezando a apreciar la verdadera inmensidad del universo. Se aceptaba ya que las estrellas eran análogos sumamente distantes de nuestro Sol, un hecho corroborado por el hecho de que los astrónomos habían conseguido finalmente medir sus apenas apreciables movimientos de paralaje a partir del movimiento anual de la Tierra por el espacio. También se habían descubierto nuevos planetas en nuestro sistema solar, desde los misteriosamente distantes Urano y Neptuno hasta objetos de menor tamaño pero también masivos como Ceres y Vesta, justo más allá de la órbita de Marte. Y la composición elemental de los objetos extraterrestres estaba empezando a hacerse evidente gracias al espectro de la luz, incluido el descubrimiento de una especie atómica en el Sol –la sustancia que ahora llamamos helio.
Pero quedaban por resolver otras grandes cuestiones: ¿Era el universo infinito en el espacio y tal vez también en el tiempo? ¿Constituía esa extensión de estrellas que llamamos Vía Láctea la totalidad del universo, o tal vez algunas de aquellas otras extrañas manchas borrosas que se veían en el cielo, como la llamada Andrómeda, eran en realidad otros “universos isla,” otras galaxias?
En un estallido sin precedentes de descubrimientos e invenciones, durante las tres primeras décadas del siglo XX hubo otra serie de revoluciones científicas. Su historia se ha contado innumerables veces: la teoría de la relatividad de Albert Einstein, la medición de la verdadera escala del cosmos y la naturaleza de las galaxias, y el desarrollo de la mecánica cuántica. Todas estas revoluciones produjeron puntos de vista radicales sobre la naturaleza relacionados con las propiedades entrelazadas de lo muy grande, lo submicroscópico, lo rápido y energético, y los fundamentos de la propia realidad.
Estas revoluciones también tuvieron que abordar –y enfrentarse con– la forma de percibir nuestro lugar en el cosmos.
La implicación de un modelo copernicano heliocéntrico era que el universo tendría más o menos el mismo aspecto independientemente del planeta desde el que se lo contemplase. La prolongación obvia de esta idea era que el universo tendría más o menos el mismo aspecto fuera cual fuese el lugar del mismo donde se encontrase uno: en nuestro sistema solar o en otro, en nuestra galaxia o en otra tal vez situada a decenas de millones de años-luz de distancia. Para Einstein y su forma de trabajar con posterioridad a 1915, esta era una proposición con la que se sentía filosóficamente cómodo y que facilitó mucho la aplicación de su teoría de la relatividad general al universo en su conjunto, dando lugar al denominado principio cosmológico.
En unos términos algo más técnicos, esta idea afirmaba que el universo era homogéneo. Si bien podía contener muchas pequeñas asimetrías, como cúmulos de estrellas y galaxias, habría la misma cantidad de estos cúmulos en cualquier lugar en el que se encontrase uno. Es un poco como la superficie de la Tierra: algunos lugares son montañosos y en otros hay océanos planos, pero por término medio uno puede encontrar aproximadamente la misma combinación de montañas y océanos esté donde esté. Esto era muy útil si uno trataba de aplicar una teoría generalizada del espacio y el tiempo –como hacía Einstein– al funcionamiento del cosmos.
También significaba asumir que el universo era isotrópico, o sea, que tenía el mismo aspecto en todas direcciones y desde cualquier lugar. Esto es un poco más difícil de aceptar. Al fin y al cabo, no podemos afirmar con certeza que esta sea la forma como experimentamos el mundo y el sistema solar, y además el cielo nocturno interestelar está plagado de heterogeneidades como la franja de la Vía Láctea. Pero de nuevo, a escalas que van más allá de nuestra galaxia y en lo más profundo del cosmos, el número y la disposición de los objetos vistos en cualquier dirección deberían ser más o menos constantes.
La primera vez que alguien parece haber relacionado públicamente este principio cosmológico con las ideas copernicanas fue a comienzos de la década de 1950, cuando el famoso físico de origen austríaco Hermann Bondi20 utilizó la expresión “principio cosmológico copernicano” en su discusión de un modelo cosmológico actualmente refutado conocido como la teoría del estado estacionario.
Como su propio nombre indica, la teoría del estado estacionario proponía que el universo era eterno, sin principio ni fin. Para hacer más pasable esta teoría, Bondi introdujo un principio aún más fuerte, según el cual el universo no solo parecería ser el mismo en todas direcciones a cualquier observador situado en cualquier lugar del mismo, sino también a cualquier observador en cualquier momento del tiempo. Aunque hoy sabemos que nuestro universo no se encuentra en absoluto en un estado estacionario, el principio cosmológico copernicano reforzó la idea general de que no hay absolutamente nada especial o privilegiado en nuestro lugar en el cosmos, ni en el espacio ni en el tiempo.
Este período de mediados del siglo XX vio el desarrollo explosivo de una multitud de campos, desde la cosmología a la microbiología y a la genética, así como la emergencia de varias generaciones de científicos extraordinariamente influyentes. Pero a medida que se iba haciendo evidente que el propio universo era un lugar diverso y que evolucionaba, diferentes personas habían empezado a advertir ciertas extrañas coincidencias en el valor de las constantes físicas fundamentales. Las constantes son números que describen cosas como la fuerza de la gravedad o las masas de las partículas subatómicas, y en particular el tiempo de vida estimado del cosmos.
Determinadas combinaciones de estos números podían producir relaciones sorprendentes. Por ejemplo, la proporción entre las fuerzas gravitacional y eléctrica, que implica cantidades constantes que describen la fuerza de la gravedad, y las masas y cargas de electrones y protones, es aproximadamente de 1039. Este número es increíblemente similar a la edad actual del universo descrita en unidades atómicas de tiempo (una unidad atómica de tiempo es unos 2 x 10-17 segundos), un hecho señalado por vez primera por el físico Paul Dirac.
Pero ¿por qué tenían que estar relacionadas estas constantes inmutables con la unidad que tiene el universo ahora? Mucho más atrás o mucho más adelante en el tiempo cósmico, este no sería ciertamente el caso. Además, en algún otro momento cósmico, ¡puede que las condiciones imperantes no permitiesen que hubiese vida inteligente para observar estas coincidencias! Esto era un problema molesto para un principio copernicano, ya que sugería que había algo especial en el cuándo y el dónde en que nos encontrábamos nosotros, y en las actuales propiedades físicas del cosmos.
La prueba definitiva de que el universo era de edad finita se obtuvo en 1965 con el descubrimiento de una radiación de fondo de microondas que se originó cuando el cosmos era muy joven, y que de hecho era parte de los restos de un big bang caliente. Esta huella de un universo muy diferente, un universo que en su día había sido violentamente denso y caliente, era algo más que un problema sin importancia; era una auténtica impugnación del concepto copernicano de medianía o irrelevancia. Y la cosa llegó a un punto crítico en una famosa presentación hecha en 1973 por un físico de origen australiano llamado Brandon Carter.
Carter, que ha desempeñado un papel central en el moderno desarrollo de la física de los agujeros negros, se sintió animado por el interés de varios colegas, incluidos el físico John Wheeler y un joven Stephen Hawking.
Así pues, eligió armar un poco de alboroto nada menos que en una conferencia especial celebrada en Cracovia, Polonia, para conmemorar el quinientos aniversario del nacimiento de Copérnico. En su charla, Carter articuló las ideas que se habían estado cociendo entre un grupo de científicos que se habían sentido intrigados por todas aquellas aparentes coincidencias entre las propiedades cósmicas y nuestras circunstancias. Fue hasta el fondo de la cuestión argumentando lo diferente que podría haber sido el universo solo con que hubiesen cambiado algunas de sus características, como la intensidad relativa de las fuerzas fundamentales que mantienen unida a la materia.
La consideración de tales cambios suscitó una intrigante idea que Carter elaboró para su audiencia. Una versión retocada de la naturaleza podría, por ejemplo, no tener estrellas, pero dado que nosotros estamos hechos de elementos producidos por las estrellas, y dado que de hecho estamos aquí observando el cosmos, este hecho mismo puede esgrimirse para decirnos algo acerca del universo en que vivimos. En otras palabras: nuestra existencia misma nos dice algo acerca de la naturaleza de la física en el universo; podríamos ser más importantes de lo que creíamos. Carter bautizó esta forma de abordar el cosmos como el “principio antrópico”, ya que “antrópico” significa que algo pertenece a la existencia humana.
Esto no era exactamente lo que Carter pretendía decir, ya que él se refería a cualquier tipo de observador, no solo los humanos. Pero aunque más tarde propuso un término semánticamente más preciso, la palabra “antrópico” ya había hecho fortuna.
El sentido implícito de este enfoque a la comprensión del mundo lo resumen perfectamente las palabras23 que utilizó entonces el propio Carter: “Copérnico nos dio una lección muy sensata: que no hemos de suponer gratuitamente que ocupamos una posición central privilegiada en el universo.
Lamentablemente se ha dado una tendencia (no siempre subconsciente) a convertir este principio en un dogma mucho más cuestionable, el de que nuestra posición no puede ser privilegiada en ningún sentido.”
El argumento subyacente en estas palabras es que no podemos –ni debemos– ignorar la multitud de fenómenos que aparentemente necesitan darse para que sea posible la vida y para que nosotros existamos.
One comment on “El principio cosmológico de Copérnico”