Hace tiempo que el periodismo no es periodismo. Es una mierda. Así de claro. La crisis arrumbó el alma de un oficio que siempre se movió como pudo y lo dejaron entre el interés económico de las empresas y la ética personal a la hora de contar lo que pasaba. La crisis acabó con ese equilibrio y lo que quedó fue sólo la necesidad empresarial de sacar dinero de donde fuera con tal de no hundirse en los números rojos de la ruina.
La ética periodística se convirtió en la voz de su amo. Había que escribir al dictado de quien desde los despachos altos de la empresa imponía lo que tenía que salir o callarse en las páginas de un periódico, en los diales cada vez más ruidosos de la radio o en las pantallas también cada vez más inquietantes de los televisores. Eso cambió las reglas maestras del periodismo: desapareció lo que el periodismo tenía de servicio público y lo que vino fue un periodismo descaradamente al servicio de la carroña. Los periódicos, las radios y las televisiones se habían convertido en una carnicería con las noticias colgadas pornográficamente en los ganchos donde se cuelgan las piezas descarnadas de una vaca o la cabeza con las cuencas orbitales vacías de un cordero.
Ya no importaba la verdad sino su más obsceno despedazamiento.
Y ahí seguimos. La gente no confía en la política. Ni en la justicia. Y desde hace tiempo tampoco confía en el periodismo. La censura como la del franquismo ya no existe. Pero existe otra censura lo mismo de implacable: la que viene del miedo al despido si no cumples a rajatabla los dictados del amo, la que te roba las palabras para no ofender a los amigos del amo, la que te obliga a buscar por encima de todo un titular que -ahora más que nunca- se convierta, aunque sea mentira, en el mantra repetido al día siguiente -o en el minuto siguiente- por todos los otros medios de comunicación.
La censura que te condena a no ejercer de periodista sino de uno de esos robots que limpia sin pestañear la suciedad en la casa de quien te paga.
El periodismo de verdad está cada día que pasa más esquelético. Lo que hay habitualmente es ruido, un retumbar apabullante -como en los viejos tiempos- de cornetas y tambores, la marabunta de voces que como los conejos de la publicidad no se cansan nunca de repetir lo mismo para que suene distinto en los oídos y la vista momificados por el aturdimiento y el cansancio.
Seguro que lo que vaya a pasar en Cataluña el próximo 1 de octubre es muy importante, claro que sí. Pero en esa otra parte del interés periodístico, en las afueras de la noticia uniforme y casi uniformizada de los medios, hay algo que no entra en el territorio de la especulación o el adivinamiento. Por ejemplo, algo que pasa desapercibido entre tanto ruido mediático y que es radical, injusta y tristemente seguro: los bancos -gracias a ese Rajoy que grita como un histérico “¡Santiago y cierra España!” en estos días de patriotismos enfrentados- no nos van a devolver los más de sesenta mil millones de euros que nos deben de cuando el gobierno del PP decidió pagarles a los banqueros sus juergas y estafas con nuestros dineros.
El periodismo robot no es periodismo. La casa del amo y las de sus amigos que se las limpien el amo y sus amigos. La carroña huele en los muladares picoteados por los buitres. Pero el oficio de periodista no es el mismo que el de los buitres. ¿O sí?
Artículo publicado originalmente en eldiario.es