Según un estudio realizado por el autorizado Institut der Deutschen Wirtschaft (Iw) sobre la base de datos proporcionados por la OCDE, Alemania realizó inversiones extranjeras directas en 2022 por un monto de 135.000 millones de euros y fue receptora en el mismo período de tiempo de una entrada de capital extranjero por valor de sólo 10.500 millones. Un balance negativo colosal, certificado puntualmente por la caída del Índice de Clima Empresarial (que pasó de 91,5 en mayo a 88,5 en junio) y atribuido por los autores del informe principalmente a factores como la demografía en declive, la red infraestructural desgastada y obsoleta, una burocracia opresiva y engorrosa y una estructura fiscal que penaliza fuertemente a las empresas.
El coste y la escasez de mano de obra cualificada también han influido, como se desprende de una encuesta reciente según la cual el 76% de las pequeñas y medianas empresas encuestadas sitúan los dos elementos en cuestión en los primeros puestos del ranking de las disfuncionalidades que aquejan al país.
Sin embargo, la mayor contribución a la caída de la competitividad alemana, mencionada casi de pasada por el IW, debe atribuirse al drástico aumento de los costes energéticos, atribuible a su vez a una larga serie de gigantescos errores estratégicos cometidos por el aparato de gestión de Berlín. A través de los años, la aceleración del proceso de descarbonización y el desmantelamiento de las últimas centrales nucleares que quedan en funcionamiento han reforzado la dependencia de la economía alemana de las restantes fuentes de energía, principalmente gas y renovables. Los rendimientos insuficientes garantizados de estos últimos obligaron a Alemania a depender cada vez más del suministro de metano que llega desde Rusia, tanto directamente a través del gasoducto Nord Stream-1 como a través del gasoducto que pasa por Ucrania, Eslovaquia y República Checa. En 2021, Rusia cubrió alrededor de un tercio de las necesidades de Alemania con sus suministros.
Sin embargo, la paulatina transición de la Unión Europea al mercado spot basado en la Bolsa de Ámsterdam en detrimento de los antiguos contratos de suministro a largo plazo ha abierto la puerta a la especulación, principal responsable de las drásticas subidas del precio del gas natural a partir del verano de 2021. La situación luego degeneró con la dinámica desencadenada por el conflicto ruso-ucraniano, que llevó a Berlín a racionar al menos formalmente las importaciones de energía de Rusia a través de la «congelación» del gasoducto Nord Stream-2 –luego «providencialmente» fuera de servicio junto con el Nord Stream-1 como parte de una operación de sabotaje que según el famoso periodista de investigación Seymour Hersh habría sido organizada y llevada a cabo por EE.UU. con la colaboración de Noruega– y a la búsqueda de fuentes de suministro alternativas, partiendo del Gas Natural Licuado (GNL) de origen qatarí y, sobre todo, norteamericano, vendido a precios enormemente superiores a los aplicados por Moscú. Al aumento de costes ligado al cambio de proveedor pronto se sumó el relativo a la construcción de las plantas de regasificación, necesarias para devolver a su estado gaseoso el metano licuado transportado por los buques tanque que llegan desde Estados Unidos, de cara a su introducción en el Red Nacional. La previsión de gasto para la construcción de las terminales de regasificación consignada en el presupuesto alemán para 2022 ascendía a 2.940 millones de euros, pero el ministro de Economía, Robert Habeck, admitió el pasado noviembre que la construcción de las terminales habría requerido nada menos que 6.560 millones. Más recientemente, el propio Habeck declaró que Alemania podría verse obligada a reducir drásticamente su capacidad industrial si el flujo de gas que llega por el gasoducto que pasa por Ucrania se interrumpiera o por la no renovación del acuerdo entre Moscú y Kiev o una maniobra deliberada de Gazprom que ha amenazado con reducir significativamente los suministros a través del oleoducto.
Si el gasoducto realmente dejara de transportar gas ruso, instantáneamente tomaría cuerpo un escenario de pesadilla para Alemania, que de hecho ya está tomando forma debido a las crecientes dificultades que enfrentan las industrias alemanas intensivas en energía.
Con todas las consecuencias previsibles del caso. BASF, la empresa química más grande del mundo, anunció una «reducción permanente» de su presencia en Europa debido a los altos costes de la energía, poco después de inaugurar la primera parte de su nueva planta de ingeniería de 10.000 millones de euros en China y de realizar una inversión sustancial para mejorar la complejo industrial en Chattanooga, Tennessee.
Bayer, el gigante farmacéutico de Leverkusen, ha anunciado un plan de inversiones centrado en China y Estados Unidos, donde los incentivos derivados del menor coste de la energía se superponen a las subvenciones públicas y bonificaciones fiscales previstos por la Ley de Reducción de la Inflación. Volkswagen se ha movido en la misma dirección, retirándose de la intención declarada de construir un complejo para la producción de coches eléctricos en Alemania a favor de nuevas plantas en China. BMW, por su parte, ha revelado los detalles de un programa industrial que implica la construcción de una megafábrica dedicada a la producción de baterías para coches eléctricos en la provincia de Liaoning.
Mercedes-Benz ha realizado maniobras sustancialmente similares, al igual que decenas y decenas de pequeñas y medianas empresas de la industria del automóvil. Según una encuesta de The Economist, alrededor de un tercio de los Mittelstands están considerando la oportunidad de trasladar producción y puestos de trabajo al extranjero. Añádase a ello una caída tendencial de la producción industrial y una situación fluctuante de los pedidos industriales destinados con toda probabilidad a adoptar características estructuralmente negativas, en virtud de que, observan los especialistas del IW, “el modelo exportador alemán ya no funciona como antes ante el creciente proteccionismo». Así como la sustancial pérdida de competitividad internacional de la industria alemana, empezando precisamente por la industria del automóvil, para la que a las dificultades asociadas a los elevados costes energéticos se suman las generadas por una transición a la tracción eléctrica que resultó ser mucho más conflictiva y compleja de lo esperado y el surgimiento de competidores decididamente feroces como China. Según un instituto con sede en Colonia (https://www.iwkoeln.de/fileadmin/user_upload/Studien/Report/PDF/2023/IW-Report_2023-China-Import-Entwicklung.pdf), el colapso de las exportaciones de la industria automotriz alemana a la República Popular China –26% anual en el primer trimestre de 2023– podría representar el punto de partida de una nueva tendencia a largo plazo caracterizada por el deterioro del comercio bilateral provocado por la rápida afirmación china en el sector de los vehículos eléctricos.
Estos signos claros e inequívocos de desindustrialización se combinan además con una larga cadena de quiebras empresariales, cuyos eslabones individuales están formados por empresas históricas muy respetadas como Eisenwerk Erla (industria siderúrgica), Fleischerei Röhrs (cárnica), Weck GmbH & Co. (industria del vidrio), Klingel (servicios postales) y Hofer Spinnerei Neuhof (servicios postales).
El resultado, al que también contribuye la afluencia masiva de refugiados –más de un millón de personas– desde Ucrania, es un aumento significativo de la tasa de desempleo, registrada anualmente en los 16 Land alemanes, junto con una caída en el gasto en alimentos de familias alemanas y un aumento bastante significativo en los índices de aprobación por parte del partido radical Alternative für Deutschland (AfD).
A los ojos de los estudiosos de IW, la situación parece tan crítica como para inducirlos a hablar del «comienzo de la desindustrialización» de Alemania y de la Unión Europea en su conjunto. Para lo cual se combina el desplome de las exportaciones con el aumento de los gastos para el pago de los carísimos suministros energéticos estadounidenses, la subvención de la energía a empresas y hogares y la reposición de los depósitos de armas vaciados por las entregas a fondo perdido a Ucrania, suministrados en gran parte a través de la compra de sistemas de armas fabricados por el «complejo militar-industrial» estadounidense. EEUU, a cambio, parece orientados a otorgar a la empresa alemana Rheinmetall el placet para la producción de componentes del F-35 en una nueva planta con más de 400 trabajadores que deberá construirse cerca del aeropuerto de Weeze, en el distrito de Kleve. Un claro ejemplo de los muchos “intercambios desiguales” de alcance transatlántico a los que la Unión Europea se ha ido inclinando cada vez con más frecuencia en los últimos tiempos. Hasta el punto de inducir a un think-tank «no sospechoso» como el Consejo Europeo de Relaciones Exteriores a hablar de que el «arte (europeo) del vasallaje» y de la «americanización de Europa», convocado por Washington, no deben cercenar solo la arteria energética vital con Rusia, sino también «apoyar la política industrial de los Estados Unidos y ayudar a asegurar el dominio tecnológico estadounidense sobre China […] circunscribiendo las relaciones económicas con la República Popular China sobre la base de las limitaciones impuestas por Estados Unidos».
El déficit comercial de dimensiones estratosféricas, equivalente a la cifra récord de 432.000 millones de euros, registrado por la Unión Europea en 2022 deriva en parte, nada irrelevante, de la degradación del «viejo continente» a un papel meramente auxiliar respecto a la USA y sus estrategias y corre el riesgo de cristalizar por las mismas razones hasta asumir un carácter estructural. Con el resultado de comprimir el tipo de cambio del euro frente al dólar, recortando el poder adquisitivo de los trabajadores europeos y obligando a los gobiernos a recortar aún más el gasto público. Es decir, adoptar programas inspirados en el modelo desarrollado recientemente por el ejecutivo liderado por Olaf Scholz, incluyendo una drástica reducción de fondos para todos los sectores con excepción del militar. Una maniobra presupuestaria tildada por el economista Marcel Fratzscher de «económicamente imprudente, antisocial y estratégicamente contraproducente», pero en cierta medida necesaria por la crítica situación financiera de Alemania. Así se desprende claramente de las declaraciones realizadas el pasado mes de junio por el ministro de Hacienda alemán, Christian Lindner, al diario Die Welt, según las cuales el país no está en condiciones de destinar contribuciones adicionales al presupuesto de la Unión Europea. También porque podría verse obligado a organizar una operación de rescate para el Bundesbank, guardián histórico de la ortodoxia ordoliberal que carga con pérdidas de más de 650.000 millones de euros relacionadas con la depreciación de los bonos del Estado en su poder, que se produjo como consecuencia del aumento progresivo de las tasas de interés por parte del Banco Central Europeo, un efecto reflejo de lo que llevó a la bancarrota al First Republic Bank, al Silicon Valley Bank y otros prestamistas estadounidenses.
Para la «locomotora europea», y a cambio de toda la «periferia fordista» transnacional firmemente integrada en la cadena de valor alemana, se avecinan tiempos bastante sombríos.