El noventa y tres

Sobre las subsistencias y el derecho a la existencia
Libro Segundo
LA TABERNA DE LA CALLE DEL PAVO REAL
I
MINOS, EAGO Y RADAMANTO

En la calle del Pavo Real existía en aquel tiempo una taberna a la que llamaban café. Tenía una trastienda que hoy es his­tó­rica. Allí se reunían a veces, en entrevistas casi secretas, hom­­bres tan poderosos y vigilados que no se atrevían a hablarse en público. Allí se dieron el 23 de octubre de 1792 un beso célebre la Montaña y la Gironda. Allí fue donde Garat, aunque no lo diga en sus Memorias, recibió noticias durante la no­che lúgubre en la que, tras haber puesto a Clavière en un lugar seguro de la calle Beaune, detuvo su coche en el Pont-Royal pa­­ra escuchar el toque de rebato.

El 28 de junio de 1793 tres hombres se hallaban reunidos en torno a una mesa en aquella sala. Sus sillas no se tocaban; estaban sentados cada uno a un lado de la mesa, dejando va­cío el cuarto. Eran las ocho de la tarde, pero en la calle aún reinaba cierta claridad. En la sala, sin embargo, era ya de no­che, y un quinqué que pendía del techo, un lujo para la época, ilu­mi­­­­­naba la mesa.

El primero de los tres hombres era pálido, joven, de aspecto grave, con labios delgados y mirada fría; tenía en la mejilla un tic nervioso que debía incomodarle para sonreír. Llevaba la cabeza empolvada, las manos enguantadas, la casaca cepillada y abotonada; aquella casaca de color azul claro no tenía ni una arruga. Llevaba también calzón de nankin, medias blancas, cor­bata alta, guirindola de pliegues menudos y zapatos con he­billas de plata.

El noventa y tresLos otros dos eran, el uno una especie de gigante, y el otro una especie de enano. El primero, embutido en una casaca de paño escarlata, con el cuello holgando bajo una corbata desa­nudada, cuyas puntas caían más abajo de la guirindola; la ca­­sa­ca abierta con botones faltantes, llevaba botas de campaña y tenía los cabellos encrespados, aunque en ellos se adivinaba un resto de peinado y acicalamiento; en su cabellera ha­bía al­go que recordaba una crin. Estaba picado por las vi­ruelas, tenía una arruga entre las cejas que denotaba su temperamento co­­lérico y el pliegue de la bondad en las comisuras de los labios; éstos eran gruesos, los dientes grandes, tenía puños de mozo de cuerda y brillo en la mirada. El enano era un hombre amarillento, que sentado parecía deforme; la cabeza se in­clinaba hacia atrás, con los ojos inyectados en sangre, y la lividez se le extendía por todo el rostro; tenía un pañuelo anudado sobre sus grasientos cabellos, poca frente, boca enorme y te­rrible. Vestía pantalón, babuchas, un chaleco y encima un ro­pón, entre cuyos pliegues una línea dura y recta dejaba adivinar la forma del puñal.

El primero de aquellos hombres se llamaba Robespierre, el segundo Danton, el tercero Marat.

Estaban solos en la estancia. Delante de Danton había un vaso y una botella de vino, cubierta de polvo, que recordaba la botella de cerveza de Lutero; delante de Marat una taza de café, y delante de Robespierre varios papeles.

Al lado de aquellos papeles se veía uno de esos tinteros pesados, de plomo, redondos y estriados que recuerdan los que eran usados por los estudiantes a principios de este siglo. Al lado del escritorio había una pluma y sobre los documentos un grue­so sello de cobre, en el que se leía “Palloy fecit”, y que fi­­guraba un pequeño modelo de la Bastilla.

Un mapa de Francia estaba extendido en medio de la mesa.

En la puerta, fuera de la sala, estaba el perro de presa de Ma­­rat; aquel Lorenzo Basse, representante del 18 de la calle Cor­­deliers, que el 13 de julio, unos quince días después de es­­te 28 de junio, habría descargar un silletazo sobre la cabeza de una mujer llamada Charlotte Corday, la cual en este mo­mento es­­taba en caen, sumergida en vagos ensueños. Lorenzo Basse era el portador de las pruebas del Ami du peuple, y aquella tarde, acompañando a su amo al café de la calle del Pavo Real, tenía la consigna de permanecer delante de la puerta de la sala en la que estaban Marat, Danton y Robespierre, sin dejar entrar a nadie, a no ser que se presentase un individuo de la Co­mi­sión de Salvación Pública, de la Comuna o del Obispado.

Robespierre no quería cerrarle la puerta a Saint-Just; Dan­ton no se la quería cerrar a Pache, ni Marat a Gusman.

Hacía ya largo tiempo que duraba la conferencia, que se re­fería a los papeles que estaban sobre la mesa y cuya lectura hiciera Robespierre. Comenzaban a levantarse las voces y la cólera ardía en el pecho de aquellos tres hombres. Desde fuera se oía de vez en cuando alguna frase pronunciada en voz más alta que las otras. En aquella época, la costumbre de las tribunas públicas parecía haber creado el derecho de escuchar. Era la época en que Fabricius Pâris miraba por el agujero de la cerradura lo que hacía el Comité de Salud Pública, lo cual, dicho sea de paso, no fue inútil, porque fue Pâris quien advirtió a Danton de lo que pasaba en la noche del 30 al 31 de mar­zo de 1794. Lorenzo Basse había aplicado el oído a la puer­ta de la sala reservada donde se hallaban Marat, Danton y Ro­bespierre. Lorenzo Basse servía a Marat, pero pertenecía al Obispado.

 

II
MAGNA TESTANTUR VOCE POR UMBRAS

Danton acababa de levantarse después de hacer retroceder violentamente su silla.

—Escuchad: no hay más que un asunto urgente, el de la República, que está en peligro. No conozco más que una cosa importante: librar a Francia del enemigo. Para esto, todos los medios son buenos, todos, todos, todos, ¡todos! Cuando estoy amenazado de toda clase de peligros, y cuando todo lo temo, todo lo arrostro. Mi pensamiento es un león; no entiendo de recursos a medias; no entiendo de hipocresías en la revolución; Némesis es la diosa de la gazmoñería; seamos terribles y útiles. ¿Por ventura el elefante mira dónde pone el pie? Aplas­te­­mos al enemigo.

—Estoy de acuerdo —asintió Robespierre con su voz sua­­ve—. La cuestión estriba en saber dónde está el enemigo.
—Fuera de Francia, de donde yo lo expulsé —replicó Dan­ton.
—Está dentro, y yo lo vigilo —objetó Robespierre.
—¡Pues volveré a expulsarlo! —tronó Danton.
—No se expulsa al enemigo interior.
—¿Qué se hace, pues?
—Se le aniquila.
—Convengo en ello —Danton, tras una pausa, añadió—: Pe­ro yo aseguro que está fuera, Robespierre.
—Está dentro, Danton.
—Robespierre, está en la frontera.
—Danton, está en la Vendée.
—Calmaos —terció Marat—, está en todas partes, y voso­tros estáis perdidos.
Robespierre miró a Marat y contestó con tranquilidad:
—Dejémonos de generalidades y estudiemos los hechos con­cretos, que están aquí.
—¡Pedante! —susurró Marat.

Robespierre puso la mano sobre los papeles que estaban de­lante de él y continuó:

—Acabo de leeros los informes de Prieur de la Marne, y también los datos que he recibido de ese Gélambre. Danton, la guerra extranjera no es nada; la guerra civil lo es todo. La guerra extranjera es una desolladura en el codo; la guerra civil es la úlcera que corroe las entrañas. De cuanto acabo de leer re­sulta que la Vendée, hasta hoy diseminada en muchos jefes, se halla a punto de concentrarse con un capitán único.

—Un bandido central —murmuró Danton.

—Es el hombre —reanudó Robespierre— que desembarcó cer­ca de Pontorson el 2 de junio. Habéis visto ya de lo que es capaz; observad que ese desembarco coincide con la prisión de los representantes enviados a Bayeux, Prieur de Côte-d’Or y Romme por ese distrito traidor de Calvados, el 2 de junio, es de­cir, el mismo día.

—Y su traslado al castillo de Caen —observó Danton.

—Continúo resumiendo los partes —prosiguió Robes­pie­­rre—. La guerra en los bosques se organiza a gran escala. Al mismo tiempo se prepara un desembarco inglés; vendeanos e ingleses son Bretaña y Bretaña. Los hurones de Finisterre ha­blan la misma lengua que los tupinambos de Cornualles. Os he presentado una misiva interceptada de Puisaye, donde se dice que veinte mil casacas rojas, distribuidas entre los insu­rrec­tos, harán que se levanten cien mil. Cuando la insurrección de los aldeanos sea completa, se producirá el desembarco de tropas inglesas. Ved aquí el plan, podéis seguirlo en el ma­pa.

El noventa y tes

La ejecución de Robespierre

Robespierre señaló el mapa con el dedo y continuó:

—Los ingleses pueden elegir desembarcar desde Cancale a Paimpol. Craig preferiría la bahía de Saint-Brieuc, Cornwallis la bahía de Saint-Cast, pero este es un detalle de poca importancia. La orilla izquierda del Loira está defendida por el ejército vendeano rebelde, y respecto a las veintiocho leguas que tenemos al descubierto, entre Ancenis y Pontorson, cuarenta parroquias normandas han prometido su colaboración. El de­sembarco se hará por tres puntos: Plérin, Iffiniac y Pléneuf. De Plérin irán a Saint-Brieuc, y de Pléneuf a Lamballe. El segundo día llegarán a Dinan, donde hay novecientos prisioneros ingleses, y al mismo tiempo ocuparán Saint-Jouan y Saint-Méen, donde dejarán la caballería. Al tercer día, dos columnas se dirigirán, una de Jouan sobre Bedée, la otra desde Dinan so­bre Becherel, que es una fortaleza natural, donde se establecerán dos baterías. Al cuarto día estarán en Rennes, que es la llave de Bretaña, porque el que tiene a Rennes la tiene toda; y una vez tomada Rennes, caerán Châteauneuf y Saint-Malo. En Rennes hay un millón de cartuchos y cincuenta piezas de arti­llería de campaña.

—De las cuales se apoderarían —murmuró Danton.

—Concluyo. De Rennes saldrán tres columnas, una sobre Fougères, otra sobre Vitré y la tercera sobre Redon. Como los puentes están cortados, los enemigos, y ya hemos precisado es­te hecho, se proveerán de pontones y maderos, y tendrán guías que los llevarán por los lugares vadeables para la caballería. De Fougères, centro de operaciones, saldrán columnas sobre Avranches; de Redon sobre Ancenis; de Vitré sobre Laval. Nan­­tes se rendirá, Brest se rendirá; Redon proporcionará la po­sesión de todo el curso del Vilaine; Fougères, la del camino de Normandía; Vitré la del acceso a París. En quince días ha­brá un ejército de rebeldes de trescientos mil hombres, y toda Bretaña pertenecerá al Rey de Francia.

—O sea, al de Inglaterra —dijo Danton.
—No, al de Francia —replicó Robespierre—. El de Francia es peor. Bastan quince días para expulsar al extranjero; pero se necesitan mil ochocientos años para eliminar la monarquía.
Danton, que había vuelto a tomar asiento, se acodó sobre la mesa, con la cabeza entre las manos, meditabundo.
—Ya veis el peligro —señaló Robespierre—, Vitré les da a los ingleses el camino de París.

Danton levantó la cabeza y bajó sus dos gruesas manos, crispa­das sobre el mapa como sobre un yunque.
—Robespierre… ¿Por ventura Verdún no entregaba el ca­mi­no de París a los prusianos?
—¿Y bien?
—Arrojaremos a los ingleses de Francia como arrojamos a los prusianos.

Danton volvió a levantarse.
Robespierre colocó su fría mano sobre el puño febril de Dan­ton.
—Danton, Champagne no estaba a favor de los prusianos, y Bretaña está a favor de los ingleses. Recobrar Verdún era ha­cer­­le la guerra al invasor; recobrar Vitré es la guerra civil.
Y Robespierre murmuró, con un acento gélido y profundo:
—La diferencia es seria.
Y continuó:
—Sentaos, Danton, y mirad el mapa en vez de darle puñetazos.

Pero Danton seguía absorto en sus pensamientos.

—¡Esto sí que es admirable! ¡Ver la catástrofe a Occidente cuando se presenta por Oriente! Robespierre, concedo que Inglaterra se alza sobre el océano; pero España asoma por los Piri­neos, Italia por los Alpes y Alemania por el Rhin, mientras en el fondo se muestra el gran oso de Rusia. Robespierre, el peli­gro es un círculo dentro del cual estamos nosotros. En el exte­rior la coalición; en el interior la traición. Al Mediodía, Servant le abre la puerta de Francia al rey de España; al Norte, Dumoriez se pasa al enemigo. Aunque, por otra parte, estando entre nosotros más bien amenazaba a París que a Holanda. Nerwinde borra las glorias de Jammapes y Valmy. El filósofo Rabaut Saint-Étienne, traidor como protestante que es, mantiene correspondencia con el cortesano Montesquiou. El Ejér­­ci­to se encuentra diezmado, sin que haya un solo batallón que pa­se de cuatrocientos hombres; el valiente regimiento de Deux-Ponts está reducido a cincuenta hombres; el campa­men­­­­to de Pamars se ha rendido; no le quedan ya a Givet más que quinientos sacos de harina; retrocedemos hacia Landau; Wurmser persigue a Kleber; Maguncia sucumbe valientemente; Condé, cobardemente; Valenciennes también, lo cual no impide que Chancel, defendiendo a Valenciennes, y el viejo Féraud, defendiendo a Condé, sean tan héroes como Meunier, que defendió a Maguncia. Pero todos los demás nos hacen traición: Dhar­ville en Aix-la-Chapelle, Mouton en Bruselas, Valence en Bréda, Neuilly en Limbourg, Miranda en Maës­­tricht. Sten­gel traidor, Lanoue traidor, Ligonnier traidor, Me­­nou traidor, Dillon traidor; asquerosa moneda de Dumoriez. Es preciso dar castigos ejemplares. Las contramarchas de Custine me parecen sospechosas; creo que prefiere la lucrativa toma de Frankfurt a la útil toma de Coblenza. Frankfurt puede pa­gar ciertamente cuatro millones de contribución de guerra, pero ¿qué es eso en comparación a la ventaja de aplastar aquel nido de emigrados? Traición, digo. Meunier murió el 13 de junio; ya está solo Kléber y, entre tanto, Brunswick aumenta sus fuerzas y avanza izando la bandera alemana en todas las plazas francesas que toma. El margrave de Brandeburgo es hoy el árbitro de Europa; se mete en el bolsillo nuestras provincias y ya veréis cómo se adjudica Bélgica. No parece sino que trabajamos para Berlín; y si esto continúa, si no ponemos orden, la revolución francesa se habrá hecho en beneficio de Potsdam, tendrá como único resultado engrandecer los pequeños estados de Federico II, y habremos matado al rey de Francia en beneficio del rey de Prusia.

Y Danton, terrible, soltó una carcajada.

La risa de Danton hizo sonreír a Marat.

Texto extraído del libro de Víctor Hugo.  El noventa y tres 

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