Aunque sus orígenes se remontan cuanto menos a la Grecia clásica, se puede decir que el feminismo tal como lo entendemos hoy día, como la mayor parte de las grandes ideas modernas, comienza a cobrar forma en el interior del largo proceso de la revolución democrática que tuvo lugar en Inglaterra entre 1641 y 1649 liderada por Oliver Cromwell y que originó por primera vez la constitución de una República (1649-1658), un proceso internacional en el que estamos todavía inmersos. No obstante, su primera expresión consciente transcurre en el contexto de la revolución norteamericana de 1776, paradójicamente la primera revolución anticolonial de la historia. Todas ellas fueron desarrolladas por un amplio “frente popular” compuesto por burgueses, pequeños burgueses, sectores de las clases dominantes, campesinos, artesanos y proletarios, entre los cuales las mujeres jugaron un papel social creciente, una causa que en muchos casos estuvo ligada con otras no menos trascendentes: la abolición de la esclavitud o la emancipación de la mujer de la tutela patriarcal.
Un caso ejemplar fue el de John Adams, segundo presidente de los Estados Unidos y uno de los redactores de la Declaración de Independencia. A pesar de su radicalismo, Adams tomó a broma la pretensión de su señora, Abigail Smith Adams (1744-1818), cuando ésta trató en una serie de cartas de persuadirle de que incluyera los derechos de la mujer al redactar las leyes del Estado más democrático del mundo entonces. Enfrente suyo tenía algo tan poderoso como la tradición judeo-cristiana, especialmente reaccionaria en este aspecto como lo había sido con la cuestión de la esclavitud, que para algunos aparecía perfectamente justificada en la Biblia.
Las primeras feministas que enfocan la posibilidad de una natural equiparación entre ambos sexos surgirán durante la revolución puritana que inicia dicho proceso y pone la primera piedra de la Inglaterra moderna, que servirá como modelo para los regímenes democráticos ulteriores. Los puritanos hirieron de muerte a la monarquía absoluta y afirmaron el derecho de los contribuyentes a elegir a sus representantes políticos. También establecieron la capacidad de cada individuo de entenderse directamente con su Dios sin necesidad del Vaticano. Pero no admitieron para la mujer otra igualdad que la de rezar, pero siempre con la condición de mantener un papel subalterno en la institución eclesiástica, no muy diferente al que se le atribuía en el hogar, un terreno en el que más de dos siglos de feminismo no han sido suficientes para introducir cambios significativos.
Mucho más allá fueron los ilustrados, dentro de los cuales surgieron nombres como el de Condorcet, que llega, casi en solitario, a defender en 1788 (en su obra Ensayo sobre la Constitución de las Asambleas Provinciales) el derecho de la mujer a tener una participación en la política en pie de igualdad con el hombre, derecho que no se hará realidad sino casi siglo y medio más tarde. Condorcet piensa que una segregación de la mujer sería una injusticia contraria a la razón, porque ellas poseen en común con el hombre “la cualidad de seres razonables y sensibles”. A los que aducen falta de instrucción e inteligencia, de debilidad física de la mujer, Condorcet les responde: “¿Acaso no hay muchos representantes populares que carecen de los mismos, a su vez? El buen sentido y los principios republicanos excluyen cualquier distinción entre hombres y mujeres a este respecto. La principal objeción, repetida por todos, es que abriendo a la mujer la vida política la distraemos de la atención de la familia. El argumento carece de fundamento. Ante todo no se refiere sino a las mujeres casadas, y no todas lo son. En segundo lugar, haría falta, por esta misma razón, prohibir a las mujeres el ejercicio de cualquier profesión manual o del comercio”.
Sin embargo, se puede decir que voces como las Condorcet clamaban en el desierto, y la presión antifeminista calaba hasta entre los hombres más ilustres de la época sin exceptuar a los más radicales y avanzados, tal fue el caso del semianarquista Sylvain Maréchal, compañero de Babeuf en la insurrección de los Iguales en plena revolución francesa y que se oponía a los derechos de la mujer. No obstante, las ideas de Condorcet serán retomadas por algunas de las mujeres que en masa habían sido, en palabras de Michelet, la “vanguardia” de la revolución, en concreto por la líder girondina Madame Roland, por la enragé Claire Lacombe y sobre todo, por Olympe de Gouges que será la inmortal autora de la primera Declaración de los Derechos de la mujer y la Ciudadana que proclama, entre otras cosas: “Art. 1º. La mujer nace libre y permanece igual al hombre en sus derechos. Las distinciones sociales no pueden estar basadas sino en la utilidad común (…) Art. 4º. El ejercicio de los derechos naturales de la mujer, no tiene más límites que los que la perpetua tiranía del hombre le ha impuesto. Estos límites deben de ser reformados por las leyes de la naturaleza y la razón (…) Art. 6º. La ley debe ser la expresión de la voluntad general: todas las ciudadanas y todos los ciudadanos debe concurrir personalmente y por intermedio de sus representantes a su formación (…) Art. 13º. Para el mantenimiento de las fuerzas públicas y para los gastos de la administración los tributos de hombres y mujeres son iguales; ésta participa en todos los servicios y todas las labores penosas; debe tener pues, la misma parte en la distribución de los puestos, de los empleos, de los cargos, de la dignidad y de la industria”.
Vale la pena decir cuatro cosas sobre estas tres mujeres, comenzando por Mme Roland, cuyo nombre de soltera era Jean-Marie de Philipon; estaba casada con un ilustrado que era el doble mayor que ella. En este matrimonio el hombre fue el astro menor, tanto que él no pudo superar la muerte de ella y se suicidó. Antes de la revolución de 1789, la casa de los Roland fue uno de los centros de la oposición democrática parisina. Durante el transcurso de ésta, ambos militaron en el partido de la Llanura, dentro del cual Mme Roland descolló particularmente. Sus ideales feministas pueden parecer actualmente como moderados; Mme Roland creía que la mujer no se encontraba todavía preparada para ocupar cargos políticos y de momento se trataba de hacer propaganda por sus derechos. Michelet vio en ella la mujer radical típica del siglo. Por sus actividades fue condenada por un Tribunal Revolucionario jacobino que le acusó de haber “pervertido” a su marido. Tenía treinta y nueve años, y una vez delante del verdugo Sansón, exclamó contemplando una estatua de la Libertad: “¡Oh, Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre”.
En cuanto Claire Lacombe, perteneció a una de las tendencias más radicales de la revolución. Aleksandra Kollontái la llamó “capitana de los arrabales de París” y destaca su capacidad como oradora y su ferviente republicanismo. Fue una de las animadoras del “Club de ciudadanas revolucionarias” y participó desde sus posiciones jacobinas en la mayoría de los grandes acontecimientos revolucionarios. Aleksandra Kollontái concluye su retrato diciendo: “Rose Lacombe fue una mujer que se entregó con alma y vida a la revolución y al mismo tiempo comprendió que las necesidades de las proletarias, sus exigencias y preocupaciones tenían que ser una parte integrante e inseparable del movimiento de trabajadores que comenzaba. No exigía derechos especiales para las mujeres, pero las zarandeaba para despertarlas y la invitaba a defender sus intereses como miembros de la clase trabajadora…”
Mucho más recordada es Olympe de Gouges, que se llamaba en realidad Marie Gouze y había nacido en 1748 –y no en 1755 como diría ante el Tribunal Revolucionario que la juzgó–, en Montauban. Su madre era una aventajada modista y su padre comerciante, pero ella siempre presumió de un origen mucho más ilustre. Llegó muy joven a París y llevó una vida bastante aventurera. Se sabe que se casó en 1765 con un oficial de Intendencia y que tuvo un hijo, pero su vida libre la separó de su marido. Tuvo numerosos amantes [entre ellos el novelista roussoniano y libertino Restif de la Bretonne, al que el lector/a quizás recuerde con el rostro de Jean-Louis Barrault en La nuit de Varennes (Ettore Scola, Francia, 1981)] y ganó una gran fama como mujer ambiciosa. Asistió con entusiasmo a los primeros tiempos de la revolución, que decía que había esperado durante 15 años.
Republicana y feminista apasionada, Oliympe no pudo soportar los efectos del terror jacobino. Opinó delante de éstos que no se acababa la monarquía haciendo un mártir del rey y estas palabras la llevaron a la guillotina. Escribió varias obras de teatro, pero ninguna de ellas mereció, al parecer, el reconocimiento de la posteridad. Estas audaces feministas vivieron intensamente, pues, los momentos del auge revolucionario, descabezado con la degeneración de la revolución.