El Sol pierde su posición central
Los faros cósmicos que eran las cefeidas iban a ser utilizados a sabiendas por el astrónomo americano Harlow Shapley. Éste, que trabajaba en los años veinte con el telescopio de 1,5 metros construido por Hale en el monte Wilson al sur de California, trataba de desvelar los secretos de otra clase de agrupamientos estelares, los cúmulos globulares. A diferencia de los cúmulos galácticos, que tienen una forma irregular y en los que los cientos de estrellas que contienen no están unidas por la gravedad, los cúmulos globulares poseen una hermosa forma esférica y contienen unos cuantos centenares de miles de estrellas unidas entre sí por la gravedad (fig. 19). Hay unos cien en torno a la Vía Láctea. Sirviéndose de los faros de las cefeidas, Shapley determinó la distancia de los cúmulos globulares y su distribución por el espacio. Los cúmulos globulares se disponían en un gran volumen esférico pero, sorprendentemente, el centro de la esfera no se correspondía con la posición del Sol, sino que se encontraba a unas decenas de miles de años-luz en la dirección de la constelación de Sagitario.
El fantasma de Copérnico hacía una vez más su aparición. ¿Acaso el Sol no estaba en el centro del universo? Shapley decidió que esta era la única explicación posible si quería dar cuenta de la distribución de los cúmulos globulares. El Sol, en vez de estar en el centro de la Vía Láctea, fue relegado a las afueras. Tras haberse vuelto medianamente brillante, el Sol se encontraba ahora en un lugar absolutamente ordinario. Suponiendo que el sistema de cúmulos globulares delimitaba la Vía Láctea, Shapley atribuía un diámetro de 300.000 años-luz a la galaxia, y colocaba al Sol a una distancia de 50.000 años-luz del centro galáctico. Ahora sabemos que esos valores eran exagerados. Shapley, al igual que Herschel, no sabía que el polvo interestelar absorbía la luz de las cefeidas y las hacía menos brillantes. Lo que él atribuía a un efecto de la distancia se debía en realidad a la absorción de la luz por el polvo interestelar.
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En el universo tal como lo concebimos actualmente, la Vía Láctea tiene la forma de un disco de 90.000 años-luz de diámetro. Este disco es muy delgado, no siendo su espesor más que la centésima parte de su diámetro, y los cientos de miles de estrellas que lo componen giran todas en torno al centro del disco, el centro galáctico (fig. 20). El Sol se encuentra a una distancia de unos dos tercios del radio de este disco, más cerca del borde, a una distancia de 30.000 años-luz del centro galáctico. Transporta al sistema solar a una velocidad de 230 kilómetros por segundo a través del espacio, en su periplo en torno al centro galáctico, que lleva a cabo cada 250 millones de años. Desde su nacimiento, hace 4,6 miles de millones de años, el Sol ha dado 18 vueltas alrededor de la Vía Láctea.
Un universo extragaláctico
Los límites de la Vía Láctea habían sido finalmente alcanzados. El tamaño del sistema solar se había reducido a una milmillonésima del de la galaxia. Los esfuerzos realizados habían sido prodigiosos, pues medir la extensión de la Vía Láctea desde nuestro pequeño rincón de la Tierra era comparable a la hazaña que llevaría a cabo una ameba que consiguiese medir la extensión del Océano Pacífico.
Pero el trabajo estaba muy lejos de haber sido terminado. Una pregunta fundamental seguía sin respuesta: ¿acababa el universo en la Vía Láctea o se extendía mucho más lejos? ¿Existían otros sistemas comparables más allá de esta última? ¿Existían los “universos-isla” de Kant? Shapley pensaba que el universo se reducía a la Vía Láctea. Las manchas nebulosas del cielo debían formar parte de ella. Paradójicamente, el hombre que había desalojado al Sol de su lugar central se había olvidado del fantasma de Copérnico. El lugar central del universo lo ocupaba ahora la Vía Láctea. Shapley tenía buenas razones para creerlo así, y estaba convencido de que la Vía Láctea era muy grande (150.000 años-luz de radio). Ahora bien, la distancia de las nubes de Magallanes obtenida gracias a las cefeidas era también de 150.000 años-luz. Las nubes de Magallanes y, por consiguiente, todas las demás manchas nebulosas tenían que estar en la Vía Láctea. Esta estaba sola en el universo.
El universo de Shapley no fue adoptado por unanimidad. Algunos pensaban que se había equivocado en sus cálculos, que la Vía Láctea era mucho más pequeña, que las manchas nebulosas en forma de espiral del cielo no pertenecían a la Vía Láctea y que eran galaxias como la nuestra. El debate sobre la naturaleza de las nebulosas causaba furor a principios de los años veinte.
La solución la encontró Edwin Hubble, un astrónomo americano y un antiguo abogado que había abandonado la abogacía para consagrarse al estudio de las estrellas. En 1923, utilizando el telescopio recién construido en el monte Wilson, pudo descomponer la gran mancha nebulosa de la constelación de Andrómeda en una multitud de estrellas, algunas de las cuales eran cefeidas. Estas abrían de par en par las puertas del mundo más allá de nuestra Vía Láctea. Daban en efecto una distancia de 900.000 añosluz[1] a la mancha nebulosa. Incluso tomando como referencia el cálculo erróneo de Shapley relativo al tamaño de la Vía Láctea (300.000 años-luz), la nebulosa estaba mucho más allá de esta última. La nebulosa de Andrómeda se había convertido en una galaxia hermana gemela de la nuestra. El mundo se había poblado de repente de una multitud de galaxias. Los universos-isla de Immanuel Kant se volvían reales. El universo se hacía cada vez mayor y, muy pronto, la Vía Láctea iba a perderse en la inmensidad del universo como el sistema solar se había perdido en la inmensidad de la Vía Láctea. El fantasma de Copérnico había triunfado una vez más. La Vía Láctea había perdido su carácter único.