La conmemoración del 1-O ha provocado el efecto contrario al buscado por los partidos independentistas. Han debilitado al president de la Generalitat y están al borde de acabar con la legislatura entre fuertes divergencias entre ERC y Junts per Catalunya.
La conmemoración del primer aniversario del 1-O había sido cuidadosamente programada por el gobierno de la Generalitat, partidos y entidades soberanistas y habían de culminar con el debate de Política General, los días 2, 3 y 4 de octubre. Para calentar el ambiente, durante más de una semana TV3 emitió incansablemente documentales, reportajes y entrevistas sobre esa jornada con un idéntico mensaje: la brutalidad policial de un Estado autoritario frente al civismo del pueblo catalán unido para conseguir su libertad.
Sin embargo, como en una de las inversiones hegelianas, se ha producido el efecto contrario. El programa de actos tan cuidadosamente preparado para unificar al movimiento independentista y encarar con fuerza el curso político, se volvía contra el gobierno de la Generalitat, debilitaba la autoridad del president Torra, ahondaba sus divisiones internas y han estado a punto de provocar la disolución del cámara y la convocatoria de elecciones anticipadas.
Las cosas empezaron a torcerse el sábado 29 de septiembre cuando se produjeron las cargas policiales contra los manifestantes del sector más radical del movimiento secesionista, organizados en los Comités de Defensa de la República (CDR) que intentaron reventar la provocativa manifestación de policías en defensa de la actuación de los cuerpos estatales de seguridad en la infausta jornada del 1-O. Estas imágenes provocaron una enorme disonancia comunicativa con las escenas de las cargas policiales en los colegios electorales reiteradas hasta la saciedad por TV3. Ahora eran los Mossos d’Esquadra -nuestra policía- que se inhibió en aquella jornada, quien apaleaba a los independentistas. A los dirigentes de la CUP –de quien depende la mayoría parlamentaria del gobierno de la Generalitat- les faltó tiempo para denunciar la contradicción del president Torra que apela a la movilización permanente de las bases del independentismo, pero las reprime cuando lo hacen y exigieron la dimisión de Miquel Buch, titular de la conselleria de Interior del PDeCat. También se cuestionaba el mensaje, asimismo repetido hasta la extenuación, del carácter pacífico y no violento del movimiento independentista.
Los sucesos del sábado fueron un aperitivo. El lunes, 1 de octubre, mientras grupos de CDR realizaban algunos cortes de carreteras en distintos puntos del país y del AVE Girona-Figueras, el president Quim Torra, con la intención de salir al paso de las críticas por la actuación de los Mossos, animó a los “amigos” del CDR a que “apretasen” con sus movilizaciones. Los graves incidentes en Girona y sobre todo en Barcelona cuando, al final de la manifestación conmemorativa se produjo el intento de asalto al Parlament, provocaron que las palabras de Torra fueran interpretadas como una invitación a acciones de este tipo. El asalto fue evitado in extremis por las cargas de los Mossos. Según han denunciado los sindicatos policiales sus mandos políticos no realizaron el despliegue preventivo aconsejado, permitieron que los manifestantes rompieran el cordón policial y hasta el último momento impidieron disolver a los asaltantes, pues el 1-O, como finalmente sucedió, no podía concluir con las imágenes de los Mossos aporreando a independentistas.
Estas jornadas han mostrado que la dirección de las movilizaciones, que hasta ahora habían liderado y organizado la ANC y Ómnium Cultural, en el entorno de PDeCat y ERC, está pasando a los CDR del ámbito de la CUP. Ahora bien, lo que las movilizaciones ganan en intensidad pierden en cantidad. Así, el 1-O salvo las escasas acciones del CDR el país no paró, la vida laboral y comercial se desarrolló con normalidad. La frustración por el fracaso de la vía unilateral, los engaños de los líderes del procés y la ausencia de una alternativa estratégica explican esa radicalización, producto de la frustración y la impotencia política. Ahora bien, el intento de asalto al Parlament señaló una línea roja. Probablemente los dirigentes de PDeCAT y ERC no consentirán que se reproduzcan estas situaciones que dañan gravemente la imagen del independentismo y que no son del agrado de la base mesocrática del movimiento.
Además, se ha producido una grave crisis entre los representantes sindicales del cuerpo policial con su dirección política, algunos de los cuales han manifestado su malestar porque se les perciba como una policía política al servicio del independentismo. La esencia del Estado radica en el monopolio del uso de la fuerza; por ello el conflicto con su policía revela en un punto muy sensible la fragilidad del ejecutivo catalán.
Torra desnortado
En la manifestación conmemorativa del 1-O frente al Parlament se oyeron numerosas consignas y se exhibieron pancartas reclamando la dimisión de Miquel Buch, pero también del president Torra. No sólo por la actuación de los Mossos, sino por el incumplimiento de sus promesas de restituir a los líderes presos y en el extranjero y hacer efectiva la República. El sector más movilizado del independentismo no tolera ese doble lenguaje procesista donde la retórica no se corresponde con una acción de gobierno autonomista.
Estos acontecimientos determinaron el debate de Política General que estuvo precedido por un pleno que aprobó una resolución en clave procesista sobre la cuestión de los diputados suspendidos por el auto del juez Llarena. Un tema que, ante las divergencias entre ERC y Junts per Catalunya, había derivado en la clausura del Parlament desde junio. El primer punto de la resolución rechazaba la suspensión de los diputados encausados por rebelión, pero en el segundo se acataba en la práctica las prescripciones del juez Llanera. Sólo el apoyo de los Comunes, con el argumento de desbloquear el funcionamiento del Parlament, permitió alcanzar la mayoría necesaria, ante la negativa de C’s, PSC y PP de votarla y el voto negativo de la CUP al segundo punto. En este tema no sólo está en juego la mayoría parlamentaria independentista si no se substituyen los diputados suspendidos, sino que se pone en peligro a Roger Torrent y la mesa de la cámara que podían ser acusados de desobediencia y correr la misma suerte de Carme Forcadell.
Acaso los abucheos y las peticiones de dimisión de los sectores más movilizados de su base social, impulsaron a que el president Torra, con un discurso que parecía dirigido a los cuatro diputados de la CUP, a plantear un ultimátum al presidente Pedro Sánchez advirtiéndole con retirarle su apoyo parlamentario en noviembre si no aceptaba un referéndum de autodeterminación. También amenazó con que si el Tribunal Supremo dictaba una sentencia condenatoria no la acataría y reactivaría la vía unilateral.
Casi inmediatamente se vio que Torra jugaba de farol, por utilizar la expresión de la ex consellera Clara Ponsatí, actualmente refugiada en Escocia. Rotundamente ERC y más matizadamente los diputados del PDeCAT en Madrid, se desmarcaron de un ultimátum que sólo beneficiaba a Pablo Casado y Albert Rivera. Una desautorización que menoscaba gravemente su autoridad. La conducta de Torra fue extremadamente errática, primero envió a Sánchez una carta que no mencionaba ningún plazo, pero al comunicársele que La Moncloa consideraba que no se daban las condiciones para la entrevista, difundió un twitt en que se reafirmaba en su posición inicial, desde el más puro vacío político. Tampoco, a pesar de las preguntas de los grupos de la oposición, supo o quiso responder cómo concretaría su rechazo a la sentencia condenatoria en caso de producirse.
La profunda crisis social y política a que ha conducido el proceso soberanista exigiría un presidente de la Generalitat de una talla política extraordinaria. Por el contrario, nos hallamos ante un activista del secesionismo, sin altura de miras políticas y que opera como una especie de títere de Puigdemont. Su caso evoca al de Albert Ballesta, designado alcalde de Girona por Puigdemont cuando este abandonó el cargo para ser investido presidente de la Generalitat, y hubo de dimitir tres meses después tras cometer graves errores políticos. Los acontecimientos de estos días en vez de reforzar su endeble presidencia vicaria la han debilitado de forma notable, rompiendo, por primera vez desde la reinstauración de la Generalitat, con el carácter fuertemente presidencialista de las instituciones de autogobierno catalán.
Degradación institucional
El jueves 4 de octubre, Junts per Catalunya rompió con el acuerdo sobre la designación de sustitutos a sus diputados encausados por rebelión, probablemente a instancias de Puigdemont. Esto provocó un enorme malestar en ERC que amenazó con romper el pacto de gobierno y precipitar la disolución de la cámara. Bajo esta amenaza, los exconvergentes acordaron una solución que, según los letrados del Parlament, no se ajusta a los requerimientos de Llarena, lo cual provocó que el pleno fuera atrasado hasta el martes 10 de octubre. La maniobra de Junts per Catalunya se explica en el marco de su pugna con ERC para conseguir la hegemonía en el movimiento secesionista, haciéndolos aparecer ante sus bases sociales como pactistas que se pliegan a las exigencias del Estado español, frente a la firmeza de Junts pel Sí. Otra notable inversión de papeles, pues históricamente ERC era la formación consecuentemente independentista, frente a la tibieza autonomista de Convergència.
El president Torra y el vicepresident Pere Aragonés (ERC) comparecieron el viernes 5 de octubre en una desangelada rueda de prensa para intentar convencer a la opinión pública que la crisis se había cerrado y que no peligraba la unidad del gobierno de coalición, al menos hasta la sentencia de los líderes acusados por rebelión. La reanudación del pleno, el 10 de octubre, confirmó que la crisis continuaba abierta y se agravaba.
La negativa de Junts per Catalunya a aceptar el dictamen de los letrados de la cámara sobre los diputados suspendidos, precipitó una decisión insólita. ERC y PSC unieron sus fuerzas en la mesa del Parlament para que no se contabilizaran los votos de Carles Puigdemont, Josep Rull, Jordi Turull y Jordi Sánchez. Por primera vez, ERC plantó cara a la estrategia legitimista y de enfrentamiento frontal con el Estado de Puigdemont, entre otras cosas para preservar la figura de Torrent. Esto, unido a que Toni Comín (ERC) tampoco puede votar pendiente de la resolución de recursos judiciales, provocó la pérdida de la mayoría independentista en la cámara. Así, el empate a 65 votos entre ERC (31), Junts per Catalunya (30), CUP (4) y C’s (36), PSC (17), PP (4) y Comunes (8) derivó en la pérdida de varias votaciones entre ellas la relativa al derecho a la autodeterminación. En una muestra que Puigdemont y el grupo de Waterloo está dispuesto a mantener el pulso hasta el final, remitieron una carta en la que aceptan la decisión de la mesa y renuncian a sus votos en el Parlament sin importarles la pérdida de la mayoría y abocar al país a unas nuevas elecciones. La nueva correlación de fuerzas deja en manos de los ocho diputados de los Comunes las mayorías parlamentarias.
En cualquier otra cámara legislativa, la clamorosa ruptura entre los partidos que apoyan al ejecutivo y la pérdida de la mayoría parlamentaria conduciría a la convocatoria de elecciones anticipadas. Sin embargo, en el mundo surreal del secesionismo, el ejecutivo podría intentar mantenerse en unas condiciones difícilmente imaginables hasta la sentencia a los líderes independentistas, pues esta es la única argamasa que mantiene la muy precaria cohesión del gobierno catalán. En este caso asistiríamos a una imparable degradación de las instituciones de autogobierno, justamente a manos de aquellos que aseguran ser sus más firmes defensores, en otra de las paradojas que recorren el proceso soberanista.
El movimiento independentista aun no ha digerido el fracaso de la vía unilateral. Nadie osa a comunicárselo a sus bases ante el temor de ser tachados de mentirosos y traidores. Los dirigentes de ERC, con la boca pequeña, realizan declaraciones en esa dirección, como las de Joan Tardà, sobre la estupidez de querer imponer la secesión con la mitad de la población en contra, Gabriel Rufián sobre la necesidad de reventar la burbuja del independentismo mágico (que él mismo infló) o del portavoz parlamentario Sergi Sabrià sobre los falsos atajos a la independencia. Sin embargo, no se atreven a plantear claramente que debe iniciarse una nueva etapa tras el fracaso de la vía unilateral. El gesto de Torrent, al apoyarse en el PSC para desautorizar al grupo de Waterloo, indica que podría avanzar en esa dirección, aunque esto supondría el estallido del ejecutivo ante dos estrategias diametralmente opuestas.
Mientras tanto, al otro lado del Ebro, las irresponsables declaraciones de Pablo Casado y Albert Rivera, reclamando la ilegalización de los partidos independentistas y la aplicación del 155, que alimentan el crecimiento de la extrema derecha de Vox, contribuyen a cohesionar al independentismo, justamente en sentido contrario a la línea del PSOE cuyas ofertas de diálogo y negociación abren cuñas en la precaria unidad de los partidos secesionistas.
Estas turbulencias políticas han provocado que haya pasado prácticamente desapercibida la operación contra la corrupción en la Diputación de Lleida que ha comportado la detención de sus presidente, que a su vez lo es del PDeCat en esta demarcación, así como de numerosos altos cargos públicos del partido.
Hasta el momento, las bases sociales del independentismo han aguantado estoicamente los bandazos y falsas promesas de sus líderes. Sin embargo, estas últimas convulsiones pueden provocar que sectores de sus bases acaben por desencantarse como ha advertido Òmnium Cultural. Esto generaría un escenario de frustración colectiva, cuyos síntomas empiezan a detectarse, de difícil gestión y donde no pueden excluirse las reacciones violentas.