Dinamarca, un envidiado modelo de estado social, requisa legalmente sus bienes a los inmigrantes que llegan. Pero la noticia de que debe despertar más alarma es la modificación de la Constitución francesa para revocar la ciudadanía francesa a los condenados por terrorismo que fue aprobada por la Asamblea Nacional.
Se necesitarán leyes “ordinarias· para regular en detalle lo que por ahora es “sólo” un principio constitucional, pero parece claro que esta contrarreforma abandona definitivamente el modelo de Estado moderno que Francia mostró por primera vez al mundo: uno en la que la comunidad se compone de ciudadanos y no de compatriotas. Una base etnolingüística, ahora, en lugar de normas y valores compartidos
En la fórmula aprobada no se menciona a la segunda o tercera generación de inmigrantes que, por diversas razones, conservan la doble nacionalidad. Pero es evidente que sólo puede ser revocada la nacionalidad francesa, de lo contrario, se crearían por decisión administrativa apátridas. Y Francia se había adherido desde 1961 a la Convención Internacional que tiene como objetivo impedir para siempre la reproducción de la legislación nazi.
La revocación de la ciudadanía tiene, de hecho, estos “ilustres precedentes”:
—En julio de 1934, Hitler hace aprobar la ley que revoca la ciudadanía a los judíos originarios de Europa del Este.
—En 1935 las denominadas Leyes de Nuremberg privan de los derechos de ciudadanía a todos los judíos nacidos en Alemania y prohíben los matrimonios y la simple relación sexual entre los considerados judíos y los de “sangre alemana».
—En enero de 1938 Rumanía, gobernada por los fascistas de la «Guardia de Hierro” de Codreanu, promulga una ley para “revocar los derechos de la minoría judía.”
—En octubre de 1940, la Francia de Vichy, dirigida por el colaboracionista Pétain, revoca la ciudadanía francesa a los judíos de Argelia.
—En noviembre de 1943, también la República de Salò –la parte de Italia bajo ocupación alemana, tras la liberación de Mussolini– legalizó las deportaciones declarando a los judíos de ciudadanía extranjera enemiga.
Puede aparecer en el fondo un asunto menor ocuparse de la ciudadanía en tiempos de guerra. Sin embargo, los precedentes muestran que es precisamente en tiempos de guerra que la cuestión de la ciudadanía –“de quienes son los nuestros y quienes son los enemigos”–se convierte en central. Revocar la ciudadanía es equivalente a considerar a esa persona res nullius, con la que se puede hacer de todo, sin protección estatal. Y se le hará, porque carece de cualquier derecho garantizado por la Constitución.
Y también es falsa la versión dada por los medios de comunicación, que describe esta reforma como dirigida únicamente contra “terroristas”. El texto se refiere, de hecho, a los que han sido “condenados por un delito que constituye un grave atentado contra la vida de la nación.” Una fórmula amplia, interpretable, extensible a voluntad del gobernante de turno.
La fórmula aprobada por la Asamblea Nacional Francesa ni siquiera hace la menor referencia a la eventual doble nacionalidad para evitar la consiguiente acusación de racismo. Sin embargo, es inevitable que, de hecho, una revocación de ese tipo puede ser tomada solamente contra los que tienen otra. Así, sólo contra los descendientes de antiguos colonizados por la Francia imperial, trasladados a la “madre patria” en busca de fortuna o por orden de los colonizadores.
Desde este punto de vista se entiende mucho mejor la dimisión del ministro de Justicia, Christiane Taubira, un miembro de la Izquierda Socialista y descendiente de los antiguos esclavos africanos en París. Uno de tantos casos en los que las cuestiones de principio entran en carne viva y demuestran empíricamente conceptos abstractos y manipulables.
No es la única reacción típicamente fascista del gobierno dirigido por Manuel Valls, por decisión de François Hollande. Poco antes se había sido definido las condiciones para aplicar el estado de excepción, aplicado por primera vez –en la “Francia democrática”– durante la guerra de Argelia, en 1955. Una fórmula apenas menos dictatorial que el estado de sitio (el poder permanece en manos civiles), pero que concede a la policía poderes excepcionales (para detener la circulación, evitar las manifestaciones y cerrar temporalmente todos los lugares de reunión).
Por mucho menos, incluso en un pasado muy reciente, la Unión Europea habría iniciado un procedimiento de infracción contra un país tan claramente proyectado hacia una deriva totalitaria y racista. Pero estamos en la Europa de 2016, en la que la “socialdemócrata” Dinamarca expropia a los refugiados –protegidos por convenciones especiales de la ONU– de cualquier joya que aún poseían después de recorrer miles de kilómetros por el mar o a pie. En la Europa que paga tres mil millones a un asesin torturador como Erdogan para detener –en la medida en que quiere– a más refugiados que intenten entrar en el Viejo Continente. En la Europa que erige el silencio hacia el exterior y en su propio interior.
En los días posteriores a los graves atentados de París o en otras ciudades hemos oído hasta la saciedad la misma frase: “No vamos a cambiar nuestros hábitos y no cambiaremos nuestros valores». Porque haciendo regresar la “cultura legislativa” nazi –un producto absolutamente europeo— puede incluso llegar a ser verdad…
Artículo publicado originalmente en contropiano.org