La mesa de diálogo fue la principal exigencia de ERC para apoyar la investidura de Pedro Sánchez, que el PSOE hubo de aceptar a regañadientes. Para ERC, inmersa en su interminable pugna por la hegemonía con el sector postconvergente liderado por Carles Puigdemont, la mesa de diálogo se proyecta como la prueba de su capacidad y de su utilidad política, frente al maximalismo estéril de los sectores más hiperventilados del independentismo que aún no han aceptado el fracaso de la vía unilateral. Asimismo se ofrece como la demostración de que ERC ha sido capaz de obligar al gobierno de España a aceptar una negociación política que tanto Mariano Rajoy como Pedro Sánchez, cuando este gobernó en solitario, se negaron a considerar.
Hasta que se celebren los comicios en Catalunya, no se puede esperar gran cosa de esta mesa de diálogo y se abre una especie de tiempo muerto mientras se aguarda el veredicto de las urnas. En realidad, los únicos interesados en que esta negociación llegue a buen puerto son ERC, Unidas Podemos y PSOE, y de hecho su posibilidad de éxito reside en los acuerdos que fuera de ella puedan suscribir PSOE y ERC.
Por el contrario, Junts per Catalunya, fagocitada por Puigdemont y su presidente vicario Quim Torra, aunque formalmente dice ser partidaria del diálogo, en realidad busca boicotearlo a fin de remachar su argumento de que con España no hay nada que hacer ni que hablar, excepto las condiciones del referéndum de autodeterminación. Prueba de ello es su insistencia en la figura del relator internacional, sabedores de que se trata de una exigencia inasumible para el PSOE y que ERC no considera imprescindible para iniciar el diálogo. Esta divergencia será un factor de suma importancia en la campaña electoral que estará determinada –entre otras cosas– por la pugna entre ERC y Junts por la hegemonía del movimiento independentista y cuyo resultado medirá la correlación de fuerzas entre los sectores posibilistas y fundamentalistas. Tampoco la derecha españolista de Vox, PP y Cs facilitará las negociaciones y hará todo lo posible e imposible para boicotearlas.
Ahora bien, incluso entre las formaciones partidarias de que la negociación política llegue a buen puerto, los objetivos son bien distintos. Para el PSOE, se trata de alcanzar un acuerdo con ERC, en el caso de que esta formación logre la presidencia de la Generalitat, mediante una serie de concesiones relativas al incremento del autogobierno y una reforma del sistema de la financiación. La meta es lograr, en palabras de Adriana Lastra, portavoz del grupo parlamentario del PSOE y que tuvo un papel destacado en las negociaciones con ERC para la investidura de Sánchez, un pacto semejante al suscrito en la Transición que permitió cuarenta años de convivencia (o conllevancia, por utilizar la expresión de Ortega y Gasset) entre el Estado y el nacionalismo catalán.
ERC busca un acuerdo que le permita ganar tiempo y generar las condiciones políticas y sociales para ampliar la base de apoyo al independentismo, que solo puede venir de la Catalunya metropolitana y castellanohablante. Esta mayoría social es la condición necesaria para intentar un segundo intento para proclamar la independencia, o al menos esta parece ser la lección que han extraído los dirigentes de ERC de los errores de la vía unilateral.
Con estos puntos de partida y objetivos tan distantes resulta muy difícil, aunque no imposible, alcanzar un acuerdo satisfactorio. Para el PSOE, un pacto de estas características se proyectaría como un gran éxito político al pacificar un grave conflicto que amenaza con un enquistamiento insoluble de una crisis territorial de desarrollos imprevisibles. A ERC le otorgaría el tiempo y las condiciones políticas necesarias para lograr su objetivo estratégico de ampliar su base social y, al mismo tiempo, presentarse como una opción política útil que, mientras llega el gran día, ha logrado arrancar importantes concesiones al Estado.
Sin embargo, contra esta perspectiva se alzan dos grandes escollos de signo contrario, pero con recriminaciones semejantes de “alta traición” a la patria. La derecha españolista acusa al PSOE de claudicar ante las insaciables exigencias del independentismo, y poner así en peligro la unidad nacional. Los sectores fundamentalistas del secesionismo imputan a ERC plegarse a las exigencias del odiado Estado español y renunciar al objetivo de la secesión. Ello, depende de cómo se desarrollen los acontecimientos, podría suponer un elevado coste político para PSOE y ERC dado el contexto de pasiones nacionalistas, españolas y catalanas, exacerbadas por una década de proceso soberanista. Y lo que es peor, el fracaso de las negociaciones podría conducir a un escenario de confrontación civil. En consecuencia, ambos actores se verán compelidos a llegar a algún tipo de acuerdo.
Rearmes identitarios
En este sentido, se perciben síntomas inquietantes a ambos lados de las barreras políticas e identitarias españolas y catalanas. El ascenso de Vox expresa el rearme del nacionalismo reaccionario español y marca la agenda y el discurso político de PP y Cs, donde tras el combate contra el independentismo se atisba una cierta catalanofobia. Unas formaciones partidarias de la máxima dureza contra el movimiento secesionista con quien en ningún caso se debe dialogar, sino derrotarlo utilizando todos los instrumentos legales y punitivos del Estado. Un planteamiento, a nuestro juicio irresponsable, pues aboca al conflicto civil y se entronca con la ominosa y larga tradición de las derechas españolas refractarias al reconocimiento de la pluralidad lingüística y cultural de España que tanto ha contribuido a alimentar a los nacionalismos periféricos.
En el otro lado de la barrera, se observa una creciente deriva supremacista, xenófoba e hispanófoba entre las bases sociales del independentismo, particularmente en el de derechas. Así, se aprecia cómo el discurso integracionista de Jordi Pujol respecto a los inmigrantes de origen español y lengua castellana deja paso a una concepción crecientemente etnicista del ser catalán. Para estos sectores los catalanes de lengua castellana no son catalanes sino españoles residentes en Catalunya; en realidad, unos “colonos” utilizados por el Estado para destruir la identidad del país. Sin duda, estos planteamientos respecto a la inmigración española no son nuevos en la historia del nacionalismo catalán y siempre habían permanecido en estado de latencia. La novedad radica en que ahora estén ganando terreno no solo entre los sectores más radicales del independentismo, sino entre amplias capas de sus bases sociales, configurándose como una versión autóctona de los neonacionalismos de extrema derecha europeos.
Ciertamente, la eclosión del movimiento independentista no se ha producido por generación espontánea sino que es la consecuencia de la larga hegemonía del pujolismo y de su estrategia de construcción nacional, una de cuyas expresiones más señeras fue la denominada Agenda 2.000 de penetración nacionalista en todos los ámbitos de la sociedad. Un proyecto de largo recorrido edificado pacientemente a través de incansables campañas en torno a la lengua, el control del sistema educativo y de los medios de comunicación de la Generalitat, así como del uso de las instituciones de autogobierno como el embrión de un futuro Estado catalán. De modo que, por parafrasear a Lenin, el independentismo resulta la fase superior del pujolismo.
El independentismo es un movimiento de las clases medias y altas catalanohablantes doblemente transversal en estos sectores sociales. Así sucede desde el punto de vista generacional, pues concierne a hijos, padres y nietos, pero también territorial, en el sentido que abarca a los habitantes de la Catalunya interior, pero también de los distritos mesocráticos de las grandes ciudades del Área Metropolitana de Barcelona. Sin embargo, no resulta tan homogéneo desde una perspectiva ideológica clásica (derecha/izquierda) como se expresa en sus tres fuerzas políticas: el conglomerado postconvergente (Junts per Catalunya y Crida Nacional per la República) en la derecha neoliberal, ERC en la socialdemocracia y CUP en la izquierda anticapitalista. Ahora bien, estos tres vectores comparten, con escasas diferencias, posiciones prácticamente idénticas en el eje nacional, tales como en lo relativo al relato histórico de la nación oprimida o en la función de la lengua como pieza fundamental de la identidad nacional, y con algún matiz respecto a la hispanofobia.
Esto facilita extraordinariamente el avance de los planteamientos supremacistas y etnicistas en el conjunto de este movimiento de unificación identitaria e ideológica de las clases medias que, por otro lado, está demostrando una extraordinaria solidez y se muestra impermeable a los reveses, engaños y mentiras que tanto han abundado en el curso del procés. La perspectiva utópica de la independencia, el tradicional victimismo alimentado por la represión policial el 1 de octubre y las condenas judiciales contra sus líderes, así como por el odio a España, operan como poderosos antídotos contra cualquier desfallecimiento que, además, cuenta con el refuerzo de poderosos guardianes de la ortodoxia prestos a estigmatizar a los tibios y disidentes.
Disyuntiva estratégica
Llegados a este punto se plantea una disyuntiva estratégica respecto a cuál debe ser la alternativa eficaz para combatir, desde posiciones progresistas y cívicas, el avance tanto de la derecha españolista como del nacionalismo etnicista catalán. En el primer caso, la respuesta, al menos en términos ideológicos, resulta más sencilla dado su carácter reaccionario y sus formas que evocan al nacionalcatolicismo franquista, apenas teñido de constitucionalismo. En el segundo caso, es más complicada, pues el discurso independentista se envuelve con fórmulas falsamente democráticas y progresistas que ejercen gran atractivo sobre las clases medias y que es preciso desmontar.
En lo que respecta al independentismo existe, por un lado, el posicionamiento de que se trata de negociar una serie de concesiones –especialmente en materia fiscal– a fin de que, tras las lecciones del fracaso de la vía unilateral, se convenza de que la permanencia en España no es un mal negocio. Es decir, a la manera del PNV, que parece haber olvidado desde el fracaso del Plan Ibarretxe sus veleidades soberanistas. Desde esta perspectiva, la represión, como la ejercida durante las dictaduras de Primo de Rivera y Franco o con la judicialización practicada por el PP, solo han servido para incrementar la fuerza del nacionalismo/independentismo, mientras que el reconocimiento del derecho a un amplio autogobierno como en la Segunda República o la Transición apartó al catalanismo de las tentaciones separatistas.
Por otro lado, hay quienes sostienen que estas concesiones son percibidas por los nacionalistas/independentistas como un signo de debilidad del Estado y como estaciones de tránsito hacia el objetivo de la secesión. En el caso de Catalunya, se podrían traer a colación las amargas reflexiones de Manuel Azaña sobre la deslealtad del nacionalismo catalán durante la Segunda República y la Guerra Civil o como, desde la Transición, la administración autonómica ha sido utilizada impúdicamente, en lo que respecta al sistema educativo y los medios de comunicación, para preparar el terreno de la desconexión con España y avanzar hacia el objetivo de la independencia. Por tanto, según esta concepción, no deben realizarse más concesiones a los partidos independentistas que a la postre sólo sirven para fortalecerlos. Por el contrario, se habrían de revertir algunas de las concesiones anteriores como, por ejemplo, las relativas a la política lingüística y afrontar una lucha política e ideológica implacable hasta lograr su derrota o al menos reducirlos a una minoría dentro de sus respectivas sociedades.
No resulta fácil resolver esta disyuntiva, que dispone de sólidos argumentos de una y otra parte; aunque como veremos se trataría de combinar elementos de ambos posicionamientos. Aquí solo apuntaremos a algunos criterios generales y elementales. En primer lugar, se deben combatir y desmontar los discursos del odio, elaborados en base a relatos históricos falseados y agravios en gran medida imaginarios. Esto no resultará nada fácil cuando las bases sociales del independentismo catalán han sido formateadas ideológica, identitaria y emocionalmente bajo estos presupuestos. Se trata, pues, de una tarea de largo recorrido y donde la izquierda catalana tiene una elevada responsabilidad. El independentismo no dispondría de su actual hegemonía si no hubiera contado con la incapacidad, cuando no con la complicidad, de la izquierda, para afrontar un combate contra sus postulados etnicistas.
En segundo lugar, tanto el Estado español como la Generalitat de Catalunya deberían reconocer su pluralidad interna. En este punto, por lo que corresponde a la parte española, existe un reconocimiento a esta diversidad ciertamente superior a otros Estados europeos, pero insuficiente tanto en el terreno simbólico como en la arquitectura institucional de Estado y donde aún queda camino por recorrer; especialmente en el terreno de la corresponsabilidad fiscal. La cuestión reviste mayor gravedad en la parte catalana, pues desde el nacionalismo hegemónico se persigue desde hace décadas la homogenización cultural y lingüística de los catalanes de lengua castellana que ahora, incluso, ven cuestionada su plena ciudadanía en base a criterios etnicistas. Aquí nos topamos ante un gran escollo, pues para el nacionalismo catalán las “conquistas” en esta materia, como por ejemplo la inmersión lingüística, son irrenunciables, cuando desde una perspectiva de respeto a la pluralidad interna del país deberían ser erradicadas.
En tercer lugar, ambas partes habrían de pactar un compromiso con la lealtad institucional. El Estado español, como ha ocurrido con demasiada frecuencia, no debería utilizar sus facultades para laminar competencias de ámbito autonómico, ni ceder a tentaciones recentralizadoras. Tampoco los ejecutivos autónomos pueden saltarse la legalidad vigente, las resoluciones judiciales y las reglas de juego institucionales como se ha visto hasta la saciedad en el curso del proceso soberanista. Ciertamente, no se debe reclamar a los independentistas que dejen de serlo, pero sí que es exigible el respeto al ordenamiento jurídico-político y que utilicen los cauces previstos para su transformación.
En definitiva, existe una delgada línea roja que separa las legítimas aspiraciones al autogobierno y a la protección y difusión de la cultura y lengua catalanas, del nacionalismo etnicista y excluyente que propugna la homogenización cultural e ideológica de la sociedad mediante métodos coactivos. Una distinción que la deriva independentista del catalanismo ha diluido al punto de conducir a una peligrosa confusión entre ambos vectores. El éxito o fracaso de la mesa de diálogo dependerá en gran medida de su capacidad de saber operar con esta distinción.