Lo que es la Navidad a medida que avanzamos en años

 ‘El sueño de Dickens’ (1875), cuadro de R.W. Buss.

 

Hubo un tiempo en que muchos de nosotros no echábamos de menos ni buscábamos nada fuera de la Navidad, porque ésta encerraba, como dentro de un círculo mágico, todo nuestro mundo limitado; porque ella reunía dentro de sí todos  nuestros gozos, afectos y esperanzas hogareños; porque agrupaba a todo y a todos en torno del fuego navideño, y porque no dejaba nada fuera del pequeño cuadro luminoso que brillaba ante nuestros ojos juveniles.

Hubo un tiempo, que llegó quizá demasiado pronto, en que nuestros pensamientos saltaron por encima de tan estrechos límites; un tiempo en el que, para que nuestra felicidad fuese completa, faltaba alguien (alguien a quien entonces nos parecía tener muy cerca del corazón, alguien que era todo hermosura y perfección absoluta); un tiempo en que también nosotros creímos estar de menos cerca del hogar junto al cual ese alguien querido se hallaba sentado (nosotros al menos lo pensábamos así, y para el caso es lo mismo); un tiempo en el que nosotros, entrelazábamos el nombre de ese alguien con todas las guirnaldas y coronas de nuestra vida.

Ése fue el tiempo propicio para las brillantes Navidades visionarias que durante mucho tiempo han surgido de nosotros para mostrarse débilmente, después de un chaparrón veraniego, en los bordes más pálidos del arco iris. Ése fue el tiempo propicio para el beatífico goce de cosas destinadas a ser, pero que nunca fueron, aunque para nuestras decididas esperanzas fuesen tan reales, que resulta difícil decir ahora si entre las cosas que han llegado posteriormente a ser realidad ha habido alguna que haya tenido mayor fuerza.

¡Cómo! ¿Es que no llegó realmente nunca aquella Navidad en que nosotros y aquella perla inapreciable de nuestra juvenil elección fuimos recibidos, después de consumado el más feliz de los matrimonios imposibles, por las dos familias, ya reunidas, que antes habían estado a matarse por causa nuestra? ¿La Navidad en que nuestros cuñados y cuñadas, que antes que emparentásemos nos habían tratado siempre con gran frialdad, nos demostraron un cariño loco, y en la que los papás y las mamás nos abrumaron con ingresos ilimitados? ¿No tuvo lugar jamás aquella comida navideña, terminada la cual nos pusimos en pie, y tributamos un elocuente y generoso tributo al que fue nuestro rival, y que se hallaba allí presente, ofreciéndonos en el acto mutuamente amistad y olvido, y trabando una amistad que duró hasta la muerte, como no se encuentra otra superior a ella en las historias de Roma y de Grecia? ¿Y es cierto que ese mismo rival hace ya tiempo que no se preocupa en absoluto de aquella perla inapreciable, y que ésta se casó por dinero y se ha convertido en usuraria? Y por encima de todo, ¿es cierto que ahora estamos muy seguros de que si hubiésemos ganado y gastado aquella perla habríamos sido probablemente muy desgraciados, y que nos encontramos mucho mejor sin ella?

La Navidad aquella en que acabábamos de conquistar tanta celebridad; en la que nos llevaron en triunfo no sé dónde por haber realizado alguna hazaña grande y noble; y nuestro apellido se vio rodeado de tales honores y de tan alta reputación, y al llegar a nuestro hogar fuimos recibidos entre una lluvia de lágrimas de gozo… ¿Es posible que esa Navidad no haya llegado todavía?

¿Se halla, quizá, nuestra vida en la Tierra constituida de tal manera que, en el mejor de los casos, si nos detenemos en nuestra marcha junto a una piedra miliaria tan destacada en el camino como este grandioso cumpleaños, podemos volver nuestra vista hacia atrás y contemplar las cosas que nunca fueron, con la misma naturalidad y con la misma seriedad que aquellas otras que fueron y pasaron, o que fueron y siguen siendo? Si eso es así, y parece en efecto que lo es, ¿habremos de llegar a la conclusión de que la vida es poco más que un sueño y que no es digna de los amores y de los anhelos con que la llenamos?

¡No! ¡Muy lejos de nosotros, querido lector, en un día de Navidad, esa mal llamada filosofía! ¡Pongamos más cerca y más dentro de nuestros corazones el espíritu navideño, que es el espíritu de la actividad útil, de la perseverancia, del cumplimiento alegre del deber, del cariño y de la tolerancia! En estas últimas virtudes sobre todo nos refuerza, o debería reforzarnos, la contemplación de visiones de nuestra juventud que no se han cumplido. ¿Quién se atreverá a decir que no son ellas nuestras maestras para que aprendamos a tratar con delicadeza hasta las naderías impalpables de la Tierra?

A medida, pues, que envejecemos, aumente también nuestro agradecimiento por el hecho de que el círculo de nuestros recuerdos navideños y de las lecciones que ellos nos traen se vaya ensanchando. Bienvenidos sean todos ellos; llamémoslos para que ocupen sus lugares respectivos junto al hogar navideño.

¡Bienvenidas vosotras, las que fuisteis viejas aspiraciones, creaciones deslumbrantes de una ardiente fantasía, al cobijo que tenéis bajo el acebo! Nosotros os conocemos, y todavía no os hemos sobrevivido. ¡Bienvenidos, viejos proyectos y viejos amores, por volubles que fueseis, a los rincones que hay para vosotros entre las luces más firmes que arden a nuestro alrededor! ¿Acaso no construimos hoy en las nubes castillos navideños? ¡Sírvannos de testigos nuestros pensamientos, que revolotean como mariposas por entre estos niños que son otras tantas flores! Ante este niño se extiende la perspectiva de un porvenir más brillante que aquel que contemplamos nosotros en nuestros pasados y románticos tiempos, pero brillante de honradez y de lealtad. En torno de esta cabecita sobre la que se amontonan los rizos de oro, juguetean las gracias, tan bellamente, tan airosamente, como cuando no había al alcance de la mano el Tiempo una guadaña para segar los rizos de nuestro primer amor. En la cara de otra niña que hay al lado de la anterior —más sosegada, pero de brillante sonrisa—, una carita serena y satisfecha, vemos escrita con claridad la palabra hogar. Y vemos, cuando ya nuestras tumbas son viejas, a la luz que se desprende de esa palabra, igual que se desprenden los rayos luminosos de una estrella, cómo ya otras esperanzas, que no son las nuestras, viven lozanas; cómo otros corazones, que no son los nuestros, se conmueven; cómo se allanan otros caminos; cómo otras felicidades florecen, maduran y se agostan…; no, no se agostan, porque a su vez surgen, florecen y maduran, hasta el fin de los tiempos, otros hogares, y otras bandadas de chiquillos que habrán de pasar todavía muchas edades para cuando existan.

—¡Bienvenido todo! ¡Bienvenido de la misma manera lo que ha sido y lo que nunca fue, y lo que esperamos que pueda aún ser, al cobijo que le espera debajo del acebo, a los lugares que les corresponden alrededor de la hoguera navideña, donde los espera con el corazón abierto lo que ya es! ¿Es acaso aquella sombra que vemos proyectarse sobre el fuego la cara de un enemigo? ¡Por Navidad, que le perdonamos! Si la ofensa que nos hizo no hace absolutamente imposible su compañía, que se acerque y ocupe su lugar. Si por desgracia eso es imposible, que se marche de aquí llevándose la seguridad de que jamás nosotros lo ofenderemos ni le acusaremos.

¡En un día como éste no cerramos las puertas a nada!

—Esperad —dice una voz por lo bajo—. ¿A nada? ¡Pensadlo!

—En el día de Navidad no cerramos el acceso a nuestro hogar a nada.

— ¿Ni a la sombra de una inmensa ciudad en la que las hojas mustias forman espesa capa en el suelo? —replica la voz—. ¿Ni a la sombra que entenebrece todo el globo? ¿Ni a la sombra de la Ciudad de los Muertos?

Ni siquiera a ésa. Hoy precisamente, en el día de Navidad, volveremos nuestros rostros hacia esa ciudad, y sacaremos de entre sus huestes silenciosas a las personas que amamos, para que vengan entre nosotros. ¡Ciudad de los Muertos, por el bendito nombre que aquí nos tiene hoy reunidos, y por la imagen que se halla entre nosotros de acuerdo con su promesa, acogeremos a todos los que nos son queridos!

Sí. Somos capaces de mirar a esos niños-ángeles que se posan de una manera tan solemne y tan bella entre los niños vivos, junto al fuego, y de sobrellevar el pensamiento de cómo se fueron de nuestro lado. Los niños juguetones, lo mismo que los patriarcas que hospedaron sin saberlo a los ángeles, no tienen conciencia de tales invitados; pero nosotros los vemos…, vemos un brazo radiante rodeando el cuello preferido, como si quisiera invitar a ese niño a que lo siguiera. Hay una entre las figuras celestiales, la del que fue en la Tierra un pobre muchacho deforme, que ahora tiene una belleza incomparable; de él dijo su madre moribunda que le dolía mucho dejarlo aquí, solo, durante los muchos años que habrían de pasar antes que fuese con ella…, siendo como era tan niño. Pero la siguió rápidamente, y fue colocado sobre el pecho de la madre, y ella lo lleva de la mano.

Había un mozo gallardo, que murió lejos, muy lejos, sobre las arenas ardientes de un sol abrasador, y que dijo:

—Decidles en mi casa, al llevarles la expresión última de mi amor, cuánto me hubiera gustado darles un último beso, pero que muero contento y que cumplí con mi deber.

Otro había, sobre cuyo cadáver leyeron aquellas palabras: «Y por ello entregamos este cuerpo a las aguas profundas», confiándolo al Océano solitario, y siguiendo la navegación. Y otro, que se tumbó a descansar a la sombra lóbrega de los grandes bosques, sobre la tierra misma, y ya no despertó. ¿No han de ser traídos, pues, todos ellos al hogar, desde las arenas, el mar y los bosques, en un día como éste?

Una mocita querida hubo (casi ya una mujer…, pero que no llegaría a serlo) que transformó un hogar todo alegría en una Navidad dolorosa, siguiendo por su camino sin huellas hacia la Ciudad del Silencio. ¿No la recordamos acaso, ya desfalleciente, hablando entre susurros débiles e ininteligibles y cayendo de pura fatiga en el último sueño? ¡Miradla ahora! ¡Mirad su belleza, su serenidad, su juventud, su dicha! A la hija de Jairo la volvieron a la vida para que volviese a morir; pero esto otra, más feliz que aquélla, ha oído la misma voz que le decía:

— ¡Levántate para siempre!

Teníamos un amigo, que lo era desde nuestros primeros días, y en compañía del cual nos representábamos los cambios que habrían de ocurrir en nuestras vidas, imaginándonos alegremente cómo hablaríamos, caminaríamos, pensaríamos y conversaríamos cuando llegásemos a ser mayores. La habitación que le estaba reservada en la Ciudad de los Muertos lo recibió en lo mejor de sus años. ¿Lo apartaremos a él de nuestros recuerdos navideños? ¿Acaso el amor que nos tenía nos habría excluido de esa manera? ¡Amigos que perdimos, hijos, padres, hermanas, hermanos, maridos, esposas no os apartaremos de ese modo! ¡Tendréis vuestros lugares queridos en nuestros corazones navideños junto a nuestras hogueras navideñas! ¡En la hora de la esperanza inmortal, en el cumpleaños de la misericordia inmortal, no apartaremos de nosotros a nada!

El sol invernal se hunde más allá de las ciudades y de las aldeas; allá en el mar traza un camino rosáceo, como si aún estuvieran frescas sobre las aguas las huellas sagradas. Unos instantes después se hunde, y llega la noche, y empiezan a centellear las luces sobre el panorama. En la colina que hay más allá de la ciudad que se extiende sin forma, y en la postura sosegada de los árboles que ciñen el campanario de la aldea, hay recuerdos tallados en piedra, plantados en flores corrientes, que crecen en el césped, que se enlazan con las zarzas bajas en torno a muchos montoncitos de tierra. En la ciudad y la aldea, hay puertas y ventanas bien cerradas contra la intemperie, hay grandes montones de troncos llameantes, hay rostros alegres, hay sana música de voces. ¡Queden excluidos de los templos de los dioses lares todos los daños y asperezas, pero sean admitidos en aquéllos con ternura animadora todos esos recuerdos! Estos pertenecen a esta hora y a todas las seguridades de paz y consuelo que ella nos trae; pertenecen a la historia que reunió, incluso sobre la Tierra, a los vivos y a los muertos; y a la generosa caridad y bondad que muchos hombres, demasiados, se empeñaron en reducir a estrechas trizas.

What Christmas is, as we grow older, 1851.

 

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