En las grandes crisis la ciudadanía, con razón o sin ella, tiende a agruparse en torno a sus dirigentes políticos. En algunos casos, como el célebre discurso de Winston Churchill, “sangre, sudor y lágrimas”, o el de Jósif Stalin, con los nazis a las puertas de Moscú, se refuerza ese efecto, apelando al patriotismo, a la unidad y al espíritu comunitario. Ahora bien, también podemos encontrar ejemplos de lo contrario, como cuando George Bush hijo invocó esos sentimientos para justificar las guerras de Afganistán e Iraq o cuando el gobierno Aznar, tras los atentados islamistas del 11 de marzo del 2008, intentó falsamente imputarlos a ETA; entonces, el efecto tiende a ser el contrario y esos líderes suelen ser severamente castigados por su pueblo.
La crisis del coronavirus reúne todos los elementos de estas graves emergencias nacionales, en esta ocasión de ámbito global. Este fue, sin duda, el tono de la intervención de Pedro Sánchez el pasado 14 de marzo, apelando a la unidad patriótica, por encima de las diferencias políticas y territoriales. Una tarea nada fácil si nos atenemos a un contexto político determinado por tres vectores que cuestionan esa tendencia a la unidad: la estrategia de oposición frontal del PP de Pablo Casado, la situación de la monarquía tras las revelaciones de la corrupción sistémica del rey emérito y la contumacia en el proyecto secesionista de la Generalitat de Catalunya.
En el caso de Catalunya no es la primera vez que el movimiento independentista aprovecha las crisis para marcar perfil y obtener réditos políticos. Los atentados islamistas de Barcelona y Cambrils de agosto de 2017, en vísperas de que la Generalitat activase la vía unilateral a la secesión, fueron desvergonzadamente instrumentalizados. De este modo, la manifestación que debía expresar la unidad de la ciudadanía contra el terrorismo islamista se convirtió en lo contrario, en una escenificación de la división entre las autoridades españolas y catalanas y en una campaña a favor de la secesión con los Mossos d’Esquadra y el mayor Trapero, ahora denostado, como símbolos de la eficacia del nuevo Estado.
Ahora, con la crisis del coronavirus, asistimos a un intento análogo por parte de la presidencia de la Generalitat –teledirigida desde Waterloo– así como sus terminales políticas y mediáticas para convertir esa crisis en otro escenario de la confrontación con el Estado y convencer a la ciudadanía de su superior gestión de la crisis frente a la incompetencia del gobierno español. Ciertamente, algunas decisiones del ejecutivo español pueden ser objeto de críticas, como la negativa a aislar la Comunidad de Madrid cuando el número de casos empezó a aumentar exponencialmente, siguiendo el ejemplo de Wuhan o Lombardía. Sin embargo, los posicionamientos de Quim Torra van mucho más allá. En realidad, su principal objetivo es impedir la activación de los mecanismos de solidaridad entre los pueblos en tiempos de grandes crisis y reforzar la frontera imaginaria que separa la ciudadanía española y catalana. Se trata, pues, de evitar a toda costa que se genere un sentimiento de comunidad afectiva con el resto de España.
Una primera prueba de ello fue su petición de aislar Catalunya para evitar el tránsito de ciudadanos procedentes del resto de España y del mundo que serían los causantes de la expansión de la epidemia. Esta línea argumental alcanzó su punto de inflexión con la sesgada interpretación de la declaración del estado de alarma como un 155 encubierto que más que combatir la expansión de la epidemia busca acabar con las competencias autonómicas de Catalunya. Y lo que roza el cinismo es la acusación al presidente Sánchez de envolverse en la bandera cuando ésta ha sido prácticamente la única oferta del actual ejecutivo catalán.
Al igual de lo que sucedió en las jornadas de septiembre y octubre de 2017, toda la maquinaría mediática de la Generalitat y de los medios afines generosamente subvencionados se ha puesto en marcha para difundir este mensaje entre sus bases sociales, justificar la negativa de Torra a suscribir junto al resto de presidentes autonómicos el comunicado de apoyo a la proclamación del Estado de alarma y proclamar que los catalanes siempre lo hacen mejor que los españoles.
Tietes, ñordos y botiflers
El enquistamiento del proceso soberanista, que tras el fracaso de la vía unilateral carece de una hoja de ruta estratégica para alcanzar sus objetivos, está provocando un recrudecimiento de los vectores xenófobos y supremacistas siempre latentes en el nacionalismo catalán. Podríamos multiplicar los ejemplos hasta el infinito, por lo que aquí sólo expondremos algunos. La irresponsable huída de madrileños de clase media y alta a sus segundas residencias hacia las costas levantinas inició un movimiento propagandístico de denuncia, de acusados tintes xenófobos, que hubo de pararse en seco cuando se difundió la noticia de que sus homólogos barceloneses estaban haciendo lo mismo en el Pirineo y la Costa Brava; aunque, a diferencia de los gobiernos autónomos murciano y valenciano, el ejecutivo catalán no declaró el confinamiento de las urbanizaciones de esas comarcas, pues hubiera sido echar piedras en el tejado de sus bases electorales.
Otro ejemplo palmario de ese comportamiento hispanófobo se halla en las declaraciones de la exconsellera, fugada a Escocia, Clara Ponsatí, un exponente de las denominadas tietes; es decir, señoras de mediana y avanzada edad, de clase media/alta y catalanohablantes que constituyen un sector importante de los activistas del movimiento independentista. Ponsatí ya se cubrió de gloria en su primera intervención en el Parlamento Europeo cuando comparó la expulsión de los judíos por los Reyes Católicos con el genocidio nazi, lo cual cosechó las condenas de las organizaciones judías europeas. La exconsellera volvió a triunfar con su incendiario discurso en el baño de masas de los sectores más hiperventilados del separatismo en Perpiñán, rechazando la mesa de diálogo con el gobierno español, después que durante meses se hubiera lanzado la campaña del sit and talk que se ha revelado como puramente instrumental. Ahora, ha vuelto a las andadas con el despreciable tuit, “De Madrid al cielo”, retuiteado por Puigdemont, que incluso ha provocado las críticas dentro de sectores del independentismo.
Ahora bien, lo realmente preocupante radica no tanto en la creciente demagogia xenófoba y supremacista de los líderes de ese sector del movimiento independentista, sino cómo estas soflamas son apoyadas por una parte importante de sus bases sociales. Entre éstas, intoxicadas por la eficaz maquinaria propagandística, ha cristalizado el odio a España, tanto en clave del enemigo exterior como interior; es decir, los catalanes de lengua castellana quienes son considerados extranjeros que residen en Catalunya –calificados despectivamente como ñordos– y una amenaza para la identidad nacional, pero también los de lengua catalana que si no comulgan con la ortodoxia separatista son tachados de traidores o botiflers. Unos planteamientos que constituyen una especie de versión local de los nacionalpopulismos reaccionarios que proliferan en Europa.
La inquietante capacidad de movilización de estos sectores pudo comprobarse con el éxito de la convocatoria en Perpiñán, que reunió a 110.000 personas según la policía francesa y 200.000 según los organizadores, y ello sin contar con el apoyo de ERC y solo con un sector de la CUP.
La crisis del coronavirus podría modificar los parámetros de las elecciones catalanas, anunciadas pero sin fecha de convocatoria. Hace tiempo que se observan movimientos entre los sectores de la antigua Convergència, cada vez más críticos con la deriva fundamentalista de Puigdemont y sus adláteres. Así está por ver si finalmente el PDeCat concurrirá con la Crida Nacional per la República, instrumento político de Waterloo para someter al conjunto de las formaciones secesionistas. Del mismo modo, está pendiente el eventual agrupamiento de una serie de grupos, del autonomismo al independentismo contrario a la vía unilateral, que se plantean presentarse como alternativa en las próximas elecciones. Aunque, en sentido contrario, se observa en estas jornadas un cierto seguidismo de ERC, que no acaba de romper sus vínculos edípicos con Waterloo y los guardianes de la ortodoxia.
En definitiva, la crisis del coronavirus debería propiciar –por higiene democrática– la movilización de las fuerzas contrarias a la inquietante deriva xenófoba del independentismo catalán y levantar una alternativa que los expulse del poder.
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