Del Microcosmos al Cosmos

Copérnico

Todo empieza con una simple gota de agua. Con un ojo fuertemente cerrado, el comerciante en paños y científico en ciernes Antony Van Leeu-Wenhoek observa atentamente a través de una diminuta lente que él mismo ha confeccionado a partir de un trozo de cristal de silicato. Al otro lado de ese brillante trocito de cristal hay una temblorosa muestra de agua que ha sacado de un lago el día anterior mientras daba un paseo por las afueras de la ciudad de Delft, en los Países Bajos. Al ajustar el instrumento y dejar que su ojo se relaje y enfoque bien, Van Leeu-Wenhoek se encuentra de pronto inmerso en un nuevo mundo, una pululante metrópolis de aspecto muy extraño

En el universo previamente invisible de esta simple gotita de agua hay un montón de entes maravillosamente enrollados en forma de espiral, manchitas que se agitan y criaturas en forma de campana con una cola delgada que giran, se contonean y nadan absolutamente despreocupados de que él les esté observando. Es una visión sobrecogedora: Van Leeu-Wenhoek no es solo un humano; es un gigante cósmicamente enorme que está inspeccionando otro mundo contenido en el suyo. Y si esta gota de agua contiene su propio universo, ¿qué decir de otra y otra, y de todas las gotas de agua de la Tierra?

Estamos en 1674, una época encajonada entre algunos de los más profundos cambios acaecidos en la ciencia y el pensamiento occidentales. Poco más de un siglo antes, el científico y erudito polaco Nicolás Copérnico había publicado De revolutionibus orbium coelestium –“Sobre las revoluciones de las esferas celestes”. En ese libro Copérnico había formulado ya de un modo completo su modelo heliocéntrico del universo, desplazando a la Tierra desde el centro del cosmos a un lugar secundario –girando sobre su eje y orbitando alrededor del Sol–, una degradación de estatus que daría una nueva forma a la historia científica de nuestra especie.

En las décadas transcurridas desde entonces, el italiano Galileo Galilei había construido sus telescopios y había visto las lunas de Júpiter y las fases de Venus, lo que le había convencido de que Copérnico tenía razón –un punto de vista herético en aquel entonces y que le costaría muy caro al atraer la atención de la Inquisición católica. Su contemporáneo, el alemán Johannes Kepler fue algo más allá afirmando que las órbitas de los planetas, incluida la Tierra, no describían círculos perfectos, sino elipses excéntricas, con lo que desestabilizaba la concepción de un universo racional. Y poco más de diez años después de cuando Van Leeu-Wenhoek miraba a través de su lente, el gran científico inglés Isaac Newton publicaría su monumental obra Principia, estableciendo las leyes de la gravitación y la mecánica, y convirtiendo, sin darse cuenta de ello, la disposición de nuestro sistema solar y del universo en su conjunto, en una realidad de una austera belleza de la que no se ocupaba sino la física y las matemáticas. Fue, desde todos los puntos de vista, una época extraordinaria en la historia humana.

Antony Van Leeu-Wenhoek nació en este mundo en rápida transformación en la ciudad de Delft en el año 1632. Los primeros años de su vida fueron relativamente comunes. Solo tuvo una educación elemental. En su juventud se estableció rápidamente como comerciante, y tuvo mucho éxito como tratante de telas de lino y lana. También fue una persona intelectualmente inquieta y curiosa, que se describía a sí misma como “ansiosa de conocimientos,” una característica que daría como resultado un voluminoso legado de observaciones y escritos acerca de su gran pasión, el microcosmos.

En algún momento del año 1665 Van Leeu-Wenhoek se topó con la gran obra Micrographia, del científico inglés Robert Hooke. Micrographia fue un auténtico fenómeno: la primera publicación importante de la joven Royal Society en Inglaterra, el primer libro de ciencia que fue un éxito de ventas, y una cornucopia de las ilustraciones más fabulosamente detalladas de las texturas ampliadas de insectos, minerales, plumas de aves y plantas. Era un atlas del mundo visto a través de un nuevo conjunto de ojos, los del microscopio.

Este nuevo arte de magnificar objetos utilizando una serie de lentes había empezado no mucho antes, a finales del siglo XVI. El microscopio compuesto permitió al inteligente y agudo Hooke realizar sus magníficos dibujos de aquellas cosas increíbles que estaban directamente ante las narices de todos. Pero incluso los mejores microscopios de Hooke solo conseguían factores de ampliación de entre 10 y 50 veces. ¿Qué habría a mayores profundidades? Para Van Leeu-Wenhoek el misterio era imposible de resistir y por ello se propuso aprender a construir el instrumento óptico necesario para poder echar él mismo un vistazo a aquel territorio inexplorado.

De qué modo construyó Van Leeu-Wenhoek sus microscopios sigue siendo un tanto misterioso hasta hoy mismo. Era increíblemente reservado y drástico y se encerraba en su casa a trabajar como una hormiguita. Pero a partir de los instrumentos que legó a la Royal Society y de los testimonios de quienes le visitaban, sabemos que su principal habilidad consistía en confeccionar unas diminutas lentes de cristal perfectas, probablemente fundiendo fibras de vidrio y amalgamándolas. Luego montaba esas lentes esféricas de una longitud focal de apenas un par de milímetros en unas pequeñas platinas de latón con unos brazos atornillados que situaban las muestras directamente debajo de las lentes. De este modo consiguió unas ampliaciones asombrosas, posiblemente de hasta quinientas veces en el mejor de los casos.

No construyó solo un microscopio, ni siquiera unos cuantos. En un arrebato de innovación notablemente moderno, construyó más de doscientos. De hecho parece que casi construyó un microscopio diferente para cada cosa que quería estudiar; un instrumento personalizado en cada caso. Y así fue como unos años más tarde, un día de setiembre de 1654, aquel comerciante de paños se dispuso a poner una profética gota de agua debajo de una lente montada en una plataforma construida especialmente para ello.

El talento innato de Van Leeu-Wenhoek para crear instrumentos ópticos no le llevó al espacio exterior, sino a un cosmos microscópico en lo que fue tal vez un viaje igual de asombroso. En aquellas gotas de agua descubrió unos tipos desconocidos de organismos vivos, ocultos a la indiscreta mirada humana por el solo hecho de ser demasiado pequeños para ser percibidos a simple vista. También se dio cuenta rápidamente de que si aquellas diminutas formas de vida podían estar en una gota de agua, también podían estar en cualquier parte, y por ello amplió sus investigaciones a otros ámbitos.

Entre estos estaban los fascinantes aunque raramente apreciados recovecos de la boca humana y la pegajosa mezcla de saliva y sarro que estropea nuestros dientes. Colocando estas muestras bajo sus lentes, Van Leeu-Wenhoek encontró una diversidad aún mayor: docenas, cientos, miles de “animálculos” aún más pequeños nadando en aquellos más bien repulsivos océanos. Aquellos variados y activos organismos ofrecieron por primera vez al ojo humano la visión de las bacterias, los organismos unicelulares que hoy sabemos representan la mayor parte de la vida en nuestro planeta, superando a cualquier otra especie por su número y su diversidad, igual que han hecho desde hace tres o cuatro mil millones de años.

A menudo me pregunto qué debió de pensar Van Leeu-Wenhoek al encontrarse con aquella populosa población de animálculos. No cabe duda de que se quedó asombrado –sus notas y escritos expresan la satisfacción que le produjo poder desvelar una realidad hasta entonces invisible para todos–, y se pasó el resto de su vida examinando y registrando cada vez más especímenes y muestras. Pero ¿se preguntó alguna vez si alguna de aquellas desasosegadas y bulliciosas criaturas le estaba mirando a él? ¿Se preguntó si los ocupantes de una de aquellas gotas de agua se estarían preguntando a su vez si ellos mismos eran el centro del universo, si estarían tratando de deducir la mecánica de sus propios cielos, que incluía, obviamente, aquel gigantesco ojo que los estaba contemplando?

No hay nada que sugiera que Van Leeu-Wenhoek pensase esas cosas. Descubrimientos como el suyo provocaban mucho entusiasmo. Pero nada indica que Van Leeu-Wenhoek, o cualquiera de sus contemporáneos, se parase ni por un momento a reflexionar sobre un posible significado cósmico. Me resulta prácticamente inconcebible que nadie saliese corriendo a la calle anunciando la buena nueva: “¡No estamos solos! ¡Todo está lleno de pequeñas criaturas!” Pero no parece que la gente sintiese que su lugar en el universo hubiese experimentado un cambio sísmico con el descubrimiento de aquel mundo microscópico, aunque revelase la existencia de una capa de la realidad que no nos incluía a nosotros.

Para ser justos, esto era en parte debido a que todavía no podíamos apreciar la relación existente entre la vida microbiana y la nuestra. Pasarían otros doscientos años, hasta mediados del siglo XIX, para que la idea de que las bacterias podían causar enfermedades fuese formalmente reconocida. Y pasaría otro siglo más antes de que nos diésemos cuenta de que estos ciudadanos del microcosmos forman parte de nuestra propia composición fundamental, pululando como pululan por nuestros intestinos en unas cantidades que se cuentan por cientos de billones, y estando como están íntimamente conectados a nuestro bienestar fisiológico. E incluso ahora, en pleno siglo XXI, estamos solamente empezando a entender esta notable simbiosis.

En el siglo XVII, el vasto submundo de los animálculos de Van Leeu-Wenhoek fue aceptado como un hecho interesante, pero fue considerado básicamente irrelevante en lo relativo a nuestra propia importancia cósmica. Este estrecho punto de vista no era solo un producto de la época. Era el reflejo de una tendencia tan profundamente arraigada en la extraña y poderosa psique humana, que por fuerza tiene que estar relacionada con lo más fundamental de nuestra historia evolutiva y con nuestro instinto de supervivencia. Es un tipo de comportamiento que todavía hoy nos caracteriza: una tendencia a dar automáticamente por supuesto que somos más importantes que cualquier otra cosa, independientemente de las pruebas en contra que nos coloquen delante de los ojos.

Las culturas varían, por supuesto, con diferentes grados de respeto por nuestro entorno natural y por los seres con los que compartimos el mundo, pero la mayoría de nosotros da por sentada nuestra importancia global, y no parece preocuparse de nuestra posible irrelevancia. Esta actitud solipsista aflora una y otra vez, pese a nuestro insaciable deseo de saber cómo es que existimos y por qué. Tal vez intuimos que estas cuestiones abren la puerta a un escenario que nos sitúa entre la prescindible e irrelevante paja del paso del tiempo cósmico. El ejemplo más crítico de ello es el llamado “principio copernicano”, según el cual es el Sol, y no la Tierra, el que ocupa el centro de los cielos, y que la Tierra, además de girar sobre su propio eje, da vueltas, como los demás planetas, alrededor de este lucero abrasador. Es un punto de vista que afirma que nosotros no somos el centro de la existencia; que no somos en absoluto “especiales”; que, en realidad, somos absolutamente vulgares

De hecho, en los últimos quinientos años de ciencia, el cáliz de nuestra relevancia ha recibido más sacudidas que en ningún otro período de la historia humana conocida. Las revoluciones que se han sucedido en la óptica, la astronomía, la biología, la química y la física modernas ponen de manifiesto que solo habitamos una pequeña parte de la naturaleza; que nuestra conciencia normal del mundo no reside ni en lo microscópico ni en lo cósmico, sino en lo que podríamos considerar los estrechos límites de la zona fronteriza intermedia. Y ahora, en el siglo XXI, nos encontramos en el vértice del que puede ser el más definitivo y perturbador de los acontecimientos: la posibilidad real de descubrir que hay vida en alguna parte, más allá de los confines del planeta Tierra. Podríamos encontrarnos con que, después de todo, solo somos como los animálculos en una gota de agua en el lago de Delft: un mundo ocupado entre miles de millones de otros mundos. O que somos tan buenos como solos estamos en el cosmos: un diminuto enjambre en una grieta de una boca incomprensiblemente enorme de espacio-tiempo en expansión.

Y lo que es aún más sorprendente, ahora tenemos motivos para creer que estos posibles resultados también pueden estar relacionados con una posibilidad aún más profunda: la de que nuestro universo sea simplemente un caso más de una serie casi infinita de universos surgidos de las características más fundamentales del vacío. Algunas de estas ideas son positivamente sobrecogedoras y evocan precisamente el mismo tipo de vertiginoso sentimiento que debió de experimentar Van Leeu-Wenhoek al penetrar por vez primera con su mirada en el mundo microscópico.

La mayor parte de este libro trata de cómo podemos llegar a contestar estas preguntas; de cómo nuestra búsqueda para entender cuál es nuestra relevancia cósmica está haciendo progresos prácticos que ponen en entredicho tantas ideas preconcebidas y tantas presunciones. Argumentaré que ya estamos en condiciones de sacar algunas conclusiones, y presentaré una propuesta de cómo podemos llevar nuestro conocimiento de la vida en el cosmos más allá de su estado actual, hasta un nuevo nivel de comprensión.

Para llegar al quid de la cuestión hemos de proceder a una meticulosa disección de uno de los grandes principios que han sido formulados en el campo de la ciencia y la filosofía. Las raíces de esta idea son modestas; se encuentran ni más ni menos que en nuestra experiencia diaria –y nocturna– del cielo que se extiende por encima de nuestras cabezas.

Veremos que la realidad descentralizada que propuso Copérnico era lógicamente persuasiva porque contribuía a explicar con detalle los movimientos del Sol, la Luna y los planetas en el cielo. Y llevaba a cabo esta explicación de una manera más directa y elegante que las teorías precedentes. Pero para muchas personas de su tiempo, era un concepto horrible. Además de ser teológicamente poco atractivo porque sugería que no éramos tan importantes como creíamos, algunos aspectos de la idea también eran científicamente desagradables: representaban un reto al núcleo mismo del pensamiento analítico dominante acerca de la mecánica del cosmos.

Con el tiempo, hemos llevado esta descentralización aún más lejos, y ahora consideramos a cualquier teoría científica que dependa de un origen especial o de un punto de vista único como inherentemente imperfecta. Esto es sumamente prudente. Si estas generalizaciones no fueran verdaderas, las leyes de la física que son aplicables aquí, no lo serían en el otro extremo de la ciudad, una posibilidad que contradice todo lo que sabemos. Sin embargo, como argumentaré, puede que el principio copernicano haya llegado al final de su utilidad como guía omnicomprensiva a determinadas cuestiones científicas.

Efectivamente, si bien no podemos estar en el centro de lo que ahora sabemos que es un universo sin centro, parece que ocupamos en él un lugar muy interesante: en el tiempo, en el espacio y en escala. Se han formulado ciertamente diversos argumentos en este sentido anteriormente, y de algún modo han culminado en la hipótesis de que la Tierra es excepcionalmente “rara,” especialmente por lo que respecta al desarrollo de vida tecnológicamente inteligente. Esta conclusión es extrema, sin embargo, y no creo que su validez esté convincentemente establecida. Mostraré por qué.

De todos modos, los detalles concretos de nuestra circunstancia –nuestro lugar entre lo microscópico y lo cósmico, en un planeta rocoso que gira en torno a una estrella de una determinada edad– condicionan ciertamente la forma en que hacemos inferencias respecto a la naturaleza, y la forma en que buscamos otras formas de vida en el universo. Los detalles concretos de nuestra propia “dirección” cósmica también proporcionan unas pistas vitales. Yendo aún más lejos, argumentaré que para hacer un progreso científico genuino en la determinación de nuestro estatus cósmico, hemos de encontrar la forma de ver más allá de nuestra medianía. Presentaré una forma de hacerlo.

La búsqueda para encontrar nuestra relevancia cósmica, para resolver el conflicto entre nuestra medianía copernicana y nuestra singularidad, nos llevará desde la historia más profunda de la Tierra hasta su futuro más lejano, a los sistemas planetarios de nuestra galaxia, y desde el gran universo de la astronomía al universo microscópico de la biología. También nos llevará a la vanguardia de la investigación científica de nuestros orígenes cósmicos, una exploración que se lleva a cabo gracias a una prodigiosa destreza matemática y a una ingeniosa observación de la naturaleza. Y también nos llevará a un examen decidido de las circunstancias específicas en que nos encontramos, o sea, de nuestro lugar en el cosmos.

 

Prólogo del libro de Caleb Scharf, El complejo de Copérnico

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