
Foto de portada: Millán Astray sale del cuartel general de Franco en 1936
La diversidad de experiencias políticas y culturales que convergieron en el 18 de julio no resta a esta fecha su carácter unitario, como precipitante y aglutinador de un fascismo tan heterogéneo y funcional como el que se desarrolló en las experiencias similares del continente. La guerra civil fue el proceso constituyente del fascismo español en un sentido fundamental: la asunción de un marco de violencia generalizada que no se destinaba solo a la represión de los adversarios, sino a la construcción de una comunidad nacional definida por la exclusión radical de los vencidos, tanto en sus personas concretas como en lo que su experiencia política individual y colectiva representaban.
El fascismo español no fue exclusivamente el predecesor, organizado en Falange de las JONS, de un movimiento nacional más amplio, que tomaría cuerpo en el decreto de unificación de 1937. Fue el resultado de la llegada masiva de la extrema derecha española al episodio de la contienda, a sus condiciones de radicalización de proyectos, de asunción de esquemas totalitarios, de realización de prácticas inéditas de control de masas, de disciplina militar en el propio bando y de liquidación violenta del campo adversario; a sus condiciones, sobre todo, de sincretismo político, de fusión y no mera coordinación de experiencias partidistas, que incluyó a quienes habían militado en una u otra organización y, de forma masiva, a quienes se incorporaban directamente al movimiento unificado.
La especificidad del fascismo español sólo puede explicarse por la experiencia de la guerra civil, trauma generacional y ocasión impecable para que la constitución política unitaria del bando que iba a vencer se convirtiera en una oportunidad y en una obligación. Una tendencia congruente con la extrema popularidad del fascismo en la derecha radical europea del momento, a su percepción como solución unificadora de las “fuerzas nacionales”, pero también como solución a la dispersión en que se habían encontrado estos sectores durante la Segunda República. Aquella dispersión había de servir para agudizar el sentimiento de indefensión en que se encontraban los valores que representaban. Aunque resulte paradójico, de esta dispersión inicial había de surgir el reforzamiento del proceso unitario, la radicalidad del proceso de integración disciplinada de los diversos sectores de la extrema derecha, en una dinámica que aceleró y dispuso las condiciones concretas de su fascistización.
Si podemos establecer como terreno de debate legítimo la naturaleza del régimen, no creo que pueda considerarse la percepción por los contemporáneos de que se integraban, de pleno derecho, en un movimiento fascista que podía recibir en su seno a quienes lo comprendían como la realización final de las diversas trayectorias de la extrema derecha española. Ese rasgo de unidad había de ser destacado, al plantear la identificación entre lo militar y lo civil en el 18 de julio por Juan Beneyto:
Ser militar es reaccionar sintiéndose parte de una unidad histórica, ligarse a un Destino. Por eso el pueblo se hizo milicia el 18 de julio, y sólo haciéndose milicia ha conseguido volver a ser pueblo. Ya no hay masas amorfas que se agiten con procedimientos electorales. Hay un pueblo: el viejo y eterno pueblo de España, constituido en comunidad nacional por obra de un Caudillo frente a una tarea. Vibra en una estructura social que refleja a la Patria y dispone de un Estado, no como dominador ni leviatán, sino como instrumento dirigido a servir conceptos y órdenes de valores patrióticos. El hombre militar vuelve a ser hombre civil precisamente por haber sido militar. En un país de productores y de defensores, en una organización de combatientes que luchen en todas las vanguardias y en todas las retaguardias, el Caudillo que ha dirigido las jornadas de la guerra es quien da cauce a los esfuerzos y fatigas de la paz: el único Caudillo de España, Franco. Ahora en la paz, como en la guerra ayer.1
Las divergencias ideológicas entre los integrantes del bando vencedor no fueron un elemento que pueda descartarse como un simple fenómeno cultural sin interés en la organización del poder político que empezó a dibujarse en la contienda. Sin embargo, no es este factor el que puede caracterizar el caso español frente a otros, sino precisamente el grado de cohesión logrado por la virulencia de la experiencia bélica, por la radicalidad de sus delimitaciones y la potencia de sus criterios unitarios.

Joan García Oliver junto a Buenaventura Durruti y otros compañeros anarquistas celebran el éxito de la CNT-FAI en el aplastamiento del golpe de Estado fascista en Barcelona del 17, 18 y 19 de julio de 1936.
He expuesto ya en otros lugares una línea de interpretación que puede ofrecer tal perspectiva comparada, en especial en lo que se refiere al nacionalsocialismo alemán.2 Sin embargo, cabe reiterar la necesidad de fijar, en un espacio más amplio que el de los debates de elite, cuáles eran los factores de fusión de un movimiento social, cuyas sutilezas no habrían de llegar a instalarse en los combatientes, en los que primaba un horizonte de unidad convertido en mito movilizador. A ello se sumaba el esfuerzo de comunicación intensa entre los diversos sectores de la extrema derecha del periodo republicano, que habrían de incrementar su definición católica o su integración en el fascismo como factores complementarios en la justificación del combate.
La adhesión generalizada a unos principios generales, congruentes con la crisis social y la devastación de la identidad liberal o “democristiana” burguesas, se produjo en un crecimiento heterogéneo de todas las experiencias fascistas. Su característica fue, precisamente, generar una dinámica de aglutinación entre quienes fueron abandonando posiciones políticas previas para instalarse en el territorio de una “revolución nacional”. Las experiencias diversas de las que se procedía pervivieron en la diversidad interna del movimiento, tanto entre los dirigentes como en la amplia base militante de la que disponían, por no hablar del consenso logrado más allá de las fronteras escuetas de la organización política, a través de los espacios de sociabilidad creados por el régimen, donde la subordinación, simpatía o neutralización cultural ejercida por el fascismo se vivía de manera heterogénea.
No creo que las discrepancias expliquen la naturaleza de ninguna de estas experiencias políticas: lo que verdaderamente permite comprenderlas es definir qué funcionalidad tenían en el desarrollo del fascismo, al ser factores no antagónicos, sino áreas complementarias que permitían obtener la cohesión social y cumplir con la ambición totalizadora del régimen. La auténtica unificación debía dotarse de espacios de discrepancia que se daban en el interior del partido, donde podemos llegar a observar proyectos distintos incluso en su análisis meramente ideológico –sin ir más lejos, lo que podía diferenciar el elitismo racial de Himmler o Rosenberg de la tecnocracia propuesta por Todt o Speer, o de los sistemas de integración popular generados por los gestores del Frente Alemán del Trabajo–. En todos ellos, resulta indispensable comprender el propio periodo constituyente, ajustado a ritmos distintos, pero siempre diferente a un mero reclutamiento de masas por un partido originario.
Esencial en la obtención de la identidad del 18 de julio había de ser la reflexión sobre la historia. Si cualquier revolución necesita construir una tradición que la justifique en una interpretación del pasado interrumpido por su acceso, el fascismo español precisaba con especial urgencia de este proceso de legitimación, al presentarse como recuperación de una España eterna que podía actualizarse en las condiciones políticas del siglo XX.
A la decadencia española provocada por la derrota de la monarquía universal, debía responderse con la reivindicación de la razón histórica de aquella comunidad católica e imperial, sometida por poderes extranjeros de mayor potencia, cuyo triunfo había provocado el desorden espiritual de la civilización y la caída de España en la pérdida de su identidad y el cautiverio de imitaciones ideológicas. Este factor podía dar respuesta a los interrogantes sobre las características culturales del nuevo régimen que se planteaban durante la guerra y en la posguerra inmediata sus intelectuales, porque el rescate de España había sido un factor indispensable de cohesión en sus propósitos.

Despedida de las Brigadas Internacionales (foto de Robert Capa, 1938)
Sin embargo, también había de ser el escenario de un debate, que hemos visto realizarse ya en la búsqueda de magisterios en los cincuenta años anteriores a la guerra civil, y que se plantearía en torno a la idea de modernidad: condenable para unos en su conjunto, salvada para otros como modernidad católica, contrarreformista, históricamente recuperada y actualizada por la revolución nacional.
La reflexión histórica, realizada fuera y dentro de los espacios académicos, planteada como ensayo o como investigación, resultaba indispensable para el régimen y es muestra de su capacidad de establecer el tipo de complicidad cultural que se estableció entre herederos de tradiciones intelectuales distintas, pero que habían confluido en el esfuerzo de denostar la democracia y en la decisión de derribarla por las armas. La multitud de trabajos dedicados a los problemas políticos de los siglos XVI y XVII que se publicaron en la década de los cuarenta nos da cuenta de un espacio de reivindicación imperial que desbordaba la retórica, para tener una funcionalidad indispensable para el régimen.
Los estudios sobre el periodo imperial permitieron que la reivindicación falangista no se atuviera –aunque formara parte crucial de ella– a la expansión territorial solicitada en textos como Reivindicaciones de España o el que, publicado también en la Revista de Estudios Políticos por García Valdecasas, había de servirle de prólogo.3 La España imperial en su perspectiva histórica se presentaba como modelo de gran potencia y como salvaguarda de aquella doctrina que legitimaba la hegemonía española: el catolicismo. La lucha por la preservación de la España eterna no podía ser más que la que se había manifestado en la etapa de Isabel y Fernando, en los Austrias mayores y en la derrota del siglo XVII.
El catolicismo había pasado a ser elemento integral del falangismo y su españolidad esencial –base de la universalidad hispánica– había fijado el carácter del movimiento. Los principios de unidad de la patria, de justicia social, de comunidad jerárquica, de actitud de servicio, de negación del liberalismo y del socialismo se plasmaron históricamente en un molde fascista con el que tenían congruencia política. Los conflictos que pudieron derivarse de ello en las áreas de autoridad de los dos componentes no fueron aceptados como inevitables por quienes, desde las asociaciones católicas o desde el partido –o desde ambos lugares al mismo tiempo– señalaban la síntesis establecida por el falangismo como forma cristiana de organización de la comunidad.
A diferencia de la experiencia fascista de otras naciones, el catolicismo servía como un factor de identificación de una España que había combatido en nombre de la fe contra los enemigos del cristianismo, especialmente cuando la Reforma escindió a los monarcas y pueblos europeos. Tal factor identificador permite comprender la adhesión al falangismo y al catolicismo de forma simultánea a partir de la guerra civil, presentándose el primero como un instrumento más eficaz que cualquier otro para mantener esa línea de salvación. La sacralización de la patria pudo ser realizada por los laicos, pero no tuvo nunca un carácter distinto al de la identificación entre la nación y el catolicismo, puesto que el movimiento y el régimen habían de ofrecer una consagración de la España martirizada en la contienda, redimida por la sangre de los caídos en combate por una revolución nacional inseparable de la restauración católica.
El valor histórico del catolicismo que había defendido Ledesma Ramos como impulso de la España imperial en Discurso a las juventudes de España ya había pasado, en el momento en que se desarrolló Falange como movimiento de masas, a identificarse con la reivindicación del futuro de los españoles, con el estilo de vida que se requería de ellos, con su aceptación de un orden moral o con su adhesión a las instituciones del régimen que se generaba en la guerra civil.
Este último elemento podía demostrarse en la primera de las Leyes Fundamentales, el Fuero del Trabajo, promulgado como renovación de “la tradición Católica de Justicia Social y alto sentido humano que informó nuestra legislación del Imperio” –factor que destacarían los numerosos trabajos dedicados a establecer la vinculación entre sus principios y el catolicismo, así como la eficacia del nuevo régimen para aplicar los principios de la doctrina social de la Iglesia–.

Grupo de jóvenes realizando el saludo fascista en Irún el 13 de noviembre de 1936
Exacta formulación de identidad católica del Nuevo Estado, sin contradicción alguna con los principios del nacionalsindicalismo –incluyendo su concepción totalitaria– habrían de plantear los teóricos iniciales del régimen, como Legaz Lacambra, aun cuando su formulación dejara en pie posibles conflictos en el control de áreas de sociabilidad, afirmando que “nuestra teología política es teología católica”4. Si esta afirmación radicalizaba, en un sentido de absorción de lo católico por el Estado, las que había expuesto el propio Legaz en la revista Jerarquía, y que habría de reiterar en la misma publicación Laín Entralgo, en sendas adaptaciones del personalismo y del existencialismo cristianos, Juan Beneyto detallaba la recuperación de las ceremonias religiosas propias de un régimen en el que gobernaba el nuevo partido, ya que “la Falange es católica y, siendo católica nuestra tradición, no podía dejar de serlo el nuevo Estado.”5
El marqués de la Eliseda, que había justificado su salida de Falange por considerar que el fascismo era un movimiento católico cuya integridad no parecía recogerse suficientemente en los puntos fundacionales, aseguró poco después de acabar la guerra que esta inserción había sido característica fundamental del Movimiento. Años después de acabarse la contienda, Laín comentaba el libro de Corts Grau Motivos de la España eterna afirmando lo inexplicable del ser nacional fuera de la teología.
El catolicismo había de desempeñar, con todo, otra función en los años en que se produjera la primera adaptación del régimen a las condiciones de la posguerra y a la coincidencia a la derrota del fascismo europeo. Podía presentarse como la opción de recambio en la continuidad, haciendo de la sustancia católica del Nuevo Estado la demostración de su especificidad, de la creación de un orden cristiano centrado en la defensa del individuo en una organización comunitaria de la verdadera libertad.
La reflexión acerca de temas como el maquiavelismo, la razón de Estado y el bien común como legitimación de la autoridad se ilustrarían con el rescate de la propia tradición contrarreformista española. Con ello, la intensa labor de recuperación de la historia política española de los siglos XVI y XVII ofrecía un tema al que se ha prestado mucha menos atención posteriormente: la crisis de la modernidad tras la catástrofe de los años de entreguerras, culminada en el triunfo del débil liberalismo y del amenazador comunismo soviético.
La actualidad del régimen español podía presentarse como una salida para la civilización cristiana amenazada, atenta ahora a las razones que asistían a España desde la derrota imperial hasta la victoria franquista. El notable impulso para hacer de España una reserva alternativa de verdadera democracia y una zona de custodia de la redención espiritual de occidente inspiró tanto a teóricos del Nuevo Estado, instalados en el Instituto de Estudios Políticos y en las cátedras de diversas ramas del derecho o historia del pensamiento político –como era el caso de Corts Grau, de Juan Beneyto, de Manuel Fraga Iribarne, de Legaz Lacambra, de Francisco Javier Conde, de Ignacio María de Lojendio, de Luis Díez del Corral, de José Antonio Maravall, entre tantos otros–, para articular una doctrina que llegara a plantearse el catolicismo como superación de las doctrinas contingentes del periodo de entreguerras.
La recuperación del ser histórico de España y del perfil trascendente de la España eterna vinculados por el 18 de julio había de ser compartido, con matices indiscutibles, por todos los componentes del Movimiento Nacional. El inicio de la guerra civil era el de la reinstauración española de acuerdo con las necesidades del siglo XX. Este iba a ser el marco de la reflexión en que la percepción del destino de los españoles había de encontrarse en la lealtad a sus realizaciones históricas, el campo en que podrían desarrollarse los debates sobre la interpretación de los objetivos del 18 de julio, sobre la función del catolicismo, el papel del Estado y la modernidad del nuevo régimen.
“Queremos en nuestros cursos hacer de la historia como una buena y sana incorporación a nosotros, como una conciencia de nuestra sangre.” Para Antonio Tovar, de ello trataba averiguar la “historia como sentido” y no como mera estudio erudito, apartado de las condiciones políticas que exigían su presencia como inspiración vital. Estas palabras se incluían en una recopilación de trabajos que desembocaban en un extenso repaso a la historia de España que no tenía desperdicio ni en la forma ni en el fondo, y en el que miembros de la Sección Femenina de Barcelona podían escuchar, en el verano de 1939, la encendida defensa de la Contrarreforma, la bondad liberadora de la Inquisición y la inquebrantable unión del destino de España y de la Falange a aquel catolicismo que los Austrias defendieron con más convicción que los pontífices. Para escuchar, además, la necesidad de volver, para completar la historia aplazada por la derrota en el siglo XVII que daba sentido al 18 de julio, lo que no podía identificarse con una anacrónica reiteración6.
Notas
- Beneyto, Genio y figura del Movimiento. Madrid, Afrodisio Aguado, 1940, pp. 10-11.
- F. Gallego, “Fascismo, antifascismo…”; id., “La realidad y el deseo. Ramiro Ledesma Ramos en la genealogía del franquismo”, en F. Gallego y F. Morente (eds.), Fascismo en España. Ensayos sobre los orígenes sociales y culturales del franquismo. Barcelona, El Viejo Topo, pp. 253-447. También puede verse este planteamiento en el análisis de la estrategia nacionalsocialista alemana realizada en De Munich a Auschwitz. Una historia del nazismo, 1919-1945. Barcelona, Plaza y Janés, 2001, y el examen de la heterogeneidad y cohesión del movimiento y el régimen nazi en Todos los hombres del Führer. La elite del nacionalsocialismo, 1919-1945. Madrid, Debate, 2006.
- J. M. de Areilza y F.M. Castiella, Reivindicaciones de España. Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1941. A. García Valdecasas, “Política exterior”, Revista de Estudios Políticos, 1 (1941), pp. 7-16.
- L. Legaz Lacambra, Introducción a la teoría del Estado Nacionalsindicalista. Barcelona, Bosch, 1940, p. 116.
- J. Beneyto, El Nuevo Estado español. El régimen nacional sindicalista ante la tradición y los demás sistemas totalitarios. Madrid, Biblioteca Nueva, 1939, p. 260.
- A. Tovar, El Imperio de España. Madrid, Afrodisio Aguado, 1941 (4ª).
Fragmento de la contribución de Ferran Gallego Construyendo el pasado. La identidad del 18 de julio en el libro Rebeldes y reaccionarios. Intelectuales, fascismo y derecha radical en Europa