Don Ramón comparece. La barba, la capa, los quevedos…
Una visión de azufre. Trae el aire jocundo de los esqueletos que disfrutan permiso para salir de noche… La noche: aquí, en el café, en la calle de Alcalá, centro de las cosquillas españolas, la calle por donde, eternamente, “suben y bajan” los eternos andaluces de nuestro eterno cante jondo…
En este carnaval del café —España a la luz del esperpento es casi toda café— se sienta por derecho propio don Ramón del Valle-Inclán: “Primer premio trágico de máscaras a pie…”.
—Zeñores: voy a hacer de profeta —dice.
La Sibila de Cumas ya tiene marido. A mí sólo me toca apuntar.
Futuro político
Don Ramón se monda el pecho de una tos de noviembre, y dogmatiza sobre la piel de toro:
—Se dibuja en el horizonte nacional la visión inherente al momento en que funcione la Constitución.
(Hasta aquí su palabra es suave. Y de pronto, don Ramón, apocalíptico, retumba):
—Y es absurdo, ridículamente absurdo, que alguien haya pensado en una solución socialista. Pero “ezo”, ¿qué “ez”? Y en ese círculo vicioso del absurdo, es más absurdo aún que se piense en un gobierno Largo Caballero. ¡Sería el colmo! Aparte las virtudes que adornen a Largo Caballero, no es posible olvidar que Largo Caballero actúa y actuará —ello es indivisible en su persona— como secretario de la UGT. Se da a los Sindicatos Únicos una política de excepción, cuando lo oportuno, al bien de la República, fuera todo lo contrario.
Como se decía en los tiempos de Carlos V, “ínterin” no se logra esto, en España no habrá sosiego. ¡Los socialistas!… Conviene advertir que el partido socialista se llama Partido Socialista Obrero. ¡No hay que olvidarlo! Y no hay que olvidarlo porque el tal partido representa una casta; una casta lo mismo de odiosa que la casta eclesiástica o la militar.
No me explico, no me explico, la verdad, cómo El Sol ha publicado una información donde, si no se defendía, se señalaba sin repulsa un gabinete Largo Caballero.
¡Están ustedes locos! Si “ezo”, “ezo es” lo que hay que evitar precisamente… ¡Sería una afrenta!
Don Ramón se recrea en la pausa, y sigue:
—Lo que más me indigna es esa pobre gente que se vanagloria del título de obrero intelectual. No comprendo… ¿Qué es eso? Ahora ruedan por ahí tres tópicos horribles: el feminismo, el obrerismo y el americanismo. A mí me subleva la sangre
cuando oigo lo de “obrero intelectual”. ¡Qué cosas! El intelectual no puede ser obrero. A no ser que sea un faquín a sueldo de un periódico o de una editora. El intelectual crea. El obrero sirve a la creación del otro. Son tan dispares los conceptos de creación y de ejecución, que no hay modo de unirlos. ¡Pero si la Santísima Trinidad explica esto claramente!
Dios, el Padre Eterno, no es un obrero. Hace el mundo en seis días sin atenerse a la jornada legal de ocho horas. Es decir, crea. Y crea una obra como el mundo, que, aunque le parezca mal a Largo Caballero, no es del todo una birria. Dios es, por tanto, un patrono, no un obrero. Y si a lo sumo se puede decir que Dios es un obrero, hay que reconocer que es un obrero que a los seis días se va del trabajo, se cansa, y se convierte en un rentista. Del Hijo tampoco se puede decir que fuera obrero, ya que abandonó el trabajo manual a tiempo, la garlopa de José. Y en cuanto a lo que es Supremo en el concepto de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo, ¿qué le voy a decir? La paloma extática, para mantener su sello mítico, no ha volado nunca.
—Y este momento, don Ramón, ¿lo ve turbio o claro?
—Hay, indudablemente, una crisis del régimen parlamentario. Reconozco que quien va a las Cortes no siente ante el espectáculo un gran efecto; pero, ¿se puede decir que las anteriores superaban a las actuales? No. Difícilmente, ni ayer, ni hoy, ni mañana, se reunirá una Cámara con menos vicios y más dones del Espíritu Santo que la de ahora. ¡Ya sé yo que no es un delicado paisaje! De la crisis del régimen parlamentario, yo puedo hablar mucho, porque tal como veo el Parlamento, sí que entra en la afición de toda mi vida: en la literatura.
Hay varios géneros literarios en ruina: la epopeya y la elocuencia. La política española fue siempre elocuente o no fue nada. ¡Claro que no fue nada! Y yo digo: Sin Homero no puede existir; Demóstenes; sin Virgilio, tampoco Cicerón.
Con el régimen parlamentario ha ocurrido siempre en España una cosa divertida. Mientras unos lo superaban, otros no habían llegado. En España, indiscutiblemente, este régimen es un postizo. Y de esto de los postizos sí que podría hablarse. Recuerdo ahora –dice don Ramón nostálgicamente–, algo que ocurrió en los días postreros de los Reyes Católicos, o en los iniciales de Carlos V. Se tradujeron al español dos obras de excelente adoctrinamiento espiritual, cuyas lecturas en muchos países hicieron santos, y donde no santos, varones sumamente perfectos: La Divina Caligo, de Taulero, y Los Ejercicios espirituales del Maestro, de Ekar (sic). Y bien… Estas obras en España engendraron degeneraciones, pecados oscuros del sexo. De ellas surgió un nuevo contagio: el de los “alumbrados”. La Inquisición se alarmó mucho; pero como los tales libros llevaban el imprimatur de Roma y la licencia de arzobispos y obispos numerosos, no se podían prohibir. Y la Inquisición, por suprimir su lectura, recogió uno a uno los ejemplares y los quemó, simplemente, por la consecuencia de la doctrina, como dicen los autos del Santo Oficio.
Algo de esto pasa hoy con los amasadores de la Constitución en sus afanes de copiar leyes extrañas.
—Entonces, don Ramón, ¿cómo cree usted que se arreglará el país?
—Hombre, con una Dictadura, Sí, Dictadura… En España hay que hacer la Revolución con la Dictadura. Se impone. Y no como la del pobre Primo, sino como la de Lenin. Cuando Carlos III quería adecentar Madrid, que era una letrina, justificaba los alborotos de la plebe con una frase: “Los pueblos lloran como los niños cuando se les quiere lavar el rostro”. La dignidad no se adquiere; se impone. Los pueblos esclavos la aceptan a latigazos. Quienes se hallan acostumbrados a estar de rodillas se les hace muy difícil ponerse en pie. Recuerdo que Borodin, cuando estuvo en Madrid, me confesaba: “Allí, en Rusia, somos un millón de eslavos y de blancos para cien millones de asiáticos. Y sólo a fuerza de latigazos podemos imponerles la dignidad a esa gente”. En España no hay otro recurso para imponer la dignidad a esa tropa confusa que unas veces se llama cavernícolas y otras agrarios.
¡Qué se puede decir de una pobre gente que aún siente amor al trono de Don Alfonso!
—¿Ve usted inmediata la dictadura? —pregunto al profeta. Y el profeta responde, majestuoso:
—Fatalmente ha de venir.
—¿Y existe el dictador o los dictadores en potencia?
—En las dictaduras –dice don Ramón–, los hombres no son necesarios, lo que manda es el concepto y no el hombre. Ahí está Roma. Primero, fue el Senado. Más tarde, el Imperio. Augusto fue un hombre cabal; pero Tiberio no lo fue tanto… Y después viene la teoría de los monstruos: Calígula, Nerón…
En España, es inevitable. Las derechas impondrán la dictadura de las izquierdas para hacer la revolución. Lo que es ingenuo es que un país se abra de capa y les dé Constitución y derechos iguales a todos.
—¿Y qué porvenir les asigna, don Ramón, a las mujeres en la nueva España?
—¡Pero hombre! ¡Qué cosas! ¡Las mujeres! A las pobres se les puede hacer únicamente la justicia de la conocida frase de Schopenhauer. ¡Y ahora ni siquiera tienen los cabellos largos!
En la presente civilización –sentencia, dogmático, Valle-Inclán– no tienen nada que hacer las mujeres.
—¿Y el pleito de los Estatutos?
—“Ezo” no tiene importancia. Hay que conceder todos los Estatutos que se pidan. ¡Si es un ensayo! ¡Qué más da!… Ocurre ahora que vemos politiquitos que se creen legisladores de la eternidad, y no saben los pobres que dentro de muy poco a su obra política se le aplicará esos versos que ruedan ahí sobre el Estatuto: “Aquí yace el Estatuto: nació y murió en un minuto”.
—Entonces, ¿cómo ve el problema del regionalismo?
—Con mi teoría de siempre: Hay que integrar el espíritu peninsular como fue concebido por los romanos. Es lo acertado. Dividir la Península en cuatro departamentos: Cantabria, Bética, Tarraconense y Lusitania. Esto, queramos o no, es así. En la Península sólo hay cuatro grandes ciudades: Bilbao, que es Cantabria; Barcelona, que es la Tarraconense; Sevilla, que es la Bética; y Lisboa, que es la Lusitania. Cada gran ciudad a un mar: el Cantábrico, el Atlántico, el Mediterráneo.
Don Ramón se queda un minuto silencioso; sin duda porque no halla el mar de Sevilla, y porque el Guadalquivir no le parece todo lo importante que pide el gran lienzo. Se recobra pronto, y con esa gran facilidad que tiene para urdir fantasías, repite la anterior enunciación:
—… el Cantábrico, el Atlántico, el Mediterráneo y… el mar Africano. ¡“Ezo”, el mar Africano! Dividida la Península en cuatro departamentos, podría hacerse una altísima confederación de mares, y por el Pacífico y Acapulco reanudar el gran comercio con el Extremo Oriente, a base de Filipinas. ¡Pero “zi” es lo eterno! Lo eterno es el pensamiento, la ética y la estética peninsulares. No entro en el debate de dialectos y lenguas aunque sí sé que lo único que mantiene entre los hombres la unidad es el verbo de comunicación.
—¿Y qué le ha parecido la solución del problema religioso?
—La natural, la que tenía que ser. ¡Si aquí todo es farsa! La religión, incluso. Ficción era lo de la Monarquía consustancial; ficción el Ejército, al que también se decía consustancial, y ficción el llamado problema religioso. Fue resuelto sin protestas considerables. Y las que ahora surgen son del todo grotescas.
A mí me “pazma” que tanto hablar de religión, y después, lo único que se defendía era el permiso para algunas procesiones; ¡pero sin gran pasión! Con la misma que se pone al defender las capeas. El divorcio tampoco tiene importancia. Es un hecho en todos los países, y natural que, separándose la Iglesia del Estado, sea éste quien regule las relaciones de vida entre hombre y mujer.
Anda ahora por ahí el bulo de una posible Iglesia nacional.
No creo que cuaje. Ha pasado el tiempo de las herejías, como ha pasado el tiempo de los santos.
—¿Cómo será la Dictadura que profetiza usted, don Ramón?
—Ha de tener todo o casi todo el ejemplo de Lenin, y nada de Mussolini. En el mundo han existido únicamente tres grandes revoluciones. Nada más que tres. Fueron a la par que grandes revolucionarios, tres grandes semitas: San Pablo, Mahoma y Lenin. ¡Aquí no faltan judíos! Yo espero que surja el semita prometido.
—¿Y cómo será el dictador?
Don Ramón se estremece la barba con un dedo y escoge el concepto:
—Ha de tener todas las virtudes inherentes a un político universal, sobre todo autoridad, energía, sentido histórico y la virtud del silencio. ¡Tiene que ser un taciturno!
—¡Hombre!, Lerroux —le digo.
—El mudo no es el taciturno —contesta don Ramón—.
Lerroux fue taciturno en el Congreso, y habló mucho en las provincias. La Dictadura la traerá o la creará un solo partido: el de la Dictadura.
La Dictadura sólo puede tener un partido, que es como no tener ninguno.
—¿Y qué le parece la actuación de los intelectuales en la política?
—Excelente. Toda la política ha de ser intelectual y realizada por intelectuales. El mal de nuestro país ha consistido en que su política no fue nunca intelectual. Ahí tiene el caso de Cánovas.
Cánovas es un gran tipo de político inteligente. Si frente a Cánovas los liberales hubieran tenido un intelectual, otros serían los destinos de España. Pero los capitaneaba ese hombre nefasto que se llamó Sagasta, todo sonrisas, simpatías, promesas, ambigüedades y horro de lecturas. La inteligencia es necesaria, es imprescindible en todas las faenas políticas.
Lo mismo que el carácter, aunque no tanto el carácter. A un político le van muy bien dotes de cultura histórica y política, y, digámoslo con amargura: necesita también su poco de cultura literaria.
Ahora a don Ramón le tiembla la barba de ira, y es como un modelo irritado de Miguel Ángel:
—Se avergüenza el ánimo —dice— al toparse con ese bodrio que han escrito los hombres que redactan la Constitución. ¡Y en un país que desde el rey Sabio posee el más noble lenguaje para las leyes que se ha conocido en el mundo! ¡Sonroja esta manera de escribir las leyes!
—¿Le interesa la política, don Ramón? Ya sé que después de todo lo que va dicho la pregunta no es muy lógica, pero sí conveniente.
—No me ha interesado nunca —responde Valle-Inclán, desdeñoso—. Cuando asisto a la Cámara, siento no ser diputado para decir las cosas oportunas en cada hora.
—¿Y cómo cree usted que anda de hombres la República, don Ramón?
—La revolución no tuvo nunca hombres. Es un absurdo decir que en España no hay hombres para la revolución. La revolución es vida, y, por tanto, crea lo que le hace falta. Aquí tenemos el ejemplo bien palmario de Azaña. Hace seis meses sólo le conocían los amigos. En un gobierno heterogéneo, colmado de conflictos interiores, supo afirmarse y erguirse con la máxima autoridad. Azaña tenía una preparación y muchas condiciones de genialidad. Yo no digo que en seis meses se crean los hombres que se necesitan; pero en un año o dos no hay duda de que España los contará por legiones. Lo que no se puede hacer es seguir pensando a lo Lerroux: en reincorporar a esos muertos putrefactos de Alba y de don Melquíades. Pero, ¿se ha creído Lerroux que en España se han agotado las matrices que suelen producir tal clase de esperpentos? Ya ve usted. En estos días ha salido una pareja que me parece perfecta: Ortega y Maura. No hay duda que la pareja es maravillosa, porque a la densidad del pensamiento de Ortega se le unen la indudable energía y resolución de Maura. Si se consigue fundirlos tan íntimamente como a los siameses que hace años recorrían las ferias y que se hicieron tan indisolubles que al querer separarlos por el bisturí murieron los dos, sería de un efecto prodigioso. ¡Ahí es nada: un Jano con dos cabezas!
Yo sé que don Ramón tiene soluciones para todo. En esta lonja de los cafés le he oído los más encontrados proyectos sobre las cuestiones más diversas, y como estoy seguro de que tiene solución para todo, le pregunto:
—¿Le preocupa la cuestión económica?
—¡Ya lo creo! Aunque eso de la peseta no tiene ninguna importancia. El mejor ministro de Hacienda será, a mi juicio, el que la hunda definitivamente. ¡Pero si aquí hasta la economía es también una farsa! Los que hilan algodón, seda o lino, antes el lino venía de Riga, ahora no sé de dónde lo traen, lo importan.
¡El hierro, de Bilbao!… Para producir hierro, naturalmente, es imprescindible el carbón en unas proporciones de dos toneladas de hierro por una de carbón. ¡Y también lo traen del extranjero!
Los que laboran papel, se surten de pasta del Norte. Aquí si se produce algo es azúcar, un azúcar que sabe a trapos. Y esto es lo único que nos importa, porque resultaría más barata traerla de Cuba. Como toda la economía nacional es una farsa, hay que hundirla. ¡Yo ya se lo dije a Prieto!… Pero él se empeña en salvarla, y así le va… Cuando la Hacienda española se haya hundido, entonces haremos una economía nacional racional.
Claro –sigue Valle-Inclán– que en España la revolución más urgente es convertir a los ricos en pobres. Los ricos en España no tuvieron nunca dignidad de ricos. Merecen ser mendigos.
A casi todos los accionistas del Banco, el único derecho que yo les reconozco es el de una plaza en un asilo. Yo soy en este punto tan radical, que daría todos los derechos pueriles que nos reconoce la Constitución por una ley que dijera simplemente: Artículo único: Queda anulada la ley de herencia.
—Y en la presidencia de la República, ¿ha pensado usted?
—Todo cuanto se ha hecho me parece mal. Lo digo sin ironías. Noto la falta de un vicepresidente primero, otro segundo y otro tercero. ¡Igual que en las Juntas de los Casinos! Esta teoría de sustitutos es necesaria por tres razones: la muerte, conviene pensar siempre en la muerte; después, por la renuncia de las vanidades. ¡Pensemos también en Wamba, que se marchó a un convento!
—¿Y eso de los jesuitas, don Ramón?
—¡Otro punto sin importancia! Los jesuitas cumplieron su destino. Es como la Orden del Temple, que acabó en la Edad Media. ¡Anda el mundo tan pobre de dinero!
Y ahora quien pregunta es don Ramón.
—¿Cree usted que hay bastantes profecías?
Yo le respondo,muy conmovido:
—Sí, don Ramón, creo que sí…■
(El Sol,Madrid, número 4.453, 20 de noviembre de 1931, p. 1 y 8).