Al conmemorar los 400 años de la muerte de William Shakespeare y Miguel de Cervantes Saavedra haríamos bien en recordar que, aunque se haya aceptado que los dos gigantes murieron el mismo día (el 23 de abril de 1616), en realidad no se trata exactamente de la misma fecha. En 1616 España utilizaba el calendario gregoriano, mientras que Inglaterra aún conservaba el calendario juliano, que iba 11 días por detrás del primero. De hecho, Inglaterra se aferró tanto al sistema juliano (estuvo vigente hasta 1752) que, cuando tuvo lugar el cambio, se dice que hubo manifestaciones en las calles con eslóganes que decían: “Devolvednos nuestros 11 días!”. Sea como fuere, uno sospecha que tanto la coincidencia de las fechas como la diferencia de calendarios habría deleitado las sensibilidades eruditas y bromistas de los dos padres de la literatura moderna.
No sabemos si el uno sabía del otro, pero los dos tenían mucho en común, empezando por lo poco que se sabe de ellos. Y es que los dos fueron hombres misteriosos: en los registros hay algunos años “perdidos” con respecto a sus biografías y, (aún más revelador) hay incluso documentos desaparecidos. Ninguno de los dos dejó demasiado material personal, y poco se sabe de cartas, diarios de trabajo, esbozos o proyectos abandonados. Sólo han quedado las descomunales y gigantescas obras completas. “El resto es silencio”. En consecuencia, los dos hombres han sido objeto de teorías estúpidas que buscan cuestionar la autoría de sus relatos. Una búsqueda rápida por Internet revela, por ejemplo, que Francis Bacon no solo habría escrito todas las obras de Shakespeare, sino que habría escrito también El Quijote. (Mi teoría lunática preferida sobre Shakespeare es la que asegura que sus obras no fueron escritas por él, sino por alguien con su mismo nombre). Y, por supuesto, no hay que olvidar que Cervantes se enfrentó, ya en vida, a Alonso Fernández de Avellaneda, de identidad aún desconocida y que publicó una secuela falsa de El Quijote, provocando que el mismo Cervantes escribiera una segunda parte real del conocido libro en la que los personajes son conscientes del plagio de Avellaneda, y hacen referencia a él con un enorme desprecio.
Con casi total seguridad, Shakespeare y Cervantes nunca se conocieron, pero, cuanto más de cerca miramos las páginas que dejaron escritas, más ecos resuenan en ellas. La primera idea que compartieron (y, en mi opinión, la más valiosa), es esa creencia de que una obra literaria no tiene porqué ser sólo cómica, o trágica, o romántica, o histórico-política. Que, bien concebida, una obra puede ser muchas cosas al mismo tiempo.
Si analizamos las escenas con las que empieza el primer acto de Hamlet, la primera es una historia de fantasmas. “¿No es esto algo más que fantasía?”, le pregunta Bernardo a Horacio y, por supuesto, la obra entera es mucho más que eso. La segunda escena nos muestra la intriga en la corte de Elsingor: El príncipe académico enfadado, y su madre, recientemente enviudada y casada con su tío (“¡Ah! ¡Delincuente precipitación! ¡Ir a ocupar con tal diligencia un lecho incestuoso”). En la tercera escena tenemos a Ofelia, explicándole a su padre, Polonio, lo que será el principio de una triste historia de amor: “Últimamente me ha declarado con mucha ternura su amor”.
Y a medida que avanza la obra, ésta entra en una especie de metamorfosis, convirtiéndose a veces en una historia de suicidio, otras en una de asesinatos, e incluso de conspiración política o tragedia de venganzas. Todo, incluyendo momentos cómicos e introduciendo una obra dentro de la misma obra. Contiene alguno de los mejores pasajes poéticos jamás escritos en lengua inglesa, y acaba con un melodramático baño de sangre. Esto es lo que hemos heredado del gran poeta los que hemos venido después: el saber que una pieza, una obra, puede serlo todo al mismo tiempo. La tradición francesa, por ejemplo (mucho más seria y austera), separa la tragedia (Racine) de la comedia (Molière). Shakespeare las mezcla y, gracias a él, nosotros también podemos.
En un ensayo muy conocido, el escritor checo Milan Kundera decía que la novela tiene dos grandes progenitores: el autor de Clarissa Samuel Richardson y el de Tristram Shandy Laurence Sterne, ya que ambas ficciones muestran la influencia de Cervantes. El tío de Sterne, Toby, y el cabo Trim están moldeados a imagen y semejanza del Quijote y Sancho Panza, mientras que el realismo de Richardson le debe mucho a la ridiculización que hace Cervantes de la absurda tradición literaria medieval cuyos delirios tienen esclavo a Don Quijote. En la obra maestra de Cervantes, así como en la obra de Shakespeare, las meteduras de pata coexisten con la nobleza, y el patetismo y la emoción conviven con la obscenidad y las groserías, culminando todo en ese momento infinitamente conmovedor en el que el mundo real se reafirma y el Caballero de la Triste Figura acepta que ha sido un viejo loco, y que “ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño”.
Hablamos en los dos casos de autores con conciencia propia, modernos de un modo que reconocerían los grandes maestros de hoy. Uno creando obras que están muy pensadas para ser llevadas a escena (en cuanto a dramatización y teatralidad), y el otro creando una ficción que es muy consciente de su naturaleza ficticia, incluso hasta el punto de inventar un narrador imaginario (Cide Hamete Benengeli) que, curiosamente, tiene antecedentes árabes.
Los dos son adeptos de la vida mundana, expertos en los bajos fondos. Su colección de sinvergüenzas, prostitutas, rateros y borrachos refleja el día a día de las tabernas. Esa visión terrenal es lo que hace que los veamos a los dos como grandes realistas, incluso cuando se están posicionando como escritores de literatura fantástica. Y así, una vez más, los que vienen después pueden aprender de ellos que la magia no tiene sentido excepto cuando se encuentra al servicio del realismo (¿Hubo alguna vez algún mago más realista que Próspero?), y que el realismo puede ser una inyección muy sana del fabulista. Por último, a pesar de que los dos utilizan tropos originarios de los cuentos populares, los mitos y las fábulas, se niegan a dar lecciones de moral. En esto, por encima de todo el resto, es precisamente dónde son más modernos que muchos de los que les siguieron. No nos dicen qué debemos sentir o pensar, sino que nos muestran cómo hacerlo.
De los dos, Cervantes fue el hombre de acción, el que luchó en batallas quedando gravemente herido, perdiendo habilidad en su mano izquierda y siendo esclavizado por los corsarios de Argel durante cinco años (hasta que su familia consiguió el dinero para su rescate). Shakespeare no vivió semejantes dramas en su vida personal, pero aun así parece haber sido un escritor mucho más interesado en la guerra y las operaciones militares. Otelo, Macbeth, Lear… Todos ellos son cuentos e historias de hombres que fueron a la guerra (contra ellos mismos, sí, pero también en campos de batalla). Es verdad, Cervantes utilizó sus duras experiencias, como vemos por ejemplo en el episodio del cautivo de El Quijote o como ocurre en un par de obras más. Pero la batalla en la que se embarca Don Quijote es (utilizando una expresión moderna) una lucha más absurda y existencial, no tan “real”. Extrañamente, el guerrero español escribió sobre la cómica inutilidad de ir a la guerra y creó la gran figura icónica del guerrero lunático (uno piensa en Trampa-22 de Heller, o en el Matadero Cinco de Vonnegut para exploraciones más recientes de este tema), mientras que, en cambio, la imaginación del poeta y dramaturgo inglés quiso que éste se sumergiera de cabeza en la guerra, tal y como hicieron Tolstoi o Mailer.
En sus diferencias, los dos personifican dos opuestos muy contemporáneos, al igual que, en sus semejanzas, los dos están de acuerdo en muchas cosas muy útiles aun a día de hoy para todos los que hemos venido después, sus herederos.
Traducción de Anna Galdón
Artículo publicado originariamente en NewStatesman