
Aquel observador desapasionado que contemple los recientes y estrambóticos acontecimientos políticos en Cataluña ha de quedar necesariamente sorprendido, cuando no atónito: ahí es nada que finalmente acabe siendo Presidente de la Generalitat de Catalunya quien no era candidato (simplemente aparecía el tercero en la lista de los aspirantes a ser diputado por Girona) y al que no conocen la inmensa mayoría de los catalanes. Y del que, hasta ahora, lo más singular que sabemos es que, además de ser alcalde de Girona y presidente de la Asociación de Municipios por la Independencia, se trata de un político verbalmente incontinente (¡ah, la implacable hemeroteca!) con frases más propias de un “hooligan” identitario que de quien debe pretender ser el presidente de todos los catalanes.
Pero más sorprendente es aún la rendición, una vez cobrada la pieza que perseguía, rendición con armas y bagajes, de la CUP. Una rendición con aroma de transfuguismo, que la subordina a las decisiones de Junts pel Sí de manera casi absoluta, casi sin resquicios, tal vez confiando en que la presencia de Esquerra Republicana en la coalición moderará los impulsos neoliberales de Convergència.
El sometimiento humillante de la CUP a las decisiones mayoritarias de Junts pel Sí tendrá sin duda un costo alto para la formación cupera. Tal vez sus analistas hayan juzgado que ese costo sería mayor si hubieran mantenido el eje social por encima –o al menos al mismo nivel– que el identitario, pero eso nunca lo sabremos, y es previsible el peregrinaje de una parte de sus votantes y militantes a los ámbitos de En Comú Podem, o como vaya a llamarse en el futuro esa plataforma.
En cualquier caso, el nuevo gobierno catalán, utilizando su mayoría parlamentaria, está abocado a tomar en consideración la declaración inicial del Parlament y a intentar llevar a cabo la desconexión con España, lo cual implica la desobediencia a las instituciones del Estado y por tanto adentrase en el territorio de la ilegalidad tal y como está establecida. Se ha comprometido a ello, y tiene la presión de casi dos millones de votos que le fuerzan a emprender ese viaje.
Quienes ingenuamente piensen que aún es posible una rectificación se equivocan, por más brindis al sol que sea la hoja de ruta acordada. Y quienes ingenuamente piensen que el Estado español se limitará a contemplar más o menos consternado cómo se crean en Cataluña estructuras de Estado y se avanza en un proceso constituyente hacia la independencia están muy equivocados. Como señalaba Lluís Rabell en el debate de investidura, es algo tan inverosímil que no se lo creen ni los que postulan la hoja de ruta. Pero atención: en este diálogo de sordos, las palabras corren el riesgo de ser pronto sustituidas por bastones.
Sea como sea, se abren tiempos inciertos. Cataluña se adentra en un mar incógnito cubierto de negros nubarrones, sin que nadie tenga la certidumbre de hallar al final del viaje tierra firme –y quizás sin islas en las que fondear en el camino. Porque, probablemente, lo que hay al final del recorrido es, simplemente, el abismo.
Ojalá no acabemos precipitándonos en él.