Podemos puso en circulación el vocablo «casta» para definir al grupo social e institucional que aparece cada día como protagonista exclusivo de la corrupción generalizada. Sin embargo, la casta en puridad no es otra cosa que el colectivo social beneficiario de los privilegios otorgados por la Ley y el derecho consuetudinario.
Así y hasta la Revolución Francesa pertenecían a la casta la nobleza y, el clero. En culturas antiguas, lo eran la casta sacerdotal, la de los guerreros o la de los brahmanes en la India. Sin olvidar por su excepcional carencia de derechos, a la casta de los parias. Lo que realmente existe en España es una situación de privilegio, permisividad y permanente vacatio legis. El primer escalón de los beneficiarios es el innumerable colectivo de parásitos que, a imagen y semejanza de la España de la Restauración, viven de las dádivas del poder político.
Son los asesores, cargos y funcionarios de libre designación que confunden el funcionamiento en las empresas y organismos públicos. Son la mayor expresión del clientelismo nepotista y correligionario. Los últimos escándalos protagonizados por el Banco de España, el ministro de Justicia, el presidente de Murcia y la actuación de determinados fiscales obligan a una reflexión sobre la entidad y carácter de estos hechos. Nuestro país es presa de un colectivo de depredadores que ha elevado el latrocinio y la conculcación de la Ley a la categoría de práctica habitual y amparada por integrantes de los tres Poderes del Estado.
Objetivamente no constituyen una casta, ya que sus acciones dolosas no se asientan en una legalidad. Pero sí son vividas por los autores y sus círculos políticos. Ideológicos, mediáticos y hasta electorales como una irresoluble cuestión de la condición humana cuando no como una práctica que todo el mundo haría si pudiera porque no tiene nada de excepcional. La sentencia de Nóos no da una brillante exhibición de castas cobijados bajo el paraguas protector del status…
Artículo publicado originalmente en El Economista