Kotschety, 7 de septiembre de 1910.
He recibido su diario “Indian Opinion” y me he alegrado de conocer lo que informa de los no resistentes absolutos. He sentido el deseo de expresarle los pensamientos que ha despertado en mí la lectura.
Cuanto más vivo -y sobre todo ahora que siento con claridad la proximidad de la muerte-, más fuerte es la necesidad de manifestarme sobre lo referente a lo que más vivamente interesa a mi corazón y sobre lo que me parece de una importancia inaudita. Es, a saber: que lo que se llama no resistencia resulta ser, a fin de cuentas, la enseñanza de la ley del amor, no deformada todavía por interpretaciones mentirosas. El amor o, en otros términos, la aspiración de las almas a la comunión humana y a la solidaridad, representa la Ley Superior y única de la vida. Y eso cada uno lo sabe y lo siente en lo profundo de su corazón (nosotros lo vemos muy claramente en el niño); lo sabe todo el tiempo en que permanece fuera del engaño, de la trama de la mentira, del pensamiento del mundo. Esta ley ha sido promulgada por todos los sabios de la humanidad: indios, chinos, hebreos, griegos y romanos. Ella ha sido, yo creo, expresada lo más claramente por Cristo, que ha dicho en términos exactos que esta ley contiene toda la ley y todos los profetas.
Pero hay más: previendo las deformaciones que amenazan dicha ley, ha denunciado expresamente el peligro de que sea desnaturalizada por las gentes cuya vida está entregada a los intereses materiales. Tal peligro radica en que se creen autorizados a defender sus intereses por la violencia, o según su expresión, a devolver golpe por golpe, a recuperar por la fuerza lo que ha sido arrebatado por la fuerza, etc. El sabía (como lo sabe todo hombre razonable) que el empleo de la violencia es incompatible con el amor, que es la más elevada ley de la vida. Sabía que en cuanto se admitiese la violencia en un solo caso, la ley estaba, de hecho, abolida. Toda la civilización cristiana, tan brillante en apariencia, ha creado este equívoco y esta extraña contradicción flagrante, en algunos casos deliberada, pero más a menudo inconsciente.
En realidad, en cuanto la resistencia por la violencia ha sido admitida, la ley del amor queda sin valor y ya no puede tenerlo más. Y si la ley del amor queda sin valor, no hay ninguna ley, excepto el derecho del más fuerte. Así vivió la cristiandad durante diecinueve siglos. Por lo demás en todos los tiempos, los hombres han tomado la fuerza como principio guía de la organización social. La diferencia entre las naciones cristianas y las otras no es más que esto: en la cristiandad, la ley del amor había sido planteada clara y exactamente como en ninguna otra religión, y los cristianos la han aceptado solemnemente, aunque hayan considerado como lícito el empleo de la violencia y hayan fundamentado su vida sobre la violencia. De modo que la vida de los pueblos cristianos es una contradicción completa entre su confesión y la base que la sustenta. Entre el amor, que debe ser la ley de la acción, y la violencia, que está reconocida bajo formas diversas, tales como: gobierno, tribunales y ejércitos declarados y aprobados. Esta contradicción se ha acentuado con el desarrollo de la vida interior y ha llegado al paroxismo en estos últimos tiempos.
Hoy la cuestión se plantea así: sí o no. ¡Hay que escoger! O bien admitir que no reconocemos ninguna enseñanza moral y religiosa, o dejarnos guiar en la conducta de nuestra vida por el derecho del más fuerte. O bien obrar de manera que todos los impuestos cobrados por obligación, todas nuestras instituciones de justicia y de policía, y ante todo el ejército, sean abolidos. Durante la primavera última, en el examen religioso de un instituto de jóvenes, en Moscú, el instructor religioso primero y después el arzobispo que asistía a él, han interrogado a las niñas sobre los diez mandamientos y, principalmente, sobre el quinto: “¡No matarás!”. Cuando la respuesta era exacta, el arzobispo añadía con frecuencia esta pregunta: ¿Está siempre y en todos los casos prohibido matar por la ley de Dios?”. Y las pobres niñas, pervertidas por los confesores, debían responder y respondían: “No, no siempre, pues en la guerra y en las ejecuciones está permitido matar”. Sin embargo, una de estas desgraciadas criaturas (esto me ha sido contado por un testigo visual), habiendo recibido la pregunta de costumbre: “¿Matar es siempre un pecado?”, enrojeció y dijo decidida: “¡Siempre! Y a todos los sofismas del arzobispo, replicó inquebrantable que estaba prohibido siempre y en todos los casos matar. Eso, ya por el Viejo Testamento, en cuanto a Cristo, no solamente prohibido matar, sino hacer daño al prójimo. A pesar de toda su majestad y su habilidad oratoria, el arzobispo tuvo que cerrar la boca y la joven triunfó.
¡Sí, nosotros podemos divagar en nuestros periódicos acerca del progreso de la aviación, las complicaciones de la diplomacia, los clubs, los descubrimientos, las llamadas obras de arte, y silenciar lo que ha dicho esta joven! Pero no podemos ahogar el pensamiento, puesto que todo hombre cristiano siente como ella, más o menos oscuramente. El socialismo, la anarquía, el ejército de salvación, la criminalidad reciente, el paro, el lujo monstruoso de los ricos que no cesa de aumentar, y la negra miseria de los pobres, la terrible progresión de los suicidios; todo este estado de cosas testimonia la contradicción interior que debe ser y que será resuelta. Resuelta verdaderamente en el sentido del reconocimiento de la ley del amor y de la condena de todo empleo de la violencia. A esto responde su actitud en el Transvaal, que nos parece a nosotros en el fin del mundo y que se encuentra, sin embargo, en el centro de nuestros intereses; y es la más importante de todas las de la tierra de hoy; no solamente los pueblos cristianos, sino todos los pueblos del mundo tomarán parte en ella.
Le será tal vez agradable saber que en nuestro país, en Rusia, una agitación parecida se desarrolla rápidamente con las negaciones al servicio militar, que aumentan de año e año. Aunque débil todavía entre ustedes el número de los no resistentes y entre nosotros el de los refractarios, los unos y los otros pueden decirse: “Dios está con nosotros. Y Dios es más poderoso que los hombres. En la profesión de fe cristiana, aun bajo la forma del cristianismo y en la creencia simultánea de la necesidad de ejército y armamentos para las enormes carnicerías de la guerra, existe una contradicción tan manifiesta que debe, tarde o temprano –probablemente demasiado temprano- manifestarse en toda su desnudez. Entonces será preciso, o bien aniquilar la religión cristiana, sin la cual, sin embargo, el poder de los Estados no se podría mantener, o suprimir el ejército y renunciar a todo empleo de la fuerza, que no es menos necesario a los Estados. Esta contradicción es observada por todos los gobiernos, tanto por el de ustedes, británico, como por el nuestro, ruso; y por instinto de conservación, ellos persiguen a los que la descubren, con más energía que a toda actividad enemiga del Estado. Nosotros lo hemos visto en Rusia y lo vemos por lo que publica su periódico. Los gobiernos saben muy bien dónde está el más grave de los peligros que amenaza, y no son solamente sus intereses los que ellos protegen tan vigilantes. Ellos saben que combaten por el ser o no ser.
León Tolstoi
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