Carta abierta a un sindicado

Carta abierta a un sindicado Simone Weil
[Entre marzo de 1 936 –fecha delcongreso de reunificación de Toulouse– y marzo de 1 937, la CGT pasa de 785.000 adherentes a cerca de 4 millones. En este proyecto de artículo, Simone Weil se dirige a uno de esos recién llegados a «la avalancha sindical» (Léon Jouhaux). Ella insiste ante los nuevos sindicados sobre las responsabilidades nacidas del cambio en las relaciones de fuerza en junio de 1 936.]

  

Camarada: eres uno de los cuatro millones de trabajadores que ha pasado a formar nuestra organización sindical. El mes de junio de 1936 señala una fecha en tu vida. ¿Te acuerdas, aún? Está lejana ya. Y hace daño el recordar. Pero es preciso no olvidar. ¿Te acuerdas? No se contaba más que con un derecho: el de callar. Alguna vez, mientras uno estaba junto a su cadena, junto a la máquina, el disgusto, el agotamiento, la rebelión hinchaban el corazón; a un metro, apenas, un camarada sufría los mismos dolores, comprobaba idéntico rencor, la misma amargura; pero nadie se atrevía a intercambiar aquellas palabras que hubieran podido aliviar, porque se tenía miedo.

¿O no te acuerdas bien, ahora, de cómo se tenía miedo, de cómo se tenía vergüenza y de cómo se sufría? Había quienes no se atrevían a declarar sus sueldos, porque sentían el oprobio de ganar tan poco. Y aquellos que, por ser demasiado débiles o demasiado viejos, no podían seguir el ritmo del trabajo, no se atrevían a decirlo nunca. O ¿es que no te acuerdas de cómo se encontraba uno obsesionado por la velocidad del trabajo? Nunca se producía bastante; era preciso estar siempre dispuesto para hacer algunas piezas más para ganar unos centavos suplementarios. Cuando al forzarse, al agotarse, uno había llegado a ir más de prisa, entonces venía el cronometrador y rebajaba los tiempos. Entonces, uno se esforzaba todavía más, intentaba sobrepasar a los camaradas, se tenían envidias, y uno se reventaba cada día otro poco.

¿Te acuerdas al salir de la fábrica, por la tarde, los días en que se había tenido un trabajo malo? Al salir, la mirada apagada, vacía, muerta. Uno utilizaba sus últimas fuerzas para precipitarse al metro, para buscar con angustia si quedaba algún asiento sin ocupar. Si lo encontraba, uno dormitaba sobre el banco. Si no lo encontraba, se ponía rígido, esforzándose por seguir de pie. Después no quedaban ánimos para pasear, para conversar, para leer, para jugar con los niños, para vivir. Se aguantaba lo justo para meterse en la cama; si no se había ganado gran cosa, te acostabas quejándote a causa del mal trabajo; diciéndote que si aquello continuaba la semana no alcanzaría, que uno debería aún privarse más, contar las monedas y evitar todo aquello que pudiera detener un poco el ritmo de trabajo.

¿Te acuerdas de los encargados? Y en especial, ¿recuerdas cómo aquellos que tenían un carácter brutal se podían permitir toda clase de insolencias? ¿Te acuerdas que nadie se atrevía jamás a responder, y que se llegaba a encontrar como cosa natural el ser tratado como una bestia? ¡Cuántos dolores debía soportar en silencio un corazón humano antes de que llegara aquella fecha de junio! Es algo que los ricos no comprenderán jamás. Cuando osabas levantar la voz porque te imponían un trabajo demasiado duro, o demasiado mal pago, con demasiadas horas extra, ¿te acuerdas con qué brutalidad te decían: «O eso o a la calle»? Y con frecuencia te callabas, te humillabas y te sometías, porque sabías que era verdad, que se trataba de elegir entre eso o quedarse en la calle. Sabías muy bien que nada podía impedirles echarte a la calle como se tira un trasto viejo. E inclusive sometiéndote, frecuentemente te echaban igual. Nadie decía nada; era algo normal. No quedaba más que sufrir hambre en silencio, ir de una a otra ventanilla y esperar de pie, con frío, bajo la lluvia, a la entrada de las oficinas de colocación. ¿Te acuerdas de todo esto? ¿Recuerdas todas las pequeñas humillaciones que impregnaban tu vida, que enfriaban tu corazón de la misma forma que la humedad impregna los cuerpos cuando no hay calor?

Si las cosas han cambiado un poco, no olvides el pasado; es en esos recuerdos, en toda esa amargura, en los que debes basar tu fuerza, tus ideas, tu razón de vivir. Los ricos y poderosos encuentran, por lo general, su razón de vivir en su orgullo; los oprimidos deben encontrarla en sus oprobios. Su parte es aún la mejor, porque es la de la justicia. Defendiéndose, defienden la dignidad humana hollada bajo sus pies. No olvides jamás; recuerda, ahora todos los días tienes un carnet sindical en tu bolsillo: recuerda los tiempos en que en tu fábrica no eras tratado como un hombre debe serlo, y di que ya estás harto de todo aquello, di que ya has tenido lo suficiente.

Recuerda, sobre todo, que durante esos años de sufrimientos demasiado grandes aún padecías más. No te dabas cuenta, pero si reflexionas un momento comprobarás que es verdad. Sufrías, especialmente, porque entonces, cuando se te imponía una humillación, una injusticia, estabas solo, no había nadie para defenderte. Cuando un encargado te gritaba o te molestaba injustamente, cuando te daban un trabajo que sobrepasaba tus fuerzas, cuando te imponían un ritmo imposible de seguir, cuando te pagaban miserablemente, cuando se te negaba un empleo porque carecías de certificados o pasabas de los cuarenta años, cuando se te negaban los subsidios de paro, no podías hacer nada; no podías, incluso, lamentarte. Tu caso no interesaba; todo el mundo lo encontraba natural. Tus compañeros no se atrevían a apoyarte porque tenían miedo de comprometerse si protestaban. Cuando te echaban a la calle incluso tu mejor compañero se sentía muchas veces intimidado por el miedo de que lo vieran contigo en la puerta de la fábrica. Callaban, y apenas te compadecían, porque estaban demasiado absorbidos por sus propios problemas y sus propios sufrimientos.

¡Qué solo se hallaba uno! ¿Te acuerdas? Uno estaba tan solo, que sentía frío en el corazón. Solo, desarmado, sin recursos, abandonado. A merced de los encargados, de los patrones, de la gente rica y poderosa que se lo podía permitir todo. Sin derechos, mientras ellos los tenían todos. La opinión pública permanecía indiferente y se encontraba natural que un empresario fuera dueño absoluto de la fábrica. Dueño de las máquinas de acero, que no sufren; dueño también de las máquinas de carne, que sufrían, pero que debían callar sus sufrimientos bajo pena de sufrir aún más. Tú eras una de estas máquinas de carne, comprobabas todos los días que sólo aquellos que tenían dinero en sus bolsillos podían, en la sociedad capitalista, ser tratados como hombres, reclamar respeto. De ti se habrían reído si hubieses pedido que te tratasen con consideración. Entre compañeros se trataban también con dureza, incluso más brutalmente que los jefes. Eras ciudadano de una gran ciudad, obrero de una gran fábrica, pero estabas tan solo, tan impotente, tan poco sostenido como lo estaría un hombre en el desierto a merced de las fuerzas de la naturaleza. La sociedad permanecía tan indiferente a los hombres sin dinero como el viento, la arena y el sol en el desierto. Eras más una cosa que un hombre en la vida social. Y llegabas, en más de una ocasión, cuando todo tu existir era demasiado duro, a olvidarte de que eras un hombre.

Estas cosas han cambiado desde junio. No se han suprimido ni la miseria ni la injusticia. Pero ya no estás solo. No puedes todavía hacer respetar siempre tus derechos, pero existe una gran organización que los reconoce, los proclama; que puede levantar la voz y hacerse escuchar. A partir de junio no queda un solo francés que ignore que los obreros no están satisfechos, que se sienten oprimidos y que no aceptan resignados su suerte. Algunos te consideran equivocado, otros te dan la razón; pero todo el mundo se preocupa de tu suerte; todo el mundo piensa en ti, ataque o apoye tu rebelión. Una injusticia cometida contra ti puede, en determinadas circunstancias, trastornar la vida social. Has adquirido importancia; sin embargo, no olvides de dónde te viene esa importancia. Inclusive si en tu fábrica el sindicato se ha impuesto, y aun si en el presente puedes permitirte muchas cosas, no te imagines que ya «has llegado». Recobra el justo orgullo al cual tiene derecho todo hombre,[1] sin sacar de tus nuevos derechos ningún orgullo. Tu fuerza no radica en ti mismo; si la gran organización que te protege declinara, volverías a sufrir las mismas humillaciones de antes, estarías sujeto a idéntica sumisión, al mismo silencio, llegarías de nuevo a doblegarte a todo, a soportarlo todo, a no osar levantar jamás la voz. Si has comenzado a ser tratado como un hombre, se lo debes al sindicato. En el porvenir no merecerías que se te trate como a un hombre en tanto no sepas ser un buen sindicado.

Ser un buen sindicado, ¿qué quiere decir esto? Puede que mucho más de lo que imaginas. Tomar el carnet y los sellos de cotización no es aún nada. Ejecutar fielmente las decisiones del sindicato, luchar cuando sea preciso … no es aún bastante. No creas que el sindicato es únicamente una asociación de intereses; los sindicatos obreros son otra cosa. El sindicalismo es un ideal en el que es preciso pensar todos los días y en el cual es preciso tener siempre fijos los ojos. Ser sindicalista es una manera de vivir, es decir, una forma de conformarse en todo a la manera que precisa el ideal sindicalista. El obrero sindicalista debe conducirse durante todos los minutos que pasa en la fábrica de manera distinta al no sindicalista. Cuando no tenías ningún derecho podías no reconocerte ningún deber. Ahora, que eres alguien, que posees una fuerza, has recibido ventajas; pero en compensación has adquirido responsabilidades. Para éstas nada en tu vida de miseria te ha preparado para hacerles frente. Debes trabajar en el presente para volverte capaz de poder asumirlas; sin eso, las ventajas recientemente adquiridas se desvanecerían un día cualquiera como un sueño. No se conservan los derechos si no se es capaz de ejercerlos como es preciso.

Nota
[1] Conservamos la versión más probable según se desprende de la consulta del manuscrito. Primero Simone Weil había escrito: «… ‘has llegado’ [«c’est arrivé»]. Recupera el justo orgullo…» [«Reprends la juste fierté«] (elección retenida por los editores anteriores). Luego tachó «Recupera el justo orgullo» y puso una coma después de «has llegado».

Libros relacionados:

  La llamada de españa 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *