Carta a Víctor Riquetti, marqués de Mirabeau

Trye, 26 de julio de 1767

Señor, habría debido escribirle al recibir su última nota, pero he preferido tardar algunos días aún en reparar mi negligencia y así poderle hablar también del libro que me ha enviado. Siéndome imposible leerlo todo entero, he seleccionado aquellos capítulos en los que el autor arma el escándalo y que me parecieron más importantes. Su lectura me ha satisfecho menos de lo que esperaba y tengo la sensación de que la huella de mis viejas ideas, encallecidas en mi cerebro, impiden que ideas tan nuevas le causen gran impresión.

Jamás he podido entender muy bien qué es esa evidencia que sirve de base al despotismo legal ni he visto nada menos evidente que el capítulo relativo a dichas evidencias. Esto se parece bastante a las tesis del abate Saint Pierre, quien pretendía que la razón humana no dejaría de perfeccionarse, siempre que cada siglo añadiera sus luces a las de los precedentes. No se daba cuenta de que la inteligencia humana tiene siempre la misma medida y muy estrecha; que pierde por un lado lo que gana por otro, y que incesantes prejuicios nos privan de tantas luces adquiridas como la mente cultivada puede remplazar.

Creo que sólo puede haber evidencia en las leyes naturales y políticas consideradas en abstracto. En un gobierno concreto, compuesto de tantos elementos, dicha evidencia necesariamente desaparece, pues la ciencia de gobernar no es sino una ciencia de combinaciones, aplicaciones y excepciones, según el tiempo, lugar y circunstancias. La gente no podrá ver nunca de un modo evidente las relaciones y el funcionamiento de todo esto. Y dígame, por favor, ¿qué ocurrirá, qué será de los sagrados derechos de propiedad en los grandes peligros, en las catástrofes extraordinarias, cuando sus valores disponibles no basten y el déspota pronuncie la salus populi suprema lex est ?

Pero supongamos que toda esa teoría de las leyes naturales es siempre perfectamente evidente, hasta en sus aplicaciones, y con una claridad que se ajusta a todos los ojos. ¿Cómo es posible que filósofos conocedores del corazón del hombre concedan a semejante evidencia tanta autoridad sobre las acciones humanas, cuando saben que rara vez se guía uno por la razón y muy a menudo por las pasiones? Se demuestra que el más genuino interés del déspota es gobernar legalmente. Eso es sabido desde siempre; pero ¿quién se guía por sus auténticos intereses? Sólo el sabio, si existe. De modo, señores, que convierten ustedes a sus déspotas en otros tantos sabios. Casi todos los hombres conocen sus verdaderos intereses y no por eso los siguen mejor. El pródigo que se está comiendo el capital, sabe perfectamente que se está arruinando, pero no deja su tren de vida. ¿De qué sirve que la razón nos ilumine cuando la que nos guía es la pasión?

Video meliora proboque, deteriora sequor*

Eso es lo que hará su déspota ambicioso, avaro, amoroso, vengativo, celoso y débil, porque así obran todos ellos y también todos nosotros. Señores, permítanme que les diga: conceden demasiada fuerza a sus cálculos, pero no la suficiente a las inclinaciones del corazón y al juego de las pasiones. Su sistema está muy bien para la gente de Utopía pero nada vale para los hijos de Adán.

Según mis viejas ideas, éste es el gran problema en política, que yo comparo al de la cuadratura del círculo en geometría y al de las distancias en astronomía: encontrar una forma de gobierno que coloque la ley por encima del hombre.

Si es posible encontrar dicha forma, busquémosla y tratemos de instaurarla. Ustedes, señores, pretenden encontrar esta ley dominante en la evidencia de las demás, pero prueban demasiado, pues dicha evidencia o la ha habido en todos los gobiernos o no la habrá nunca en ninguno.

Si por desgracia no fuera posible encontrarla – e ingenuamente confieso que no creo que lo sea -, hay que irse al extremo opuesto y situar de golpe al hombre tan por encima de la ley como sea posible, instaurando por consiguiente el despotismo arbitrario y lo más arbitrario posible. Querría que el déspota pudiese ser Dios. En una palabra, no veo término medio sostenible entre la democracia más austera y el más perfecto hobbismo, pues el conflicto entre hombres y leyes, introductor en el Estado de una continua guerra intestina, es el peor de todos los estados políticos.

Y los Calígulas, Nerones, Tiberios… ¡Dios mío!, me revuelco en el suelo y lamento ser hombre.

No he entendido todo lo que dice de las leyes en su libro, ni tampoco lo que dice en el suyo el nuevo autor. Me parece que trata un poco superficialmente las diversas formas de gobierno, y muy superficialmente sobre todo lo de los sufragios. Lo que dice de los vicios del despotismo electivo es muy cierto: esos vicios son terribles; pero los del despotismo hereditario, de los que no habla, son aún peores.

He aquí un segundo problema que desde hace tiempo me viene dando vueltas en la cabeza:

Encontrar en el despotismo arbitrario una forma de sucesión que no sea ni electiva ni hereditaria, o más bien que sea ambas a la vez, mediante la cual se garantice, hasta donde sea posible, que no habrá Tiberios ni Nerones.

Si alguna vez tuviera la desgracia de dedicarme de nuevo a esta loca idea, le estaré reprochando toda mi vida haberme sacado de mi pesebre. Espero que no ocurra, pero, pase lo que pase, no me vuelva a hablar de su despotismo legal. No podría apreciarlo ni aun entenderlo. No veo en ello sino dos palabras contradictorias que, juntas, no significan nada para mí.

Conozco tan poco su principio de población que me parece inexplicable en sí mismo, opuesto a los hechos e imposible de conciliar con el origen de las naciones. Según usted, la población multiplicativa sólo habría empezado cuando en realidad ya había acabado. Según mis viejas ideas, en cuanto hubo un real de lo que usted llama riqueza o valor disponible, en cuanto se hizo el primer intercambio, la población multiplicativa cesó. Y eso fue también lo que ocurrió.

Su sistema económico es admirable. Nada hay tan profundo, real, mejor visto ni más útil. Está lleno de las grandes y sublimes verdades que transportan. Lo abarca todo. El campo es vasto, pero mucho me temo que acabe en terrenos muy distintos de aquellos a los que pretende ir.

He querido mostrar mi obediencia haciéndole ver que al menos le había hojeado. Ahora, ilustre amigo de los hombres y mío, me arrojo a sus pies para conjurarle a que se apiade de mi situación y de mis desgracias, a que deje en paz mi moribunda cabeza y no reavive en ella ideas ya casi extintas que no pueden renacer sino para hundirme en nuevos abismos de miseria. Siga queriéndome, pero no vuelva a mandarme libros. No me exija que lea, no intente siquiera ilustrarme si desvarío. Ya no es momento. A mi edad ya no se convierte uno sinceramente. Yo puedo equivocarme y usted convencerme, pero no persuadirme. Por otra parte, no discuto nunca. Prefiero ceder y callarme: no le parezca mal que me atenga a esta determinación.

Reciba el más cordial y respetuoso de los abrazos.

*Veo lo mejor y lo apruebo, pero hago lo peor. (Ovidio, Metamorfosis.)
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