Existe una tendencia, muy difundida, a considerar el 14 de abril de 1931, fecha de la proclamación de la república, como el coronamiento de una revolución que ha llegado a su fase definitiva. En realidad, el 14 de abril no ha sido más que una etapa —ciertamente importantísima— del proceso revolucionario que ya desde el siglo pasado se está desarrolando en nuestro país y que, empleando una frase de Karl Liebknecht, puede ser considerado como “un largo malestar”. Las etapas más importantes de este proceso han sido las guerras civiles, los alzamientos revolucionarios del siglo XIX, la aparición del movimiento nacionalista en Cataluña, la “semana trágica” de 1909, la tentativa de huelga general revolucionaria de 1911, la constitución de las Juntas de Defensa, la revolución frustrada de 1917.
El carácter de la república española
Paciente y tenazmente hay que poner de manifiesto ante las masas trabajadoras de nuestro país el carácter de la república implantada el día 14 de abril. Antes era una parte de las clases dirigentes la que dominaba bajo la cubierta del rey, hoy será toda la burguesía la que después de haberse puesto el traje de baile de la república —según la expresión de Marx— reinará en nombre de todo el pueblo. Todo ataque a los privilegios escandalosos de la burguesía y de los terratenientes será considerado como un atentado al régimen republicano, reresentante, según la ficción democrática, de los intereses de todas las clases del país.
El frente único contra el comunismo, formado por todos los elementos republicanos, desde la extrema derecha a la extrema izquierda, es muy elocuente en este sentido. Y las persecuciones contra los comunistas, que no tienen nada que envidiar a las de los mejores tiempos de la monarquía, no son más que el preludio de la gran ofensiva que se prepara contra el proletariado revolucionario. Desde el punto de vista de los intereses de clase que representan y defienden, la actitud de los hombres de la república no puede ser más lógica. El comunismo es la única tendencia que se propone hacer la revolución, esa misma revolución que la burguesía ha querido evitar proclamando la república. Y por ello no contenta con las medidas represivas, procura desacreditar a los comunistas a los ojos de las masas populares acusándoles de connivencia con la extrema derecha reaccionaria, de la misma manera que los hombres del gobierno provisional ruso de 1917 acusaban a los bolcheviques de estar al servicio del Estado Mayor alemán.
En realidad, la proclamación de la república no ha sido más que una tentativa desesperada de la parte más clarividente de la burguesía y de los grandes terratenientes para salvar sus privilegios. En este sentido, la composición del gobierno provisional es extremadamente significativa. La presidencia y el Ministerio de la Gobernación se hallan en manos respectivamente de Alcalá Zamora y de Miguel Maura, católicos fervientes, representantes típicos del feudalismo y del unitarismo absolutista y reaccionario; la cartera de Hacienda la detenta el socialdemócrata Prieto estrechamente ligado al capital financiero vasco; el ministro de Economía, Nicolau D’Olwer, es el representante de la banca catalana; finalmente, al frente del Ministerio del Trabajo se halla Largo Caballero, líder socialista, ex consejero de Estado bajo la dictadura, secretario de la central sindical reformista, Unión General de Trabajadores, y cuya misión en el gobierno es bien clara: ahogar el movimiento obrero, domesticarlo, para mayor provecho de la consolidación del régimen de explotación burguesa bajo la forma republicana.
El origen y la composición del gobierno provisional lanza una luz muy viva sobre el carácter de la segunda república española, a la cual se puede aplicar perfectamente el juicio que merecía a Marx la república proclamada en Francia en febrero de 1848. “La joven república —decía— consideraba que su mérito principal consistía en no asustar a nadie, al contrario, en asustarse a sí misma y defenderse con su propia debilidad creyendo así desarmar a los enemigos”. La preocupación esencial del gobierno consiste en dejar intactas las bases en las cuales se apoyaba la monarquía y en evitar el desbordamiento de las masas populares, que tienden, naturalmente, a exigir la realización integral de la revolución democrática.
Es evidente que un gobierno parecido no puede resolver ninguno de los problemas fundamentales de la revolución democrática: el de la tierra, el de las nacionalidades, el de las relaciones entre la Iglesia y el Estado, el de la transformación del aparato administrativo burocrático del antiguo régimen y el de la lucha contra la reacción.
En su primera declaración, el gobierno provisional se expresaba en términos que muestran claramente su decisión de dejar intactas las bases de la gran propiedad agraria. Sobre el particular no formula más que una afirmación bien precisa: “La propiedad privada está garantizada por la ley”, y “no podrá ser expropiada más que por razones de utilidad pública y con la indemnización correspondiente”. Como solución la nota se limitaba a formular la promesa vaga de que “el derecho agrario debe responder a la función social de la tierra”. Es evidente —el decreto sobre la reforma agraria publicado posteriormente lo demuestra con creces— que la república no tiene la menor intención de atacar los derechos sagrados de los grandes propietarios y las supervivencias feudales, que bajo la forma de foros, aparcería, rabassa morta, arrendamientos, etc., subsisten en el país.
En la cuestión de las nacionalidades, una de las más graves de España, la actitud adoptada por el gobierno de Alcalá Zamora, no es menos significativa. Es indiscutible que la proclamación de la república catalana, que precedió a la de la república española en Madrid, fue el acto más revolucionario realizado el 14 de abril. Un gobierno auténticamente democrático debería haber reconocido sin reservas un acto que contaba con la aquiescencia indiscutible de la mayoría aplastante del pueblo catalán. El nuevo poder central se ha levantado contra la joven república y ha dado la prueba de un espíritu chovinista absorbente, asimilista, que no tiene nada que envidiar al del poder central monárquico desaparecido.
Por lo que se refiere a las relaciones con la Iglesia el gobierno provisional ha proclamado su deseo de mantener un contacto amistoso con la Santa Sede, limitándose prácticamente a decretar la libertad de cultos y la secularización de los cementerios, sin decir una palabra de la que constituye una de las reivindicaciones tradicionales de la democracia, la separación de la Iglesia y del Estado, ni de la confiscación de los bienes de las congregaciones religiosas, ni de la expulsión de estas últimas.
¿Y el aparato del Estado? Sigue siendo el mismo del antiguo régimen. Sus partidarios más ardientes continúan ocupando los cargos más importantes.
En fin, ¿qué serias medidas ha tomado el gobierno provisional para hacer frente a los golpes probables de la reacción que conspira y puede contar, en un momento decisivo, con las fuerzas armadas del antiguo régimen, que la república no sólo ha dejado intactas, sino que las emplea para ametrallar a los obreros? No creemos sea necesario demostrar la lenidad del gobierno en este sentido; si, por espíritu de conservación y bajo el impulso de las masas, ha tomado recientemente algunas medidas represivas contra los elementos monárquicos más destacados, no es menos cierto que dejó escapar a Alfonso de Borbón, a los dirigentes de las organizaciones de asesinos fundadas por el ex gobernador civil de Barcelona, general Martínez Anido, que no toma medidas radicales contra los oficiales del ejército que realizan una propaganda monárquica abierta y complotan contra el nuevo orden de cosas, que mantiene en pie a los somatenes a pesar del decreto de disolución y asimismo a la Guardia civil, esos verdugos de la clase obrera, profundamente odiados de las masas y que recientemente han tenido la insolencia de publicar un manifiesto amenazando con aplastar el movimiento revolucionario de la clase obrera. Nunca, ni aun en los tiempos de la monarquía, ese cuerpo armado había tenido la audacia de lanzar un reto tan descarado a la clase trabajadora.
Todo esto demuestra de una manera indiscutible lo que hemos sostenido constantemente durante esos últimos meses: que la revolución democrático-burguesa no puede ser realizada por la burguesía, que dicha revolución no puede ser obra más que del proletariado en el poder, apoyándose en las masas campesinas, las cuales representan en nuestro país el setenta por ciento de la población trabajadora. Más concretamente: la revolución democrático-burguesa no podrá ser realizada en España más que mediante la instauración de la dictadura del proletariado.
Perspectivas
¿Dónde va la República española? ¿En qué sentido se desarrollarán los acontecimientos? Lo dicho más arriba nos permite contestar a esta pregunta con una afirmación escueta: si la clase obrera no se organiza sólidamente, reforzando sus sindicatos, creando consejos de fábrica, constituyendo Juntas revolucionarias, y, sobre todo, forjando un potente partido comunista, la república se desarrollará en el sentido de la consolidación de la burguesía y de la inauguración de un período de reacción feroz. Esta reacción puede ser el resultado de un golpe de Estado militar o de la evolución de las propias formas republicanas. Si en Rusia hubo un Kornilov, y un Iriburu en la Argentina, un Ibáñez en Chile y un Carmona en Portugal, esto no significa que haya de ser precisamente un general el instrumento de la reacción burguesa en nuestro país. No olvidemos que si fue un general republicano, Cavaignac, el que en junio de 1848 ametralló a los obreros de París, en mayo de 1871 fue un hombre civil, Thiers, el que ahogó en sangre la “Commune”. Este último ejemplo es particularmente aleccionador para nosotros, por cuanto durante la campaña que precedió a la caída de la monarquía, los hombres del campo republicano, desde los de la extrema derecha a los de la extrema izquierda, nos presentaban precisamente como modelo a Thiers.
El proletariado, aliado con las grandes masas campesinas, es el único capaz de evitar la reacción, impulsando la revolución democrática hasta sus últimas consecuencias y preparando, así, el terreno para la instauración de la dictadura del proletariado.
Entre sectores considerables del movimiento obrero revolucionario —y muy particularmente entre los militantes de la Confederación Nacional del Trabajo— está muy difundida la idea de la posibilidad de un período de tres o cuatro años de desarrollo pacífico, sin sacudidas, de la organización obrera. Esta idea es un resultado de las ilusiones democráticas a que hemos aludido repetidamente. La posibilidad de un período tal está absolutamente descartada. Los hechos de estas últimas semanas lo confirman de un modo incontestable. La crisis por que atraviesa la burguesía española no podía ser resuelta, porque sus contradicciones son irresolubles en el marco del régimen capitalista. La situación de las masas obreras y campesinas irá agravándose de día en día, y la lucha de clases tomará proporciones cada vez más vastas y caracteres más agudos. En estas condiciones es absolutamente ilusorio imaginarse que la burguesía pueda permitir el desarrollo pacífico de las organizaciones obreras. El período que se abre no es, pues, un período de paz, sino de lucha encendida. Y en esta lucha estarán en juego los intereses fundamentales de la clase trabajadora y todo su porvenir. La clase obrera será derrotada si en el momento crítico no dispone de los elementos de combate necesarios: triunfará, si cuenta con estos elementos, si se desprende de todo contacto con la democracia burguesa, practica una política netamente de clase y sabe aprovechar el momento oportuno para dar el asalto al poder.
Los peligros que amenazan al proletariado español son enormes: el proceso iniciado, en vez de terminar en una revolución, puede tener como coronamiento un aborto. Todo dependerá del acierto con que la vanguardia revolucionaria actúe en los acontecimientos que se avecinan.
La burguesía republicana tiene interés en presentar la reunión de las Cortes constituyentes como la etapa final de la revolución. Es éste un error fundamental, que la burguesía tiene un interés comprensible en mantener con el fin de evitar lo que más teme y para lo cual sacrificó, en esencia, a la monarquía: la revolución. La reunión de las Cortes constituyentes no es más que una de las etapas del proceso revolucionario de nuestro país. Las Cortes darán un nuevo impulso al movimiento, y ese período deberá ser aprovechado por la clase trabajadora para prepararse. Pero no hay que olvidar que, sea como sea, disponemos de poco tiempo. En cambio, las tareas que nos incumbe realizar son inmensas. La más urgente es la de la creación del partido. Sin un partido, la clase trabajadora no podrá emanciparse, y el proceso revolucionario será contenido por la reacción burguesa. Por esto el deber de todos los revolucionarios españoles sinceros debe consistir en consagrar todos sus esfuerzos a forjar ese instrumento de deliberación de que tiene necesidad indispensable el proletariado. En realidad, el partido hoy no existe. Hay una serie de grupos dispersos, sin ninguna conexión entre sí. No queremos examinar aquí las causas de este triste estado de cosas. Basta consignar que la unificación de todas las fuerzas comunistas españolas sin distinción, se impone como una necesidad urgente e indispensable.
Si conseguimos constituir este gran partido comunista que ha de ser el instrumento de liberación de la clase trabajadora, si logramos hacer comprender al proletariado sus verdaderos fines en la revolución, si sabemos organizarlo en los sindicatos, en los Comités de fábrica, en las Juntas revolucionarias, finalmente, si logramos establecer la unión entre el proletariado y los campesinos, evitaremos que la revolución sea estrangulada y que, según la frase de Marx, “los brillantes castillos de fuegos artificiales de Lamartine, se conviertan en las bombas incendiarias de Cavaignac”.
Fuente: Extractos del texto de 1931 El proletariado español ante la revolución, publicado en el libro de Andreu Nin. La revolución española (1930-1937)