La Generalitat de Catalunya está desarrollando una política de permanente confrontación con el gobierno español trufada de contradicciones, mentiras y medias verdades. Por ejemplo, se reclama la devolución de las competencias en Sanidad cuando éstas no han sido intervenidas, sino que el estado de alarma exige una coordinación con el ministerio estatal. En realidad, estas competencias han sido ampliadas en la medida que facultan a la Generalitat a intervenir la sanidad privada. O se acusa al gobierno de poner en peligro la vida de los trabajadores por levantar el confinamiento total y a la semana siguiente se exige permitir la salida de sus domicilios de todos los menores de edad hasta los 18 años y no hasta los 12 como propone el ejecutivo español. De modo que da la impresión que el gobierno autonómico está muy atento a las decisiones del ejecutivo español para proponer lo contrario y alimentar el conflicto en sus propagandísticas y diarias ruedas de prensa.
Uno de los episodios más grotescos y al mismo tiempo más reveladores de esta estrategia, ha sido el protagonizado por el conseller de Interior, Miquel Buch, quien acusó al ejecutivo español de querer humillar al pueblo catalán por el envío de 1.714.000 mascarillas, en referencia al año 1714 y que asimiló al año 1939. Se trata de una expresión de la versión manipulada tanto de la Guerra de Sucesión como de la Guerra Civil la cual, contra todas las evidencias históricas, se interpreta como un conflicto entre España y Catalunya en vez de una conflagración de clases en la que, por cierto, la Lliga Regionalista, homologable a Convergència, apoyó al general Franco. El agravio imaginario fue tan descarnado que solo encontró la comprensión de los sectores más hiperventilados del secesionismo, entre los que se cuentan Carles Puigdemont o la inefable portavoz del Govern Meritxell Budó. Tanto es así que Gabriel Rufián, pero también medios de comunicación independentistas, normalmente acríticos con la Generalitat, como Ara o Vilaweb se desmarcaron de Buch.
El mensaje subliminal emitido desde la Generalitat y su poderoso aparato mediático ha pasado del Espanya ens roba de los primeros compases del proceso y del Espanya ens reprimeix tras el 1 de octubre, al actual de Espanya ens mata. Una línea argumental que persigue aposentar el mensaje que sin la intervención del gobierno central y en una Catalunya independiente la gestión de la crisis sería más eficaz. Esto se contradice con su caótica gestión de las residencias geriátricas, el fallido anuncio de distribución de mascarillas gratuitas en las farmacias o el fracaso del confinamiento de Igualada. Además, alimenta un conflicto con las Fuerzas Armadas con la negativa a permitir el funcionamiento de los hospitales de campaña de Sabadell y Sant Andreu de la Barca, levantados con la colaboración del ejército y la Guardia Civil respectivamente, para exasperación de los vecinos de estos municipios, ambos gobernados por el PSC.
Ahora bien, de cara a su base social, estos hechos son ocultados o reinterpretados por TV3 y Catalunya Ràdio quizás los únicos departamentos de la Generalitat que están funcionado adecuadamente para los intereses de Junts per Catalunya en esta crisis y sabedores del carácter acrítico de sus seguidores más propio de los creyentes de una religión laica que de una formación política democrática.
En definitiva, como ha observado Sandra Morine, corresponsal de Le Monde en España, la política de la Generalitat en esta crisis se desarrolla en dos frentes, contra el coronavirus y contra el Estado español; aunque –añadimos nosotros– su principal objetivo quizás no sea tanto combatir la pandemia sino atacar al gobierno de España.
Enemigos exteriores e interiores
Estos mensajes buscan difundirse más allá de los sectores más hiperventilados del independentismo en una evolución donde –en una inversión hegeliana– la “revolución de las sonrisas” se ha transformado en la reacción del odio. El fracaso de la vía unilateral y la ausencia de una hoja de ruta transitable para alcanzar la independencia están exacerbando los elementos hispanófobos y supremacistas del movimiento independentista hasta extremos inquietantes. Estos sectores hiperventilados consideran que la crisis del coronavirus, al debilitar al Estado, puede ser la gran oportunidad –el momentum– para proclamar la independencia y, en su lenguaje, hacer efectivo el mandato del 1 de octubre. En los momentos álgidos del proceso soberanista, desde estos mismos sectores se pedían muertos como condición para alcanzar la independencia, ahora en su distorsionado imaginario esos cadáveres ya los ha puesto el Estado con su gestión del Covid-19.
En cualquier caso, esta estrategia persigue aglutinar en torno a Junts per Catalunya a los sectores más fanatizados del movimiento, erosionar la credibilidad independentista de ERC cara a los comicios autonómicos anunciados pero sin fecha, los cuales por cierto podrían ser pospuestos sine die aprovechando la crisis del coronavirus con el mismo objetivo de debilitar a su principal competidor en las urnas.
Aquí se observa con nitidez el funcionamiento, típico de los nacionalismos identitarios, que necesitan de la existencia de un enemigo interior y otro exterior, sean estos reales o imaginarios o mejor dicho construidos desde los aparatos de propaganda del movimiento. En el caso que nos ocupa, el enemigo exterior es España y el Estado español, siendo igual que esté gobernada por la derecha o la izquierda. El enemigo interior son los ciudadanos y sus organizaciones políticas y sociales que no apoyan la secesión. Si estos proceden del resto de España son tratados de colonos y si son catalanes de origen tachados de botiflers (traidores). De manera que ambos son expulsados simbólicamente de la nación catalana.
Sociedades escindidas
Acaso esta estrategia pueda tener éxito en la medida que cohesione a los sectores radicalizados del independentismo y cumpla con su objetivo de cortar de raíz cualquier movimiento de solidaridad entre sus bases hacia el resto de España, sustituida por un sentimiento de odio. Ahora bien, esto está generando el efecto contrario de la indignación y la creciente movilización de la ciudadanía contraria a la secesión ante la magnitud de la operación política y mediática que está desarrollándose impúdicamente ante sus ojos en un momento de grave crisis sanitaria y económica.
El independentismo no ha conseguido el objetivo del Estado propio y difícilmente lo logrará, al menos en el corto plazo. No obstante, han conseguido dos resultados tangibles: reactivar al nacionalismo español más reaccionario y fracturar a la sociedad catalana. De este modo, Catalunya se encamina a pasos agigantados hacia una sociedad escindida parecida a la belga con dos comunidades, flamenca y valona, incomunicadas y que se profesan un odio mutuo, donde más que convivir comparten algunos espacios comunes. Lamentablemente este podría ser el paisaje que nos deje la crisis del coronavirus y que ya ha hecho estallar en mil pedazos el proyecto de un sol poble auspiciado por la izquierda catalana tras la caída de la dictadura.
Quizás éste sea uno de los motivos adicionales por los cuales Puigdemont eligió fijar su residencia en Waterloo cuando se fugó de España. También puede contribuir a explicar la admiración por el sionismo de amplios sectores del nacionalismo catalán y sus reiteradas felicitaciones al Estado de Israel con motivo del aniversario de su fundación, donde no resulta difícil adivinar, si Catalunya fuese independiente, quiénes ocuparían el lugar de los palestinos.