El acto de constitución de la Cámara catalana ha mostrado, en primer lugar, la patrimonialización del Parlament por parte de las fuerzas independentistas, en la medida que consideran a esta institución no cómo la representación del conjunto de la ciudadanía sino como un instrumento para avanzar en la causa separatista que funciona solo al servicio de la mitad del país. Esto se ha puesto de manifiesto en la composición de la mesa, vulnerando el principio según la cual el órgano de gobierno de la Cámara debería ser proporcional a la correlación de fuerzas en el hemiciclo. Los votos de las tres formaciones independentistas con representación parlamentaria suman el 48,7% de los sufragios emitidos y el 54% de los escaños; sin embargo, ostentan cinco de los siete puestos de la mesa; es decir, el 75% de la misma. Se trata de la enésima prueba del uso instrumental de los procedimientos democráticos por parte de las formaciones secesionistas, que son invocados cuando favorecen a la causa y son desechados cuando la obstaculizan.
Por otro lado, desde el punto de vista político, la composición de la mesa constituye una amarga lección para los Comunes, que se han quedado fuera del órgano de gobierno de la Cámara. Ello a pesar de sus filtreos con ERC a lo largo de la anterior legislatura, cuando su abstención permitió que se aprobaran los Presupuestos. Además, durante la campaña electoral, su líder, Jéssica Albiach, propugnó un tripartito de izquierdas con el PSC y ERC. Sin embargo, tras las elecciones, modificó este criterio para plantear un bipartito con Esquerra con el apoyo exterior gratuito del PSC. A pesar de ello, Esquerra se ha negado a cederles uno de sus puestos en la mesa, que sí que ha obtenido la CUP, a despecho de sus propuestas de constituir una “vía amplia” junto con los Comunes entre independentistas y soberanistas. Nos hallamos, una vez más, ante otra de las numerosas muestras del pagafantismo político característico de la relación de los Comunes con las formaciones independentistas. También, ante la cruda realidad política que no son los Comunes, sino la CUP quien, en el panorama de polarización de las fuerzas políticas sobre la cuestión nacional, posee la llave de la gobernabilidad del país que hubiera recaído en los Comunes si los partidos independentistas no hubieran conseguido la mayoría absoluta.
Corrupción y supremacismo
En segundo lugar, la elección de Laura Borrás como presidenta del Parlament de Junts per Catalunya ha revelado, una vez más, la subordinación del denominado nacionalismo/independentismo de izquierdas a la derecha separatista catalana. De hecho, la correlación de fuerzas tras el 14F arrojó una amplia mayoría de izquierdas que ha resultado inútil. El eje de dominancia nacional y la consolidación de los dos bloques antagónicos implica que las diferencias ideológicas derecha/izquierda se vean subsumidas por la (sin)razón patriótica. Un mecanismo que desde los tiempos del pujolismo se ha demostrado sumamente eficaz para paralizar a las izquierdas catalanas, a semejanza de los insectos prendidos en una tela de araña. Ni siquiera durante los tripartitos, presididos por los socialistas Pasqual Maragall y José Montilla, dejó de funcionar, pues su máxima prioridad fue la reforma del Estatut d’Autonomia, centrando el debate político en el eje nacional, lo cual permitió la recomposición de Convergència y está en el origen del proceso soberanista.
Aquí, la única diferencia radica en lo descarnado del caso. En efecto, Borràs, que está imputada por diversos delitos de corrupción y fue firmante del manifiesto Koyné, encarna, como Quim Torra, a los sectores más xenófobos y supremacistas del movimiento independentista. Borràs contó con el apoyo de ERC y el voto en blanco de la CUP, lo cual apunta a la reedición del actual pacto de gobierno con el apoyo exterior de la formación autodenominada anticapitalista. De este modo ha vuelto a manifestarse otro de los mecanismos del pujolismo, según el cual la bandera (entonces la senyera y ahora la estelada) sirven para tapar la corrupción. También, como los principios éticos contra la corrupción de los dos partidos del independentismo de izquierdas se diluyen ante la preeminencia de la causa nacional. Todo ello viene a ratificar que el independentismo funciona como la fase superior del pujolismo.
Borràs entonó un discurso de toma de posesión de carácter netamente nacional-populista, ignorando a la mitad de la Cámara, invocando al mismo tiempo la separación de poderes, para afirmar acto seguido y de modo contradictorio que no reconocería la autoridad del poder judicial sobre el Parlament. Asimismo criticó la ejecutoria de su predecesor en el cargo, Roger Torrent, quien evitó el choque con las instancias judiciales del Estado. De su discurso se desprende que Junts pretende mantener la pugna por la hegemonía del movimiento independentista con ERC, con quien le separa solo un escaño de diferencia, y continuar con el enfrentamiento, al menos en el terreno simbólico, con el Estado. Esto sin contar con que Borràs podría buscar ser imputada por un delito de naturaleza política para evitar ser inhabilitada por corrupción. Todo cual avala el pronóstico del veterano líder de Esquerra, Joan Tardà, según el cual la reedición del pacto con Junts supondría un “Vietnam diario”.
Esta perspectiva arroja espesas sombras de duda sobre el futuro de la mesa diálogo entre los gobiernos español y catalán, auspiciada por ERC, la cual se verá torpeada desde Junts y la CUP. Aquí se observa una inversión de papeles. Si en la anterior legislatura ésta se vio boicoteada desde la presidencia de la Generalitat, ahora lo será desde la presidencia del Parlament y por los socios de ERC.
Por otro lado, llama poderosamente la atención que, en los planteamientos de las fuerzas independentistas, la crisis sanitaria y económica provocada por la pandemia haya quedado en una suerte de segundo plano respecto al pleito nacionalitario que continúa centrando monotemáticamente el debate político.
Sombríos precedentes
Estos prolegómenos parecen disipar las tenues esperanzas respecto a que el relevo en las hegemonías dentro de los bloques independentista y constitucionalista, a favor de ERC y PSC, es decir, las fuerzas más proclives al diálogo, propiciase una distensión en la convulsa y polarizada vida pública catalana.
Estos primeros síntomas también cuestionan los pronósticos sobre la eventualidad de que Catalunya entrase en una fase postprocesista bajo la dirección de ERC. El resultado electoral, que no ha otorgado a esta formación la suficiente distancia con sus competidores de Junts, y el papel decisivo de la CUP en la conformación de la mayoría independentista, apunta a una cronificación del procés. De manera que el país se instala en una suerte de bucle político, en un callejón sin perspectivas de salida en el corto y medio plazo. Eso sí, cuando las fuerzas independentistas no cuentan con una carta de navegación estratégica, cifrándolo todo en el victimismo y en el enfrentamiento con el gobierno central y las instituciones del Estado. Ello mientras continúa la degradación de las instituciones de autogobierno.
Desde el punto de vista social, y quizás esto sea lo más grave, Catalunya se adentra en el camino hacia Bélgica. Es decir, hacia un país dividido en dos comunidades lingüísticas enfrentadas y sin puentes de diálogo.