
Capítulo I
En los muelles de Constantinopla habían acostado dieciocho galeras y cuatro gruesas naves aquella mañana de febrero de 1302.
Las galeras y las naves gruesas llamaban la atención de la gente que se acercaba en silencio a contemplarlas. Los guardas griegos, con sus pintorescos trajes y sus ballestas y dardos calzados de pluma, impedían que los curiosos se acercaran demasiado.
Los españoles iban y venían, atareados, por las cubiertas. Ustarroz blasfemaba mirando al puerto. Siempre blasfemaba cuando había que desembarcar caballos. Eran blasfemias inocentes usando el nombre de Copons, un capitán alto, flaco y macilento, de ojos de hiena. Desembarcar caballos era la tarea engorrosa de las expediciones de mar. Y se oían al mismo tiempo las voces de Ustarroz contra Copons y los relinchos de los animales.
En aquel momento Copons asomaba su cara amarillenta detrás del palo mayor y gritaba algo reconviniendo a Ustarroz, quien dejó de jurar por su nombre y comenzó a blasfemar contra las Tres Sorores, tres montañas del Alto Aragón, su tierra.
La gente afluía al puerto atraída por las hermosas naves empavesadas, y oyendo los silbatos trataba de avizorar entre las maniobras de desembarco los trajes y el continente de los soldados. Roger de Flor revistaba los caballos a medida que iban saliendo. Todos parecían deseosos de pisar tierra firme. Desembarcar los caballos era más difícil que embarcarlos porque con la impaciencia algunos se caían en la rampa. Fuertes y nerviosos caballos. Muchos habían peleado en el Norte de Italia. Otros en Francia, contra las banderas del Papa y los Anjous. Todos sabían lo que era una carga a rienda floja y un antuvión de corazas y la provocación de una valla de picas.
Roger de Flor y sus ocho mil hombres, incluidos los navegantes, iban a Constantinopla a ayudar al rey bizantino Andrónico Paleólogo contra los turcos que amenazaban sus fronteras. Los había llamado el Emperador tres meses antes.
Era Roger un hombre de treinta y cuatro años, alto y rubio, con las cualidades contradictorias de su padre alemán y de su madre italiana y con los resabios de todos los navegantes templarios y los giros y maneras adquiridos en los campamentos de Aragón y de Sicilia. Taciturno y grave, tenía un aire de violencia contenida.
El padre de Roger era noble. Había muerto en el Sur de Francia a manos de Charles de Anjou, es decir, a golpes de mangual (maza en forma de esfera, con picos y puntas), que era el arma preferida entonces por la caballería.
Había dejado el padre de Roger en su testamento unas curiosas páginas dedicadas a su hijo, en las que decía: “Naciste tú, hijo mío, en un cuarto con vidrieras emplomadas y en ellas grabado el escudo de la familia. Eres bastardo, pero algunos hijos legítimos querrían tu suerte. La noche que naciste era de cielo espeso y lluvia fina. Dentro de la casa no estaba más que tu madre. Es decir, yo también. A pesar de ser los dos nobles y de pertenecer a la casa del Rey, tuve que ir a buscar una mujer del pueblo para que te ayudara a ti a venir al mundo.
Escribo estas líneas por si alguno se atreve a discutir la dignidad de tu nacimiento.
”Estábamos en guerra, Toda mi vida ha sido una batalla para mí.
”Aquella noche yo esperaba a los delegados helvecios y a los de Baviera, pero no llegaron. Los helvecios habían muerto en el camino a manos de Anjou y los otros cambiaron de opinión antes de llegar. Gente prudente. Demasiado prudente. Por lo que veo, tu enemigo será también la casa de Anjou, como es mi enemigo hoy. Ten cuidado con ellos, porque nos seguirán con su odio a través de las generaciones.
”Naciste a las tres de la mañana. Lo digo por si alguna vez quieres consultar, como hacen otros, la posición de los astros. Yo recuerdo que no dormí aquella noche. Al amanecer andaba por el parque. Y llovía. La lluvia era como una sucesión de cortinas superpuestas que nos separaban de la vida a los tres: a tu madre, a ti y a mí. Me gustaría estar para siempre separado de la vida con vosotros dos a mi lado y ver qué sabor tiene la paz. Pero comprendo que no es para mí. Cuando seas hombre de guerra, sirve a España, preferentemente a Aragón y, si es posible, contra los infieles de Oriente.
”Si combates en Europa, que sea bajo banderas enemigas de los Anjou”.
Siempre le había llamado la atención a Roger aquella parte del testamento de su padre. La lluvia, una sucesión de cortinas. No le parecía adecuado aquello en un testamento y menos de un guerrero muerto a golpes de mangual. Quedó Roger huérfano cuando no había aún aprendido a balbucear las primeras declinaciones latinas. Y Anjou andaba diciendo que lo mataría; y lo enterraría con su padre.
Entró de grumete en un barco templario a las ordenes de un famoso almirante que llevaba debajo del hábito de fraile el hacha de abordaje y el puñal de tres filos. Era el barco Halcón, de quince bancos y seis velas. Aquel almirante bebía y blasfemaba, y a falta de cruz hacía besar los gavilanes de su daga a los enemigos prisioneros antes de ahorcarlos.
Allí aprendió Roger a ganar batallas y a perderlas. En tierra firme o a bordo. En las persecuciones que sufrían los templarios por parte de los reyes de Francia y de España y del mismo Papa, el almirante del Halcón había quemado el estandarte del Pontífice y desafiado y batido a sus tropas varias veces.
No le gustaba a Roger la vida en las galeras, que eran nidales de piojos a causa de los galeotes.
Cuando los templarios fueron destruidos, Roger se acercó a Fadrique, rey aragonés de Sicilia, y llegó a ser a la sombra de sus banderas por algunos años el señor del mediterráneo.
Por fin, segura ya la situación de Fadrique, se dirigió Roger a Constantinopla con un puñado de combatientes escogidos, accediendo a los requerimientos del rey bizantino Andrónico II. No se hacía muchas ilusiones, pero prefería guerrear a pie firme. En el mar, la victoria la decidía con frecuencia no el valor ni la argucia, sino el viento y las olas. Y la quitaba tal vez el resentimiento satánico –tan natural– de los galeotes.
A pesar de, su apariencia adusta, Roger era ligero y fácil a la broma. Lo que sucedía era que había tenido pocas ocasiones de sonreír en su vida. Su sonrisa no duraba mucho. A veces se ponía a pensar en su pasado y se extrañaba de no recordar un solo hombre a quien pudiera llamar amigo.
Sin embargo de su aspereza exterior, Roger resultaba entre los cortesanos –cuando no había otro remedio– brillante sin esfuerzo. La taciturnidad no le era natural, sino más bien un hábito impuesto por los años en que sirvió como caballero templario, mitad fraile mitad soldado, acostándose cada noche sin saber si despertaría en el infierno. El Papa había exterminado a los templarios y perseguía aún a los supervivientes con bulas de excomunión.
Las persecuciones del Papa, secundadas por algunas cabezas coronadas, y la calidad de bastardo de Roger de Flor habían convencido muy pronto al capitán de que sólo la más extremada habilidad, la violencia y la crueldad, si era necesario, le abrirían un futuro. Ese futuro tal vez le esperaba en aquella ciudad mixta de Europa y de Oriente, donde el Cristianismo usaba una liturgia propia y distinta, las iglesias eran rematadas por cúpulas en forma de bulbo y las cruces tenían doble brazo horizontal. Y donde la autoridad del Papa no alcanzaba.
Las compañías de almogávares se iban formando en tierra. Un soldado zapateaba al desembarcar como si quisiera comprobar que pisaba tierra y no tablas vacilantes. Algunos se mostraban pesados y toscos de movimientos.
La impresión que daba la ciudad a los expedicionarios catalanes y aragoneses era confusa. Por un lado se veían hombres vestidos al modo galante de Italia. Por otro, griegos pintorescos y judíos melenudos. Todos aquellos seres macilentos parecía que tenían hambre. A veces pasaban algunos turcos con la cabeza baja y aire de esclavos. En Oriente dan siempre los hombres, incluso los ricos, la impresión de que no comen bastante.
Se acercaba a la orilla el capitán Lope de Azedo, que mandaba la guardia. Era hombre de reglamentos y paradas:
–¿Lista de batallones, Roger? –preguntó saludando.
–¿Para qué? ¿Ha habido riñas y muertes en el camino? ¿No? ¿Se ha tirado alguno por la borda?
–No, señor.
–Entonces, estamos todos –decía Roger–. No hay que pasar lista. Acabad pronto la formación. Las banderas, en medio.
Pocos minutos después estaban en tierra todos los expedicionarios con sus insignias y sus estandartes. Roger seguía a bordo. Se hacía cargo de las fuerzas en tierra Fernán Jiménez de Arenós, aragonés de la montaña, pariente de los Abarcas. Era un hombre joven, con el hábito natural de la autoridad, a quien miraba Roger desde el puente, complacido pero reticente.
Montaner, que tampoco había desembarcado, se acercaba a Roger bromeando. La cara de Montaner, al revés que la de Roger de Flor, era ancha, cómoda y abierta. Pero tratándolos de cerca se veía pronto que el taciturno Roger era en el fondo confiado, y el franco y simple Montaner era o podía ser receloso y extremadamente cauto. Con Roger de Flor nunca se creía obligado Montaner a usar de su cautela.
–¿Has visto la cámara del chino? –le preguntaba.
Roger estaba atento a las evoluciones de Fernán Jiménez de Arenós y al caballo que montaba:
–Montaner, aquel caballo es mío. Es Payés.
–¿No has visto la cámara del chino? –insistía Montaner.